
Capítulo 5
El traqueteo me incitó a despertarme con mayor rapidez; abrí los ojos y, tumbado en la plancha de metal del suelo de la parte posterior de un vehículo de transporte de presos, la visión de seis cadáveres, sentados en los asientos laterales con sacos de tela ocultando las cabezas y los torsos con profundas heridas, fue la que terminó de sacarme del mundo de los sueños para devolverme a la cruda realidad.
—Es cosa de él... —Me incorporé con la mirada fija en los sangrientos agujeros en las cajas torácicas—. Se lleva los corazones como trofeos...
Los baches forzaron la amortiguación y los cadáveres se movieron como muñecos rotos en repisas medio descolgadas en pleno un seísmo. Me levanté, me apoyé en una barra unida a la estructura y le quité el saco a un cadáver.
—Pestilente miserable —mascullé mientras el rostro desfigurado temblaba a causa de los baches—. Vas a pagar. Juro que lo harás. —Antes de soltar el saco, la imagen de las cuencas vacías provocó que apretara la tela—. Daré contigo, descubriré quién eres y teñiré con tu sangre la alfombra roja que te conducirá al Infierno.
El furgón aminoró la marcha y dirigí la mirada a la rendija, cubierta con cristal oscuro, que permitía al conductor y al acompañante vigilar a los presos en los traslados; un destello negro traspasó el vidrio opaco.
Caminé hacia la doble puerta trasera, disparé a la cerradura, la agujereé y di una patada justo cuando el furgón ya casi estaba parado. Esperé a que se detuviera del todo, bajé y me dirigí hacia la puerta del conductor con el revolver en alto.
—Vais a cantar más que los coros de niños en las congregaciones de los domingos. —Los faros delanteros del furgón se apagaron y decenas de tubos rectos fluorescentes titilaron en el techo del amplio garaje de muros grises—. ¡Salid con las manos en alto!
Apunté a la ventanilla del conductor, me separé un par de pasos y me costó creerme lo que vi; si no hubiera sido porque tenía la capacidad de descubrir cuándo me encontraba en una alucinación inducida, habría creído que un delirio asaltaba las puertas de mi mente para tratar de jugar con mi cordura, adueñarse de mis pensamientos y resquebrajarme como una camisa vieja tironeada por muchas manos ansiosas de quedarse con un recuerdo de tela raída.
—No puede ser... —susurré y bajé el arma—. No le ha dado tiempo de escapar...
Abrí la puerta y me mantuve inmóvil un par de segundos; en el asiento había un sobre marrón en el que estaba escrito con pintalabios rojos: "Para Nhargot".
Enfundé el revolver, cogí el sobre, lo abrí y saqué una hoja amarilla plegada.
—Siento que todavía no nos conozcamos en persona —empecé a leer—. Han sido meses muy ocupados, mucho trabajo, ya sabes. Quise presentarme antes, el día que te encontraste en un departamento de las afueras a una anciana a medio trabajar. Le arranqué el corazón, pero no le extraje la suficiente sangre; una lástima que llegaras demasiado pronto. —Detuve la lectura un instante al ver una lágrima roja dibujaba al final de la frase—. Me tentó matarte, estabas tan cerca, tan indefenso, sin saber que te vigilaba desde los espacios entre las paredes. Tu brillo, ese oscuro resplandor interno que desprendes, me convenció de que te perdonara por haberme interrumpido. Sentí que, aunque engañado y reprimido, eras uno de nosotros. —Entre párrafo y párrafo el dibujo de una soga serpenteaba la hoja amarilla—. ¿Por qué contienes tu naturaleza? Asesinar y torturar a los que somos libres no llena el vacío que te impide disfrutar de una gloriosa vida.
»Te niegas a escuchar las voces que resuenan más allá de las profundidades de tu ser, las que claman que les mandes a los que están dormidos, a los que son esclavos y nunca han tenido libertad porque malviven en un engaño. —Antes de girar la página para seguir leyendo, miré el esbozo de una cama con la palabra "sangre" escrita debajo—. Nhargot, tienes la oportunidad de unirte a los redentores, a los que no están limitados por las reglas ficticias de una sociedad inexistente reflejo de los traumas de los que viven entre sueños cercenados y deseos sin cumplir. Este mundo está maldito, lo está desde que nuestros ancestros lo pisaron. No puede ser salvado, será destruido y convertido en ceniza, pero sus habitantes tienen la oportunidad de despertar.
