Capítulo 1.
El aire en el pequeño pueblo de Maplewood , Carolina del Sur, estaba sofocante, como si el verano no quisiera soltar su último aliento. A pesar de ser septiembre, el calor pegajoso se aferraba a las calles empedradas y a los porches llenos de mecedoras chirriantes. En la cafetería del centro, un grupo de adolescentes ocupaba su habitual mesa en la esquina. El sonido de la batidora detrás del mostrador apenas tapaba el murmullo de sus conversaciones dispersas.
África Moretz estaba sentada al final de la mesa, su baja estatura haciéndola parecer aún más pequeña en la silla metálica. Su cabello rubio, cortado por la clavícula, caía en ondas descuidadas alrededor de su rostro pálido, salpicado de pecas y lunares que se extendían hasta su cuello. Sus grandes ojos azules analizaban la conversación con una mezcla de aburrimiento y diversión, y aunque parecía desinteresada, sus comentarios siempre lograban romper la monotonía.
—Dime que no estás considerando teñirte el pelo azul otra vez, Landon —comentó, entrecerrando los ojos con escepticismo.
—¡Es un azul eléctrico, no un azul cualquiera! —respondió el recién nombrado, golpeando la mesa con entusiasmo.
Landon Bianchi, de estatura media pero de complexión fuerte, tenía el cabello castaño revuelto y los ojos verdes que brillaban con entusiasmo constante. Era como un torbellino en forma humana, siempre hablando rápido y moviéndose más rápido aún.
—Sí, porque nada dice "tengo control de mi vida" como parecer un cartel luminoso —murmuró África, su sonrisa apenas perceptible arrancando un bufido de Lucas.
Lucas De Santiago, alto y de complexión delgada pero definida, giró los ojos mientras jugueteaba con una ficha de azúcar entre los dedos. Su cabello rapado destacaba los lunares de su mandíbula marcada y sus ojos marrones oscuros. Su presencia solía ser ligera, como un alivio cómico constante, pero esa tarde parecía más callado de lo normal, lo que África notó de inmediato.
La puerta de la cafetería se abrió de golpe, y Sarah Bianchi entró como un torbellino, su cabello largo y ondulado cayendo sobre sus hombros mientras sus ojos azules buscaban algo, o a alguien, con urgencia. Aunque era solo un poco más alta que África, su figura voluptuosa y su expresión seria siempre le daban una presencia imponente.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó África, levantando una ceja mientras Sarah se acercaba rápidamente a la mesa.
—¿No se enteraron? —dijo la recién llegada, su voz baja pero cargada de tensión.
El grupo intercambió miradas confusas antes de que Tyler McClain entrara detrás de ella. Tyler, alto y corpulento, con su cabello oscuro perfectamente peinado, caminaba con esa seguridad que lo caracterizaba, pero incluso él parecía algo inquieto.
—¿Qué pasó? —preguntó Lucas, dejando la ficha de azúcar sobre la mesa.
Sarah tomó aire antes de soltarlo todo de golpe:
—Susan... La policía dijo que probablemente está muerta.
El silencio cayó como un golpe seco. África, que había estado jugando con su pajilla, dejó caer su mano sobre la mesa.
—¿Qué? —preguntó con una voz que no sonaba a la suya. Sus ojos grandes se abrieron aún más, buscando una explicación que nadie tenía.
—Acabo de oírlo de mi padre—continuó Sarah, tragando saliva. Su expresión seria se quebró por un momento, dejando entrever la emoción detrás de su fachada controlada—Han encontrado algo en el lago...no lo han confirmado, pero...
Landon miró a Sarah, su hermana pequeña, buscando una respuesta que ella no podía darle, mientras Lucas se cruzaba de brazos, moviendo la pierna con nerviosismo.
—¿Por qué no dijeron nada antes? —preguntó Lucas, con el ceño fruncido. Su voz grave resonó en la mesa.
—Porque no tienen pruebas claras —respondió Sarah—Pero es obvio que no la van a encontrar con vida.
África soltó una risa amarga, aunque sus ojos decían otra cosa.
