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1. Insistencia y reticencia

El príncipe Leander golpeó la puerta por tercera vez. Nada. Solo el eco apagado de sus nudillos contra la madera. Resopló y retrocedió un paso para observar con curiosidad la cabaña que se clavaba en un claro del bosque. Madera oscura y ajada, con enredaderas secas trepando las paredes y un techo inclinado cubierto de musgo. No había señales de vida, salvo el humo que salía de la chimenea.

—Sé que está ahí.

El único sonido era el del viento entre los árboles y el chirrido de las cigarras.

—Su alteza, si quiere podemos tirar la puerta abajo —le sugirió uno de sus escoltas, acercándose con duda.
Leander negó con la cabeza. Si quería que el elfo cooperara, no podía simplemente irrumpir en su hogar y obligarlo.

—Necesito su ayuda, Elfo. Una que solo usted me puede proporcionar.

Esperó que sus gritos surgieran efecto, pero nada se movió más allá de las copas de los árboles. Empezó a rodear la cabaña por si encontraba una ventana abierta o una segunda puerta a la que golpear, ya inquieto con la ausencia de respuesta.

Se sentía molesto, más consigo mismo que con el elfo al que venía a buscar. La tensión entre su reino y el vecino estaba alcanzando el punto máximo, siendo el río Dorado el principal motivo de las disputas territoriales debido a su cauce que unía a más de cinco reinos. El comercio y la agricultura dependían de él.

Leander era un buen guerrero, entrenaba con los mejores, pero debido a su condición, su padre había sugerido que debía aprender un poco de magia también. Sin embargo, los magos que había en el reino eran pocos y eran mediocres o unos farsantes que cobraban demasiado por trucos baratos. El consejero de su padre le indicó que existía un elfo especializado en magia demasiado bueno para su especie y que vivía excluido en el bosque Azul. El único problema era convencerlo de enseñarle, ya que apenas recibía a la gente que necesitaba sus servicios. Cobraba por lo que hacía, los resultados eran fantásticos, principalmente cuando se trataba de hierbas y pociones, pero no daba pie a una conversación o relación social con nadie.

Ya con los nervios picándole en la piel, avanzó por un pequeño camino contra la pared. A un lado de la cabaña había una huerta con hierbajos que el príncipe no conocía, algunos grandes y vívidos, otros secos y pequeños. Tras llegar al final de la pared lateral, se encontró con un ventanal sucio y opaco. Pasó la mano para limpiarlo y acercó la cara para poder mirar hacia el interior.

—¿Hola?

Las dos hojas se abrieron de sopetón y un viento antinatural lo lanzó hacia atrás más de tres metros. Leander sintió que el aire se escapaba de sus pulmones cuando su espalda se dio de lleno contra la tierra dura y húmeda. Sus dos guardias corrieron a ayudarlo, pero él alzó una mano y miró el cielo cargado de nubes por un instante antes de incorporarse. Se sacudió la tierra de la ropa y soltó una risa por el atrevimiento de su anfitrión.

—¡Váyase!

El elfo se asomó al fin por la ventana. Era alto, pero se paraba levemente encorvado y el pelo le caía en ondas hacia adelante hasta la cintura, en un color caramelo descuidado. Tenía los ojos verdes como el mismo bosque en el que vivía y las puntas de las orejas estaban apenas caídas, como si estuvieran tristes. Sobre su cabeza, en vez del típico sombrero de ala ancha y puntiagudo, había una boina color azul eléctrico que desentonaba con todo su ser.

Sin dejarse intimidar, el príncipe levantó el mentón con una sonrisa.

—Eryndor, el Elfo, imagino. Yo soy el príncipe Leander de Varsoria, un placer —se presentó con una leve inclinación a modo de saludo.

—No he hecho nada que requiera la presencia de su alteza. Pago mis impuestos, tengo permiso de vivienda del Rey, y no les debo nada. Déjenme en paz.

Leander sonrió con una de esas expresiones condescendientes que usaba cuando alguien parecía no entender quién era y qué quería. Se acercó a la ventana a lo que el elfo retrocedió la misma cantidad de pasos.

—Me han dicho que es el mejor hechicero del reino, Eryndor, y por eso necesito que me instruya.

El elfo negó con la cabeza con vehemencia.

—No instruyo a nadie. Búsquese a otro.

—Insisto.

El elfo arrugó la boca. Se giró para darle la espalda y las dos hojas de la ventana se cerraron con un golpe tras él. Los dos guardias se movieron con inquietud y esperaron las instrucciones de su príncipe, pero el muchacho resopló y soltó una risa seca.

Volvió a acercarse a la ventana, sin embargo, así que tocó el vidrio un chisporroteo le recorrió los dedos y lo hizo soltar una maldición. El elfo era obstinado. Si seguía insistiendo así, no iba a lograr nada.