Inspiré despacio, guardé la carta, bajé un poco la cabeza y me quedé pensativo al lado del furgón. Recordaba bien el día que casi atrapé a ese sucio desecho, cuando me encontré un viejo corazón palpitante junto a un cuerpo decrepito atado a la cama. Ese día me maldije por haber sido tan lento, por haber seguido una pista falsa más de seis horas y no prestar atención a las señales que indicaban por dónde ir.
Engañó a la sección ciento uno con decenas de cartas a grupos de agentes, pero la que recibí yo era un mosaico de juegos de palabras que encerraba indicaciones para encontrar escrito en un muro en las alcantarillas el paradero del lugar del asesinato.
Jugó conmigo, quizá para tantearme, y lo peor es que cuando llegué al departamento no supe que había construido pasadizos entre los muros. No supe que estaba ahí, escondido, y que pude haberlo cazado, arrastrándolo al maletero para llevarlo a una solitaria cabaña en el bosque. Pequé de inútil por partida doble.
El tintineo de una campana me sacó de mi abstracción; me giré, una persiana metálica sellaba la entrada al garaje, los fluorescentes titilaban y la pintura rojiza fresca de las columnas emitía tenues fulgores.
—Has preparado esto para un último baile —pronuncié un pensamiento en voz baja, me di la vuelta y unos letreros luminosos señalaron una puerta amarilla—. No te haré esperar más.
Me aparté del furgón, caminé despacio y me preparé para enfrentarme con el huidizo asesino que había puesto en jaque a la ciudad. Como en un tablero con tan solo peones indefensos, poco más que un rebaño listo para el sacrificio, el sucio despojo detrás de los atroces crímenes había jugado una magistral partida para hacer caer las piezas y sembrar el caos.
Me paré delante de la puerta amarilla y fui a coger el pomo, pero se abrió sola. Un largo pasillo gris, apenas iluminado por un par de bombillas de una débil luz naranja, quedó accesible.
—Los últimos pasos. —Anduve a paso lento, pisando las manchas de grasa del cemento pulido—. El fin de la caza.
La oscuridad del final del pasillo se esclareció lo suficiente para distinguir las baldosas de barro ocres de una gran sala. Metí la mano en el bolsillo y toqué la carta amarilla. Un presagio fugaz, como el último destello de una vela rodeada de tinieblas, detuvo mis pasos y fortaleció la creencia de que todo había cambiado, de que las palabras de la anciana imaginaria eran la clave para comprender el origen y encontrar la solución del rompecabezas.
—Tu futuro no es más que cenizas. Todo va a caer. Nada aguantará el derrumbe —repetí parte de lo que me dijo.
Mientras la sala más allá del pasillo se iluminaba con luces rojizas, un mal presentimiento, uno que auguraba un desenlace trágico, cobró fuerza. Los cauces en calma de los fosos que protegían los muros de los bastiones de mi seguridad amenazaban con desbordarse y quebrar los cimientos de mi mundo.
—Nhargot, te amo. —La voz de Mirhashe, como si la amplificara un magnetófono casi roto, se oyó distorsionada—. No debí hacer caso a Thonan, no debí creer que me engañabas, que cuando desaparecías era porque estabas con otras. —Inspiré, contuve las emociones y me adentré en la sala—. Lo siento tanto. Ojalá hubiera sabido la verdad, que el monstruo era mi hermano y que lo que tú hacías era cazar a monstruos peores que él.
Mientras una gruesa plancha de metal oxidada se desprendió del techo y cerró el acceso al pasillo, seguí andando y dirigí la vista hacia la oscuridad de donde provenía su voz.
—La culpa fue mía... —dije para mí mismo—. Tuve que contarte por qué estaba tanto tiempo ausente... Por qué desaparecía para pasarme semanas cercando a esos malnacidos que no merecían vivir ni un segundo más...