—Claro, porque en este pueblo todo siempre termina bien, ¿No? —dijo, con un cinismo que no ocultaba el nudo en su garganta.
El grupo quedó en silencio, cada uno procesando la noticia a su manera. Afuera, el sol brillaba indiferente, pero dentro de la cafetería, algo en ellos cambió para siempre.
El funeral de Susan Flynn se celebró un caluroso sábado por la mañana, en la pequeña iglesia blanca del pueblo. Los bancos estaban llenos de familiares, amigos y curiosos que, en muchos casos, asistían más por protocolo que por genuino dolor. En el centro del altar, un gran retrato de Susan, con su cabello cobrizo perfectamente peinado, sus ojos marrones más que expresivos y su sonrisa calculada, presidía la ceremonia.
El grupo de amigos llegó juntos, vestidos de negro, pero sus expresiones variaban entre el abatimiento y la incomodidad. África, con su vestido negro sencillo y su cabello rubio cayendo en mechones desordenados, caminaba con la misma indiferencia de siempre. No parecía afectada, y eso no pasó desapercibido para Sarah, quien caminaba a su lado en silencio.
—Es tan raro ver a tanta gente aquí —murmuró Landon, rompiendo el incómodo silencio. Su tono era neutral, pero la tensión en su mandíbula delataba lo nervioso que estaba.
—Claro, todos la adoran... ahora —respondió África con un tono ácido, haciendo que Landon le lanzara una mirada de advertencia.
—No es el momento, África —susurró, pero ella solo se encogió de hombros.
Lucas, que caminaba detrás de ellos con las manos en los bolsillos de su pantalón, intentó desviar la atención.
—Bueno, por lo menos no nos ha llovido. Eso sería aún más deprimente, ¿No? —bromeó, aunque nadie rió.
Tyler permanecía en silencio, con su habitual expresión seria aún más marcada. Había sido el único del grupo que realmente parecía afectado, pero incluso él parecía estar luchando por mantener la compostura.
Dentro de la iglesia, el ambiente era pesado. El aire acondicionado apenas lograba combatir el calor, y los murmullos entre los asistentes no paraban hasta que el sacerdote comenzó a hablar. Durante el sermón, el grupo permaneció en la última fila, todos fingiendo una pena que solo algunos realmente sentían.
África miraba el altar con los brazos cruzados, sus grandes ojos azules analizando cada palabra del sacerdote con escepticismo. Susan había sido una amiga horrible; manipuladora, egoísta y experta en mantener al grupo bajo su control con un delicado equilibrio de halagos y humillaciones. Sin embargo, en ese momento, nadie parecía recordar eso.
Cuando la ceremonia terminó, el grupo salió de la iglesia junto con el resto de los asistentes. Sarah, con su cabello recogido en un moño bajo y su vestido ajustado, se acercó a África mientras los demás se dispersaban.
—No has dicho una palabra en toda la ceremonia —comentó Sarah, observándola de reojo.
—¿Qué querías que dijera? —respondió, con una sonrisa sarcástica—¿"Oh, Susan, eras un sol de persona, siempre tan amable y desinteresada"?
Sarah suspiró, cruzando los brazos.
—Sé que no era perfecta, pero tampoco está bien hablar mal de ella ahora.
África soltó una risa amarga.
—¿Por qué no? Todos los que estaban ahí dentro eran unos hipócritas, ¿O me vas a decir que alguien de verdad la quería? —dijo, girándose para mirar a su mejor amiga directamente.
Sarah se quedó en silencio por un momento, como si estuviera debatiéndose entre defender a Susan o aceptar la verdad. Finalmente, se rindió con un suspiro.
—Supongo que tienes razón. Pero aún así... no sé, no deja de ser triste.
África rodó los ojos, aunque su expresión no era tan fría como de costumbre.
—Susan era una pesadilla. Manipulaba a todos, nos hacía sentir miserables y siempre encontraba la manera de salirse con la suya. ¿Y ahora? Ahora somos libres. La vida sin Susan será mucho mejor, aunque nadie quiera admitirlo.