—Está bien —dijo Leander en voz alta, dando media vuelta y volviendo sobre sus pasos hasta la entrada—. El resultado de la guerra podría depender de mí y mis habilidades, ¡pero no te preocupes! Iré con alguno de los magos que tenemos en la ciudad. ¿Quién necesita magia poderosa cuando puedo hacer desaparecer monedas detrás de las orejas de mis enemigos?

Hizo ademanes con las manos como si le restara importancia al asunto. Sus guardias tomaron posición delante de él, dispuestos a irse del bosque antes que los atrapara la noche. Llegar había sido toda una odisea ya que no tenían la ubicación exacta de la cabaña de Eryndor, volver iba a ser más rápido, pero muy peligroso en la oscuridad.

—O si perdemos, cosa que puede ocurrir, nuestro enemigo, el rey Draven, reclamará estas tierras como suyas y expulsará a todos los que viven aquí.

Sus botas pisaron la hierba que precedía al bosque e hizo una breve pausa por si su discurso había tenido efecto, sin embargo la cabaña seguía impávida y sombría. Leander dejó caer los hombros y suspiró. De verdad necesitaba al elfo pero no quería dar el brazo a torcer, no cuando sobre sus hombros pesaba su reino y no se sentía del todo preparado para tal responsabilidad.  

El chirrido de una puerta abriéndose despacio hizo que Leander diera media vuelta esperanzado. El Elfo estaba parado bajo el dintel con su postura encorvada y la mirada hacia el suelo, con el ceño fruncido como si estuviera en completo desacuerdo con lo que estaba haciendo.

—No instruyo —repitió, con la voz susurrante, casi inaudible.

Leander hizo una mueca, ya presintiendo otro ataque mágico por parte del elfo para que no volviera a molestar. Eryndor acentuó el silencio, analizándolo con detenimiento hasta que bufó.

—Pero… puedes ver como trabajo.

Leander soltó un “¡sí!” cerrando la mano en un puño y agitándolo. El elfo lo miró aún más ceñudo, como si aquella expresión de felicidad le molestara. El príncipe se acercó trotando, con el par de guardias detrás, a lo que el elfo lo detuvo alzando la mano.

—Solo usted, príncipe.

Él aceptó con un gesto de la cabeza y les indicó a sus guardias que esperaran en el límite del bosque. Ellos obedecieron con desconfianza, atentos a cualquier cosa que le pudiera pasar. Eryndor era conocido por su poder y gran dominio de la magia, no por su amabilidad.

El príncipe se detuvo un momento antes de entrar detrás del elfo, contemplando el interior de la cabaña. Parecía que estaba ingresando a otro mundo. La luz allí era cálida y suave, como el amanecer que despuntaba despacio detrás del bosque que rodeaba su reino. Había plantas secas colgadas de las vigas del techo, una chimenea con un fuego ardiente y poderoso que calentaba un caldero de hierro oscuro y limpio. En su interior había una poción morada que burbujeaba apenas, desprendiendo un aroma a lavanda.

Sobre una mesa grande, varios libros, pergaminos, plumas y tinta se acomodaban en la mitad de esta, mientras que del otro lado había frascos e ingredientes que él no conocía, como flores, piedras u brotes.

Un ratón pequeño y marrón correteó por el suelo y Leander soltó un chillido impropio de un príncipe. Levantó el pie para evitar el contacto, pero su pierna siguió subiendo hasta voltearlo. Por segunda vez, su espalda chocó contra el suelo y se quedó sin aire.

—Sin tocar y sin molestar a nadie —gruñó Eryndor apenas girándose hacia él.

Extendió una mano y el ratoncito se trepó hasta acurrucarse en su palma. El elfo le acarició la cabecita con un dedo, con su expresión cambiando por primera vez a una cálida y amable. Lo acomodó sobre el sofá donde había una hogaza de pan y el animalito se quedó comiendo con tranquilidad.

—¿Tu mascota es una rata? —preguntó Leander, más por curiosidad que por repulsión.

—No es una mascota —rebatió el elfo casi en un susurro—. Los animales, la naturaleza, están aquí desde antes que nosotros. Convivimos en armonía, como debe ser.

Leander asintió despacio. El elfo lo ignoró por el momento y continuó con lo suyo. Movió la mano y una cuchara de madera empezó a revolver la poción con suavidad, como mecida por el mismo brebaje. Después se movió por la casa con la mirada en el techo, buscando alguna hierba u hojas, hasta que la encontró y la metió también en el caldero.

Ante el incómodo silencio, el príncipe se acercó a husmear la biblioteca que se encontraba junto al sofá donde dormitaba el ratoncillo. Estaba abarrotada de libros, hojas y pergaminos, la mayoría escrito en élfico, otros en idioma humano, y unos pocos en uno que no reconoció. Tomó el primero que estaba a su alcance. Su interior estaba repleto de imágenes de seres que no conocía y anotaciones escritas a mano, con una caligrafía rígida y pequeña.

Volvió el libro a su lugar y miró alrededor. Eryndor trabajaba en silencio, se había sentado y estaba inclinado sobre la mesa haciendo otras anotaciones con la misma letra pequeña de los apuntes del libro. La poción se había vuelto azul y desprendía una mezcla de olores dulces y cítricos. La cabaña en sí olía muy bien, y el sonido del viento en los árboles que rodeaban el claro traía paz y tranquilidad.

Era, por completo, distinto al castillo. Allí era bullicio todo el día, con sirvientes y guardias de un lado a otro. Había olor a moho, a comida y cosas rancias que no quería saber. El tiempo que tenía solo, si podía decirlo así, era cuando dormía, con dos guardias postrados detrás de su puerta.

—¿Por qué debe estudiar magia, príncipe?

La voz de Eryndor lo sacó de su ensimismamiento, como un susurro suave que lo despertaba de una pesadilla. Se giró para toparse con sus ojos verdes escrutadores y el ceño fruncido. Ante aquella mirada tan intimidante, Leander sonrió y se acercó al escritorio, sentándose en el reposabrazos del sofá mientras miraba de reojo al ratón que seguía durmiendo.

—Se acerca una guerra, y debemos ganarla.

Eryndor chistó, pero no acotó nada. A Leander no le preocupaba tanto la guerra, tenían suficientes guerreros entrenados por si el rey de Marisia, Draven, decidiera ir a las armas. Pero él tenía la responsabilidad del trono en algún futuro, y los problemas del reino también eran suyos, quisiera o no.

—Y se esperaba que mi hermana pequeña Gwendolyn fuera bendecida con los dones de mi madre, quién era hechicera. Sin embargo…

El príncipe estiró la comisura del labio con una media sonrisa triste. Apoyó los codos sobre las rodillas y acercó las yemas de los dedos, dejando apenas unos centímetros entre ellos. Se oyó un chisporroteo y rayos azules empezaron a estallar en el espacio entre sus manos. Entonces, sus brazos comenzaron a temblar por el exceso de energía y temió que se escapara sin control, como había ocurrido aquella vez.

—¡Cuidado!

Leander sintió las manos suaves de dedos largos de Eryndor en sus muñecas. No supo en qué momento se movió hacia él, pero su tacto le tranquilizó de inmediato. El elfo no tenía tapujos al tratarlo como cualquier ser humano, no como los demás, quienes solo veían su título de príncipe.

El temblor en sus brazos cesó, pero no las chispas ni su corazón desbocado.

—Está concentrando todo en los dedos, debe dejarlo fluir más o estallará —añadió el Eryndor, y Leander sintió un cosquilleo desde los codos hasta el pecho. Sus dedos dejaron de chisporrotear.

Entonces alzó la mirada hacia él, consciente de la cercanía. Tenía una expresión seria, con los ojos verdes fijos en él como reprendiéndolo. Por un instante se preguntó cuántos años tendría, ya que él podría tener tanto treinta como ochocientos. Entonces, el elfo lo soltó de golpe y Leander se avergonzó de su mísero intento de magia.

—¿Por qué electricidad, príncipe? Es el elemento más difícil para un principiante.

Leander bajó la cabeza. El grito y el llanto de su hermana Gwendolin fue lo primero que se le vino a la mente con esa pregunta, cuando una vez las chispas lo rodearon sin control. No era que quisiera dominar la electricidad a voluntad, era lo único que podía hacer, más de forma inconsciente que queriendo. Pensó entonces que ser el único de su familia con magia era más una carga que un don, incluso cuando su madre había sido de las mejores hechiceras en los últimos doscientos años. 

—No sé hacer otra cosa.

El elfo volvió a mirarlo con intensidad, como si leyera su alma. Chasqueó la lengua después de un par de segundos y se levantó sacudiendo la cabeza.

—No aprenderá nada si no lo quiere de verdad —sentenció, volviendo a su escritorio y metiéndose en sus apuntes.

Leander se quedó sentado, observándolo mientras Eryndor lo ignoraba. En ese momento, sintió todo el peso que cargaba sobre sus hombros: el de cumplir con las expectativas de ser el príncipe primogénito, el de cargar con la magia heredada de su madre, de luchar y proteger su reino del reclamo del reino al otro lado del río, y el de aparentar que nada de eso le afectaba.
No dijo nada durante varios minutos hasta que se levantó, rendido.

—Lamento las molestias.

Se dirigió hacia la puerta y la abrió de sopetón, dispuesto a irse y llevarse consigo la vergüenza que lo embriagaba.

El silencio tanto del exterior como de dentro de la cabaña parecía querer hundirlo cada vez más.

Lo detuvo entonces la voz queda del elfo, casi inaudible:

—Mañana al amanecer, príncipe. Sin falta.

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