Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 9

Corrí por una densa capa de polvo gris mientras a mi alrededor tomaban forma figuras humanoides de un par de metros de alto que tenían brazos alargados, garras afiladas, cabezas en las que los rostros no eran más que inmensas fauces repletas de colmillos puntiagudos y pieles resecas, agrietadas, de tonos marrones oscuros; esas cosas carecían de ropa y proferían ruidos entrecortados de gárgaras roncas.

—Fantástico, han soltado a los perros de caza —mascullé, entre jadeos.

Desenfundé la pistola, apunté a la cabeza del primero que corrió hacia mí, disparé y la bala, cubierta de polvo rojo, le reventó varios colmillos, le atravesó el cráneo y lo lanzó a peso muerto contra la superficie oculta por la densa capa de partículas grises.

—Uno menos. —Miré de reojo a las cosas—. Solo quedan unos veinte.

Aceleré el paso al mismo tiempo que las figuras humanoides dejaron de correr de pie, se tiraron al suelo y trotaron con las piernas y los brazos mientras echaban las cabezas de un lado a otro con movimientos bruscos y la saliva, amarilla y corrosiva, les goteaba por los colmillos.

—No me asustáis. —Sin detenerme, disparé y le reventé el cráneo a una de esas cosas—. Me he enfrentado a bichos peores. —Un débil resplandor verduzco titiló a unos cien metros, destrocé con un balazo la cabeza de otra figura humanoide y corrí hacia el tenue centelleo—. Saldré de este oscuro mundo onírico, destriparé a la corte negra y le arrancaré el corazón al enfermo del antifaz.

Al acércame al resplandor verduzco, la capa de polvo perdió densidad y vi una casa en muy mal estado; los muros, llenos de grietas, daban la impresión de que no tardarían en colapsar, la pintura verdinegra descascarillada revelaba el largo pasar del tiempo y las tejas azabache, desprendidas y resquebrajadas, terminaban de dotar a la casa de un aura desoladora.

—No tienen muy buen gusto a la hora de construir en este reino de pesadillas —dije, tras adentrarme en el claro donde se encontraba la casa, ojear las ventanas tapiadas y comprobar que las cosas raras que me perseguían se paraban en los límites de la capa de polvo—. Buenos chicos, si encuentro un hueso o una pelota, os lo tiraré para que entablemos una sana relación y así no tratéis de comerme y yo no tenga que mataros —les hablé a las figuras humanoides mientras se ponían de pie y proferían chirridos cortos y roncos y dirigí la mirada hacia la casa—. Vamos a ver qué hay adentro.

Enfundé el revolver, ignoré a las cosas raras, caminé pisando el terreno reseco hacia la puerta doble de madera maciza de la casa, bastante carcomida y con el barniz muy deteriorado, alcé un poco la vista y observé la nubosidad amarilla que cubría el firmamento.

—Sin duda un curioso sitio para vivir. —Me detuve en la entrada, cogí la aldaba de hierro con forma de sonriente cara demoniaca y toqué un par de veces a la puerta—. Mejor ser educado, que las formas hay que guardarlas incluso en el mismo Infierno. —Esperé unos veinte segundos y llamé de nuevo—. Qué lástima, va a resultar que no vive nadie en la siniestra casa que está en medio del reino de pesadillas. Un auténtico desperdicio.

Las figuras humanoides intensificaron los chirridos y, mientras giraba la cabeza para mirarlas, la puerta, tras producir un fuerte crujido, se abrió y una fina capa de humo verduzco surgió del interior de la casa.

—A saber, quién se ha entretenido quemando madera embadurnada con sustancias tóxicas en la chimenea obstruida de la casa espectral. —Tosí, me cubrí la boca con la manga y me adentré—. Y encima tienen las ventanas tapiadas. Tendrían que ser más serios con las licencias de construcción y de compra en el mundo onírico.

La fina capa de humo verduzco se diluyó y se apreció mejor el vestíbulo; en las paredes de ladrillo viejo, ennegrecidas por un antiguo fuego, había muchas fotografías y cuadros de un risueño niño acompañado por un hombre de barba y pelo canoso.

—¿Quiénes sois? —pronuncié un pensamiento en voz alta mientras me acercaba a un gran óleo muy realista; daba la impresión de que el niño y el hombre saldrían del cuadro para recibirme en su hogar—. Esta casa es mucho más de lo que aparenta. —Un cosquilleo me recorrió las yemas al acercarlas al retrato—. Sus misterios encierran respuestas.