Sarah la miró con una mezcla de sorpresa y comprensión.
—Eres increíblemente insensible, ¿Lo sabías? —dijo, aunque había un atisbo de sonrisa en sus labios.
—Sí, pero también soy honesta —respondió, encogiéndose de hombros. Luego miró hacia el resto del grupo, que estaba reunido cerca de los coches—Y ya verás. Con el tiempo, todos se darán cuenta de que tengo razón.
Sarah no dijo nada, pero algo en su expresión sugería que, al menos en parte, estaba de acuerdo. Las dos se quedaron un momento más observando al grupo, que ahora parecía más relajado, como si la sombra de Susan estuviera comenzando a desvanecerse.
La noche estaba tranquila, solo interrumpida por el leve sonido del viento que pasaba entre los árboles del jardín de la casa de África. La habitación de África estaba sumida en una penumbra tenue, iluminada solo por las luces de la calle que se filtraban a través de las cortinas. Todo en la habitación hablaba de lujo y de una vida superficialmente perfecta. Las paredes estaban pintadas de un rosa pastel tan suave que rozaba lo infantil, decoradas con cuadros dorados de paisajes urbanos y frases cursis escritas con tipografía elegante. Un elegante tocador en una esquina de la habitación estaba cubierto con perfumes caros, frascos de maquillaje perfectamente ordenados y relojes de marca que brillaban con la luz tenue. La cama, grande y cómoda, tenía una colcha de terciopelo rosa, a juego con los cojines a rayas y de terciopelo, donde los pliegues se formaban con una precisión casi obsesiva. Todo estaba en su lugar, sin un solo objeto fuera de lugar.
África, sentada en su escritorio con su portátil abierto, estaba absorta en sus pensamientos cuando escuchó el crujido suave de la ventana. Alzó la vista y vio la figura de Lucas deslizarse con agilidad a través del marco de la ventana.
—¿En serio, Lucas? —dijo con un tono entre cansado y molesto, sin moverse de su silla.
Lucas, con su cabello castaño corto y su mandíbula marcada, aterrizó en la alfombra de la habitación con un ligero tropiezo. Se acercó a la cama, sus ojos marrones no dejaban de fijarse en África.
—¿Qué? No te hagas la sorprendida —dijo él con una sonrisa torcida, como si se sintiera cómodo invadiendo su espacio —Te conozco. Sé que prefieres que te lo diga a la cara en lugar de quedarme fuera, esperando.
África lo miró por un momento, sin una palabra. Siempre habían tenido una relación complicada, con constantes idas y venidas. Dos años de un tira y afloja emocional, de reconciliaciones y rupturas. De hablar de cosas como si fueran adultos, pero luego caer en los mismos patrones de siempre. Habían compartido demasiados momentos entrelazados, casi como si fueran adictos el uno al otro, pero sabían que no podían durar.
—¿Te vas a quedar aquí toda la noche? —preguntó con sarcasmo, levantándose para cerrar su ordenador con un movimiento brusco.
Lucas la observó, sus ojos reflejaban algo entre molestia y tristeza. Se quedó en pie, mirando alrededor de la habitación, como si buscara una señal de algo que le dijera que estaba en el lugar equivocado. Su mirada se desvió hacia la estantería llena de libros de texto, cosméticos y todo lo que África necesitaba para mantener la fachada de perfección que tanto le gustaba proyectar.
—No estás ni un poco preocupada, ¿Verdad? —preguntó, como si lo hubiera estado guardando todo el día—Susan está muerta, la han asesinado, África. Y tú estás aquí, fingiendo que no pasa nada.
África se cruzó de brazos, su rostro calmado pero desafiante.
—No sé qué quieres que te diga, Lucas. No soy como tú. A ti te da pena todo el mundo. Tienes que estar siempre lamentándote de algo. Ya sé lo que significa la muerte para ti, pero para mí no es más que... un ciclo natural. ¿Sabes? Nadie está libre de eso.