Aunque era su voz, aunque el mal presentimiento no vaticinaba nada bueno, me engañé al creer que tan solo sería una grabación para torturarme, para que bajara la guardia y que así fuera más fácil darme caza. Qué equivocado estaba y cómo se impuso la realidad para enfrentarme a mi peor pesadilla.
—No, no —mascullé y caminé rápido hacia un gigantesco cristal que quedó iluminado por potentes focos blancos—. Ella no.
Golpeé el vidrio que me separaba de Mirhashe, el que me mantenía alejado de ella y de la camilla en la que yacía privada de sentido. Apreté los dientes, maldije, me separé un par de metros, desenfundé el revolver y disparé todas las balas sin lograr más que crear una minúscula grieta.
—No malgastes munición ni energías —me habló alguien; su voz sonó por unos viejos altavoces—. A tu exmujer no le va a pasar nada. No si tú haces lo correcto.
Apreté los puños.
—¡Da la cara! —bramé—. ¡Sal y da la cara!
Un hombre, que se cubría parte del rostro con un antifaz rojo, vestido con un traje a medida azul, un chaleco amarillo, una corbata verde, unos guantes de cuero y un sombrero negro, se acercó a la camilla donde yacía Mirhashe.
—No te preocupes, no servirá para sellar el círculo —me dijo y puso una mano en la camilla—. Estate tranquilo, su corazón no alimentará mis deseos. Ella no es digna y no me interesa. —Me miró—. Solo me interesas tú.
Grité y golpeé el vidrio sin parar.
—¡Aléjate de ella! ¡Sal aquí y no te escondas detrás de un cristal blindado!
Antes de caminar hasta el vidrio y quedar delante de mí, esperó a que mi lluvia de golpes parara.
—No jugamos con tus reglas, Nhargot. —Me observó con sus ojos grises—. Aquí yo soy el que dicta las normas y te doy mi palabra de que, siempre y cuando des los pasos correctos, no le haré daño a tu exmujer.
No servía de nada seguir permitiendo que la ira me convirtiera en un perro rabioso. Debía estar centrado, tomar las riendas y controlar mis impulsos. No le era útil a Mirhashe convertido en una bestia enajenada.
—Escupe —le dije al despojo del antifaz—. ¿Qué quieres?
El asesino que había atemorizado a la ciudad se mostró complacido.
—Lo que hiciste en la mansión frenó mis planes —me contó—, estuve usando la casa de ese asesor durante meses. Ya casi lo tenía. Un poco más y habría cerrado el círculo.
Dirigí la mirada hacia Mirhashe y la volví a centrar en los ojos grises de ese desecho.
—Te fastidié el plan. —Saqué un cigarro, lo encendí y aspiré con fuerza el venenoso humo analgésico—. Creíste que nunca daría contigo.
Bajé la mano y él miró la incandescente punta del cigarrillo.
—Y no lo hiciste, no diste conmigo. Siempre ibas un paso por detrás, faltándote una pista para completar el rompecabezas. Mis planes se frenaron por lo que se despertó en ti, no porque te hubieras acercado.
No entendía qué quería decir, pero le seguí el juego; cada segundo que ganara era valioso.
—Ese asesor no era el asesino, eso está claro, y la paliza que le di no se la merecía por eso. —Di una calada—. Pero los corazones resecos sí eran cosa tuya. —Terminé de echar el humo que no escapó con las palabras—. Usaste su mansión y él te encubrió.
Permaneció en silencio varios segundos.
—En algo tienes razón, usé su mansión, pero no como crees. —Sacó una tarjeta roja de un bolsillo que, con finos trazos negros, tenía dibujada una antigua runa: tres rayas en paralelo, una equis que las cruzaba y un círculo que las bordeaba—. Lo hice como un reflejo, como un nexo.
Miré la runa.
—Las puertas de los custodios —dije y se sorprendió—. Durante mucho, fui obligado a leer sobre la aburrida historia de los antiguos. —Aparte de ganar tiempo, usaría cada segundo para intentar sacarle información—. No encontraba sentido a lo que hacías, el patrón y las víctimas variaban. Seguía tu rastro, caliente, pero de golpe desaparecías días, semanas o incluso meses. —Di una última calada, tiré el cigarro y lo pisé—. Es curioso, no cometiste ningún error. Sabías bien lo que hacías.
Guardó la tarjeta roja con la runa dibujada.
—¿Qué quieres saber? —me preguntó.
Miré a Mirhashe y lo volví a mirar.
—¿Quiénes te encubrieron desde los juzgados policiales?
Me observó como si tuviera delante a un hombre con los ojos vendados que camina tanteando las sombras de un laberinto infinito.
—No me encubrieron, me buscaron —respondió, se dio la vuelta y se acercó a una pared para presionar un gran pulsador rojo—. Es hora de que sigamos, de que cerremos el círculo.
Un fuerte pitido sonó detrás de mí, me giré y vi iluminarse en el otro extremo de la sala una camilla con una mujer amordazada y sujeta con correas; cerca, había varias mesas con herramientas de tortura.
—Maldito enfermo —pronuncié entre dientes.
Caminé rápido para liberar a la mujer, pero el despojo del antifaz me detuvo al reproducir parte de la grabación de .
—Nhargot, te amo. —Se oyó un par de veces.
Apreté los puños, me giré y temí que una fría y antigua hoja de guadaña cayera y segara la vida de la mujer que amaba.
—¿Qué quieres? —pronuncié la pregunta casi sin ser capaz de contener la rabia.
Ese desecho se acercó al cristal.
—Quiero que cierres el círculo. —Miró a Mirhashe y después me miró a los ojos—. Una vida por otra. Mátala, arráncale el corazón y tu exesposa será libre. —Giré la cabeza y vi el pavor en el rostro de la mujer—. No es tan difícil, Nhargot. Desata tu furia, tal como haces con los que son como nosotros, mánchate las manos de sangre y tendrás lo que quieres: tu liberación y la de la mujer que amas. Tendréis una larga vida juntos en un mundo donde nadie estará nunca más dormido.
Cerré los ojos, calmé la respiración, deseé que ese maldito cristal blindado no me impidiera partirle el cuello y me odié. Me odié con todas mis fuerzas por ser incapaz de acabar con la vida de una inocente.
—No —mascullé, desenfundé el revolver, liberé el tambor y lo cargué—. No va a morir ninguna de las dos. —Apunté al cristal a la altura de la cabeza de ese enfermo del antifaz—. Esto es entre tú y yo.
Se mantuvo inmóvil y en silencio unos veinte segundos mientras mi mano temblaba al sujetar el arma.
—¿Seguro? —habló, al fin—. ¿Esa es tu decisión? Piénsalo bien, piensa bien lo que te ofrezco. —Sacó la tarjeta de la runa dibujada y la acarició—. Te concedo un minuto para que recapacites.
Apreté los dientes al mismo tiempo que los ojos se humedecían por la rabia y la impotencia.
—¡Vamos! —grité, con la mirada fija en sus ojos grises—. ¡No seas cobarde! ¡Enfréntate a mí!
Miró a Mirhashe.
—Te doy una última oportunidad de que elijas la opción sensata. —Caminó hasta la camilla—. La vida de una mujer que no conoces, una secretaria frustrada por un divorcio, deprimida por la muerte de sus padres en un accidente y sin nadie que la eche de menos. O la vida de la mujer que amas, con la que te gustaría envejecer y ver los atardeceres cogidos de la mano sentados en el porche de una bonita casa de un barrio residencial. —Me miró—. Es una elección fácil, Nhargot.
Negué con la cabeza y apreté los dientes.
—No, no —repetí con impotencia.
Se separó de la camilla y caminó hacia una puerta de metal cobriza.
—Está bien —me dijo, antes de detenerse mientras la puerta se abría—.
Al menos lo he intentado. No quería que la perdieras convertida en ceniza. —Me miró de reojo—. Es una lástima desperdiciar lo que se esconde dentro de ti.
Golpeé el cristal y maldije al mismo tiempo que el enfermo del antifaz se perdía en las sombras y la puerta se cerraba.
—Maldito, lo vas a pagar caro. —Dirigí la mirada hacia la camilla—. Mirhashe, amor mío, te voy a sacar de ahí.
El pitido detrás de mí volvió a sonar.
—¡No hagas promesas en vano, cazador cazado! —vociferó el escuálido coleccionista de vértebras.
Me giré y, a la vez que una gruesa plancha de metal caía y separaba el espacio de la sala en dos, disparé para destrozar la cabeza de ese asqueroso perturbado.
—Tú también caerás —pronuncié entre dientes, después de que las balas rebotaran al impactar en la plancha y que la mujer y él quedaran al otro lado.
Me volteé para ver a Mirhashe, puse la mano en el cristal y un punzante dolor me desgarró como si un par de leones arañaran y mordieran mis entrañas.
—Amor mío... —susurré, contuve las emociones que estaban a punto de desbordarme y no me rendí—. Tengo que encontrar una forma...
Examiné el cristal con la mirada, busqué algún punto débil en las partes que se hundían en los muros, inspeccioné el cemento pulido y miré las paredes sin hallar nada. Debía haber un modo de sacarla de ahí y lo iba a encontrar costara lo que costara.
—Te sacaré, lo juro —le prometí y me prometí.
Caminé rápido hacia la gruesa plancha que cerró el acceso al pasillo, toqué uno de los bordes y sentí el tacto rugoso de la rebaba. Pesaba mucho, toneladas, pero no me iba a dar por vencido, apreté los dientes, grité y empujé con todas mis fuerzas.
—No, joder, no —solté, entre jadeos.
Me limpié el sudor de la frente, fui con rapidez hacia la gruesa plancha que separó la sala en dos y la recorrí mientras buscaba en vano alguna imperfección en la estructura.
Me detuve al llegar a la pared, me puse las manos en la cara y grité.
—No puede acabar así. —Me giré, corrí hacia el cristal y, aunque sabía que era inútil, chillé y disparé—. ¡Te voy a salvar!
Tiré el revolver, golpeé el vidrio y maldije mientras al otro lado del cristal un gas verdoso se filtraba por diminutos orificios.
—¡Para, déjala! —bramé.
Antes de que el asesino me hablara, un fuerte ruido de fondo sonó por los altavoces.
—Nhargot, tú has elegido que fuera así. Has decidido que su vida acabara. La otra mujer iba a morir igual, su destino estaba sellado, no hacía falta que también muriera tu exmujer, pero cada hombre traza su futuro y tú no eres una excepción. Vive el resto de tus días recordando el camino que has escogido recorrer.
Los altavoces estallaron y una llovizna de chispas cayó al cemento pulido de la sala. Golpeé el vidrio y grité mientras Mirhashe tosía y el verde cobraba mayor intensidad al otro lado del cristal. Caí de rodillas hundido, derrotado, pero el verdadero sufrimiento vino cuando Mirhashe, aterrada, abrió los ojos y me miró. Su rostro impregnado en dolor se grabó en mi alma como un hierro de marcar al rojo en las reses; fue una huella lacerante y eterna.
Antes de que pudiera despedirme y pedirle perdón, las proféticas palabras de la anciana imaginaria se cumplieron y mi futuro no fue más que ceniza. Un cable de cobre petardeó al otro lado del cristal, la electricidad lo recorrió, chispeó e incendió el gas.
Aunque fue muy rápido, lo viví a cámara lenta; las llamas rodearon a Mirhashe, su rostro enrojeció, ella gritó y el fuego la cubrió. No recordaba la última vez que lloré ni tampoco cuántas veces lo había hecho, pero, mientras las llamaradas consumían la vida y el cuerpo de la mujer que amaba, una lágrima escapó y me recorrió la mejilla.
—Amor mío —pronuncié con un hilo de voz, antes de que el calor provocara un estallido y me lanzara por los aires.
Ese día no solo perdí a Mirhashe, mi único y auténtico amor, también perdí el control sobre mi oscuridad. Daba igual qué cargos tuvieran, quiénes fueran, todos iban a pagar hasta que diera con el enfermo del antifaz y liberara a mis demonios para que devoraran sus pecados muy despacio. La ciudad se bañaría con la sangre de los culpables y las cloacas se teñirían de rojo con sus vísceras. No pararía hasta que se hiciera justicia, hasta que se completara mi venganza. Mi corazón ya solo latía por eso.
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