Unas pisadas y unas risas se escucharon detrás de mí; me di la vuelta y fui hacia la amplia sala de estar. Nada más pisar las baldosas de barro cocido de la estancia, cubiertas por una capa de moho seco, el humo verduzco apareció otra vez y ocultó casi todo.

—¿Quién eres y qué haces aquí? —dije en voz baja con la mirada fija en un niño que, sentado en una silla, coloreaba un papel en una mesa—. ¿Por qué me resultas tan familiar?

Me acerqué despacio por el otro lado de la mesa mientras observaba el pelo rubio, sucio, con muchas puntas pegadas, y la ropa agujereada repleta de manchas.

—Ellos cantan —susurró el niño a la vez que rayaba el papel con un lápiz de cera—. Cantan cada noche. —No me prestó atención; para él era como si no estuviera—. Siempre cantan.

El humo verduzco cubrió parte de la mesa, se condensó y formó un antiguo florero redondo de latón picado; los tallos de las rosas negras, llenos de polvo, y los pétalos, secos y arrugados, desprendían un hedor nauseabundo, como el de una fosa común sin cubrir sometida durante un par de meses a los intensos rayos del sol de un tórrido verano.

—Cantan, cantan y cantan —repitió el niño al mismo tiempo que apretaba con fuerza el lápiz de cera contra la mesa y rompía la punta—. No dejan de cantar.

El humo verduzco, que cubría casi por completo la sala de estar, se retiró un poco y quedó a la vista un sillón de madera tapizado con tela verde, de amplio respaldo y patas de hierro arqueadas. Sentado, tomó forma muy despacio el hombre de barba y pelo canoso que vi en las fotografías y los cuadros; no llevaba zapatos, solo unos calcetines agujereados, vestía con un pantalón muy sucio y con una prenda de manga larga que apenas era poco más que un endeble conjunto de retazos de tela.

—Tienes que hacerlo bien. —Se levantó, se quitó el cinturón, se acercó al niño y golpeó la mesa—. Nos están esperando.

El pequeño lo miró con una ferviente mezcla de devoción y entusiasmo.

—Cantarán —respondió el niño, cogió otro lápiz de cera y volvió a colorear el papel—. Cantarán más.

Apenas pude contener el impulso de agarrar al hombre y romperle la cara, pero sabía que, a diferencia de los almacenados en la gigantesca librería, no tenía un vínculo con ese recuerdo y me era imposible intervenir; hacía mucho que el destino del crío fue sellado y, como si estuviera en la butaca de un macabro cine, tan solo podía contemplarlo.

—¿Dónde estaba esta casa? —murmuré un pensamiento mientras me giraba para tratar de apreciar algo más allá del humo verde—. ¿Por qué siento que es tan importante? —El niño levantó un poco la cabeza para ojear el florero y miré sus ojos grises—. ¿Es posible...?

Di un paso para acercarme, pero el pequeño, la mesa, el hombre y el sofá se convirtieron en montones de ceniza que una ráfaga de viento dispersó con rapidez.

Escuché un golpeteo detrás de mí y me giré; el niño lanzaba las palmas empapadas en pintura contra los tablones de una pared y el hombre, de pie junto a él, asentía.

—Sigue así —animó al pequeño—. Ya queda poco.

El niño aceleró los golpeteos, se acercó a una ventana y estampó las marcas de sus manos en el cristal.

—Nunca dejarán de cantar —repitió el pequeño un par de veces.

Aún no tenía la certeza, pero me temía lo peor. En el instante en el que miré la cara del niño, cuando levantó la cabeza para ojear el florero, presentí la realidad oculta detrás de la casa y sus habitantes.

—Da igual lo que te convierta... —dije para mí mismo mientras el niño, el hombre y la pared se convertían en ceniza.

Inspiré despacio, con fuerza, me adentré en mis propios recuerdos, bajé la cabeza y vi el rastro de pequeñas pisadas rojas en las baldosas de barro cocido. Sin separarme de mis cargas, sin apartarlas y arrojarlas a las oscuras profundidades de mi ser, caminé siguiendo las huellas y un pasillo de paredes verdes desconchadas fue tomando forma.