Lucas apretó los puños, frustrado. Su religión, su fe, todo lo que le habían enseñado desde pequeño le decía que la muerte merecía un respeto que África no parecía entender.
—¿Es que no puedes tomarte esto en serio ni por un segundo? —dijo, la voz algo más alta ahora—Es como si no te importara nada, África. Susan era parte de nuestro grupo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no puedes, al menos, fingir que te importa?
África lo miró con frialdad, con una mezcla de indiferencia y algo de resentimiento. Su actitud hacia Susan no había cambiado, aunque todos los demás parecían ser incapaces de dejar de lamentarse. A veces, las muertes en su círculo solo le parecían un ciclo repetido, algo más que se hacía eco de la vida.
—No voy a fingir —respondió ella, casi con desdén—Todos son unos hipócritas. Están llorando por Susan como si fuera alguien que se preocupaba por ellos. Y lo sabes. Lo sabías. Ni siquiera me has visto preocuparme de verdad por algo más que no sea tu religión.
Lucas la miró en silencio, sintiendo la incomodidad apoderarse de él. No podía creer que África estuviera tan distanciada, tan vacía, frente a la situación que estaban viviendo. Pero, al final, sabía que no la entendería.
—Tienes razón. Lo que menos quiero es seguir discutiendo contigo —dijo, su tono ahora más tranquilo, casi resignado.
África lo observó durante un momento, como si estuviera viendo una versión de él que ya no la sorprendía.
—Entonces, vete —dijo ella, dándole la espalda y caminando hacia la ventana.
Lucas no dijo nada más. Solo se giró hacia la ventana por donde había entrado, dándole un último vistazo a África. No había rastro de compasión o de arrepentimiento en ella. Simplemente se marchó sin hacer ruido, como si todo fuera parte de una rutina.
Cuando la ventana se cerró, África se giró hacia su teléfono, suspirando de frustración. Tomó el dispositivo y vio un mensaje de una cuenta que no reconocía.
"De nada por el favor".
África se quedó mirando la pantalla, los ojos entrecerrados, como si sintiera que algo no estaba bien. ¿Qué favor? ¿A qué se refería?
Se sintió una punzada en el estómago, pero no era suficiente para que dejara de pensar que su vida, por fin, iba a ser más sencilla sin Susan. Aunque algo dentro de ella sabía que este mensaje era solo el principio de algo mucho más oscuro.
África respiró profundamente, sentándose un momento sobre su cama antes de levantarse. Miró a través de la ventana, observando cómo la luz del atardecer se desvanecía lentamente, la sombra de la noche cubriéndolo todo. El teléfono seguía en su mano, la notificación del mensaje aún visible, pero la ignoró. En lugar de eso, se levantó, caminó hacia el espejo y se observó por un largo rato. Las pecas sobre su rostro pálido parecían más visibles con la luz tenue, y sus ojos azules, grandes y algo desorbitados, reflejaban una intensidad fría que no le gustaba reconocer.
Finalmente, dejó escapar un suspiro, quitándose la ropa de estar en casa y poniéndose algo más adecuado para la cena.
Bajó las escaleras con paso lento, el sonido de sus zapatos resonando contra el parquet de la casa. El pasillo estaba desordenado, con fotos familiares en las paredes, todas capturadas en momentos felices y plácidos. Sin embargo, la atmósfera en su casa nunca había sido igual desde que su madre se fue. Dos años sin dar explicación alguna. Dylan Moretz, su padre, trataba de llenar ese vacío con su actitud sobreprotectora y su amor incondicional, pero África sentía que ya no había espacio para él. Y mucho menos para sus hermanos.
Cuando llegó a la cocina, la escena era la misma de siempre. Milán y Moroccan, los mellizos, estaban sentados a la mesa, comiendo con indiferencia. Ambos tenían catorce años, con el mismo color de pelo rubio y los miemos ojos marrones que si madre, aunque Milán era el más extrovertido, siempre hablando y buscando llamar la atención. Moroccan, por el contrario, era más callado, con una expresión pensativa y distante, como si nunca estuviera del todo presente.