—Todos tenemos bestias rugiendo en nuestro interior, de nosotros depende dejarlas sueltas, pero, por más que las liberemos, son nuestras y tenemos las riendas. —Las marcas de las palmas del niño recorrían las paredes—. Ir más allá, desatar a los monstruos contra gente que no lo merece y vender el discurso de que fue algo que te superó, es la peor de las mentiras.

Di unos pasos en una habitación muy oscura que tenía las ventanas tapiadas y en la que dos finas velas, adheridas al suelo por cera derretida, apenas iluminaban los contornos del niño que estaba arrodillado y murmuraba palabras sin sentido.

—Aquí estamos —le hablé—. Da igual cómo hemos llegado, lo que importa es lo que hemos hecho en el camino y los pecados que hemos cometido.

El niño se puso de pie y su espalda quedó más visible por la débil luz de las velas.

—Somos culpables —contestó el pequeño mientras se daba la vuelta y me miraba—. Y somos lo suficiente honestos para no engañarnos.

Asentí.

—No se puede construir un mundo con mentiras. —Lo miré a los ojos grises—. Tarde o temprano se derrumban y crean un alud que aplasta todo a su paso. —Guardé silencio un segundo—. No nos podemos mentir. Es un privilegio que no tenemos.

El niño sonrió, la habitación se iluminó con decenas de altos candelabros de bronce con soportes para una vela y las paredes se cubrieron con fotografías borrosas en las que apenas se distinguían contornos difusos de caras.

—Y eso nos lleva al final del viaje —respondió—. A aceptar que nuestras decisiones tienen consecuencias, que no somos esclavos del mundo, que el mundo es nuestro y que nuestros pasos lo trasforman. —Sacó un lápiz de cera del bolsillo medio roto del pantalón, lo sujeto con las dos manos y lo partió—. Hemos venido para desatar nuestra naturaleza.

Desenfundé la pistola mientras el niño tiraba el lápiz de cera y este caía encima de una pisada roja.

—Yo he venido a frenar la tuya y obtener respuestas —sentencié—. ¿Qué es el círculo?

La sonrisa en el rostro del niño se profundizó.

—Has estado en las puertas, lo has sentido, y todavía te preguntas qué es el círculo. —La habitación se trasformó en ceniza y humo y el niño poco a poco adquirió su aspecto adulto—. El círculo es un concepto, una esencia, es una llave y la cerradura que debe ser abierta.

Los corazones de las víctimas de los brutales asesinatos aparecieron apilados en dos montones cerca de nosotros.

—Da igual lo que te llevara a ser un monstruo —le dije, levanté el revolver y le apunté—. Lo único que importa es que te has trasformado en uno.

El enfermo del antifaz, la versión adulta del niño de los recuerdos que impregnaban la casa espectral, me miró sin revelar emoción alguna en su rostro.

—Todos cambiamos. —Los corazones, arrancados a las víctimas en vida, latieron—. Nunca fui inocente, mi alma siempre estuvo condenada, pero cambié para hacerme más fuerte y tomar el control de mi destino. —Detrás de él, apareció una mesa con el cadáver ensangrentado del hombre de barba y pelo canoso—. Destruí ilusiones y construí mi hogar.

Unas nubes de fuego amarillo prendieron con fuerza unos treinta metros por encima de nosotros.

—Mataste a Mirhashe. —Tuve que esforzarme para contenerme y no destrozarlo; necesitaba respuestas, muchas respuestas, y eso me frenó—. Cavaste tu tumba al hacerlo. —Su indiferencia me produjo mucha rabia, pero debía seguir e interrogarlo—. ¿Cómo acabo con la inmortalidad de esos desechos de la corte negra y cómo vuelvo a mandar al Infierno a los enfermos que han revivido?

Ese maldito se mantuvo impasible.

—Cerrando el círculo y abriendo la puerta —contestó—. Eso te dará lo que buscas. Te dará el poder de la vida y la muerte.

Ya me estaba hartando, era hora de arrancarle las respuestas.

—Has tenido tu oportunidad de hablar. —Le apunté a la rodilla—. Ha llegado el momento de que respondas a base de dolor.

Apreté el gatillo, pero el revolver no disparó; ese cerdo tenía un gran control del reino de las pesadillas. Enfundé el arma, me lancé a por él y se desvaneció convertido en humo verde.