Lisboa con su cabello castaño y lacio, además de con los mismos ojos azules de su hermana y su padre , era la más pequeña, estaba jugando con su teléfono en un rincón de la mesa, sus ojos brillando con un toque de curiosidad infantil, ajena a las tensiones que se respiraban en el aire. Tenía diez años.
Todos tenían nombres de países o de ciudades, básicamente por que en su juventud Dylan y Beverly, antes de que su matrimonio se desmoronara, habían sido grandes aventureros y aquellos eran sus lugares favoritos del mundo.
El padre de África, Dylan, estaba de pie junto a la mesa, colocando algunos platos con comida mientras trataba de hacer conversación. Era un hombre corpulento, de barba espesa y cabello algo despeinado, siempre buscando la manera de que sus hijos se sintieran a gusto a pesar de la falta de su madre.
—¿Cómo fue tu día, África? —preguntó Dylan con una sonrisa suave, pero su tono sonaba nervioso, como si supiera que ella no estaba de humor para hablar mucho.
África no le respondió de inmediato. Se sentó en la silla vacía en el extremo de la mesa, mirando los platos con desgano.
—Todo bien —respondió, su tono seco, casi distante.
Milán, al notar el tono de su hermana, intentó aligerar el ambiente.
—¿Viste el partido de fútbol hoy? —preguntó, dando un bocado a su comida mientras miraba a África, sabiendo que ella no era fan del deporte, pero a veces se involucraba para evitar tensiones.
África apenas levantó una ceja, sin responder.
—No quiero hablar de fútbol —dijo, mirando a su padre, que ahora había comenzado a servir la comida. Dylan, preocupado por cómo su hija parecía alejada, trató de mantener la calma.
—Sabes que me encantaría que pasaras más tiempo con los chicos, África. Ellos te adoran, aunque no siempre lo digan —comentó él, intentando suavizar las cosas.
África se quedó en silencio. La tensión era palpable, como si su padre, a pesar de su esfuerzo, no lograra captar la distancia emocional que ella había puesto entre ellos. La herida de la partida de su madre, de las interminables discusiones, de la falta de respuestas, nunca desapareció. Y su padre, por más que lo intentara, no parecía entender.
Lisboa, siempre inocente, miró a África con una sonrisa amplia, como si nada estuviera ocurriendo.
—Mamá me dijo que tal vez podamos ir a ver a los abuelos este verano —dijo, sin ser consciente de lo incómodo que sonaba ese comentario.
África levantó la mirada, notando cómo su padre se quedó quieto, sus ojos ligeramente bajos, como si ese comentario lo hubiera tocado más de lo que quisiera admitir. La figura de su madre siempre había sido un punto de quiebre en la familia. Aunque ellos intentaran continuar con su vida, la ausencia de la mujer que los había unido a todos era imposible de ignorar.
—Mamá ya no está, Lisboa —dijo África con un tono firme, algo hiriente.
Lisboa, algo desconcertada, dejó de sonreír, mirando a su hermana con un leve atisbo de tristeza.
Dylan rápidamente intervino, con una sonrisa tensa, tratando de calmar la situación.
—¿Qué te parece si cenamos y hablamos después, eh? Todos estamos un poco... tensos, y no quiero que la cena se convierta en un campo de batalla —dijo, sonriendo débilmente.
África lo miró, viendo el esfuerzo de su padre, pero no pudo evitar sentir que nada cambiaba. A pesar de sus esfuerzos, la distancia entre ellos seguía creciendo.
Milán, como siempre, intentó aligerar las cosas, lanzando un chiste sobre la comida, pero incluso él sabía que la atmósfera estaba cargada. Ninguno de ellos parecía dispuesto a tocar el tema de la madre, pero lo que ninguno de ellos entendía era que el dolor de África no era solo por la ausencia de su madre. Ella simplemente estaba cansada de ser la adulta en la casa, cansada de que todos esperaran de ella lo que ni siquiera podía dar.
Y mientras la cena continuaba en silencio, la distancia entre África y su familia se alargaba aún más, con cada bocado que tomaban sin realmente estar presentes.
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