—Nhargot, no eres rival ni en tu mundo ni en las pesadillas. —Su voz se oyó a una decena de metros—. Cuanto antes aceptes que sirves a un propósito mucho mayor que tú, antes disfrutarás de lo que se te ofrece.

Una gran piedra amarilla, con el aspecto de un corazón deforme, se materializó en la distancia y vibró mientras millares de diminutas rocas, que supuraban sangre, se alzaron y giraron despacio a su alrededor.

—El círculo —dije para mí mismo—. Lo que sea que está tras la puerta me dijo que haría que yo fuera quien destruyera mi mundo. —Miré los dos montones de corazones palpitantes—. Y este enfermo me dice que obtendré lo que deseo cerrando el círculo y abriendo la puerta. —Lo vi tomar forma a unos metros de mí—. No puedes completar lo que has empezado. Me necesitas.

El enfermo del antifaz permaneció en silencio unos segundos.

—Cogedlo —ordenó y decenas de sombras compuestas de polvo negro adquirieron el aspecto de figuras casi humanas—. Desatad sus pesadillas.

Giré rápido la cabeza de izquierda a derecha y comprobé que me habían rodeado.

—Me necesitáis —dije—. Tú y lo que está encerrado tras la puerta me necesitáis. —El enfermo del antifaz me miró inexpresivo—. Eso cambia todo. —Eché la cabeza un poco hacia atrás—. Las reglas del juego las pongo yo. —Sentí un cosquilleo en las manos, cerré los puños y corrí—. ¡Ven a buscarme! —Los nudillos se me recubrieron de polvo rojo, di unos puñetazos a unas sombras casi humanas y se descompusieron convertidas en ceniza—. ¡Te espero en la ciudad! ¡Lucharemos en mi terreno!

Corrí, extendí el brazo, recordé cuando salvé al vecino anciano de Mirhashe, reviví la sensación que tuve al traspasar el inmenso cristal blanco con la mano y notar el aire caliente de la habitación del hospital.

Me concentré en ese recuerdo; un intenso cosquilleo me recorrió los dedos y un inmenso cristal blanco compuesto por infinidad de capas de muchos tamaños se creó a unos metros de mí.

—Inútiles —dijo el enfermo del antifaz, después de materializarse en medio de mi camino e impedirme cruzar a mi mundo—. Es inútil, Nhargot. El círculo se cerrará y las puertas se abrirán.

La ciudad y sus lúgubres edificios se encontraban a tan solo unos pasos.

—Me encantaría quedarme y devolverte todo el dolor que has causado —le dije—. Nada me haría más feliz que destruirte poco a poco en tu propio hogar. Eso sería glorioso y magnífico, pero aún no domino mucho el polvo rojo que la antigua anciana imaginaria me sopló en la cara. Es como una copa de wiski que desaparece cuando le quieres dar un trago. —Desenfundé el revolver y el arma se cubrió con tenues destellos rojizos—. Por eso vamos a jugar en mi terreno y acabar ahí la partida. —Apreté el gatillo—. Prepárate para tu final.

Aunque no lo mostró, el enfermo del antifaz se sorprendió de que fuera capaz de disparar un proyectil imbuido por el polvo rojo. Me miró con odio, se convirtió en una niebla de humo verde y se desvaneció antes de que la bala le atravesara la cabeza.

Enfundé el revolver y corrí hacia el inmenso cristal blanco. Me habría encantado destrozarlo poco a poco en su hogar, hacerlo sufrir mientras los muros de su realidad se venían abajo y lo aplastaban, pero apenas controlaba la maldición o bendición que, hasta el punto de casi ahogarme y hacerme perder la consciencia, la antigua anciana imaginaria me sopló en la cara la extraña noche que nos conocimos.

—Pronto nos volveremos a ver —aseguré, con mis pensamientos centrados en el enfermo del antifaz.

Atravesé el cristal y pisé el asfalto agrietado. Tenía que dar bien mis pasos y no cometer ni un solo error. Debía ir sobre seguro y por eso lucharíamos en mi mundo. Se avecinaba el combate final por el futuro, por los inocentes, y no permitiría que se propagara la enfermedad que representaba el cerdo del antifaz y lo que había tras las puertas. Escribiría el final de la historia que empezó mucho antes de la noche del primer crimen con la sangre de los monstruos.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro