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Capítulo 2

Los carroñeros de la división roja escenificaron mi arresto y me dieron el trato de una celebridad criminal. Ni siquiera el capo de la familia nostareña fue recibido por centenares de flashes de fotógrafos ávidos de retratar la caída de una leyenda.

—¿Son ciertas las acusaciones? —me preguntó un reportero que burló el cordón policial—. ¿Eres culpable? ¿Te has entregado o te han detenido?

Lo miré de reojo mientras un par de buitres de la división roja me sujetaban los brazos y empujaban para que caminara más rápido. La mayoría de periodistas no me caían bien, tenían los bolsillos llenos con los sucios billetes del blanqueo de los altos delegados de los órganos de control de la ciudad, eran como perritos amaestrados que correteaban y saltaban por un mísero hueso roído.

Aunque aún había esperanza; varios periódicos, dirigidos por hombres rectos e incorruptibles que juraron no ceder y luchar para que la verdad no fuera ocultada, mantenían un pulso con la podredumbre que infectaba muchos cargos en la jerarquía de la ciudad. Y, por la gracia de la mano invisible que lanza los dados del destino, el reportero que burló el cordón policial trabajaba en uno de esos diarios.

—El edifico veinticuatro de la avenida Ghagmell —dije, tras pararme y echar los codos para atrás para frenar a los buitres de la división roja—. En ese y en varios de alrededor, la gente está perdiendo la consciencia. Informad antes de que lo tapen.

Un puñetazo a la altura del riñón me obligó a apretar los dientes, encorvarme y notar el penetrante frío de las esposas en las muñecas al mover las manos.

—¡Sacad de aquí a este niñato de la prensa! —bramó el pestilente insecto que me golpeó.

El reportero, antes de que un buitre de la división roja lo agarrara del brazo, asintió y se tocó el sombrero en señal de agradecimiento por la información.

—Nhargot, tus juegos han acabado —me dijo un suboficial de los asquerosos carroñeros, vestido con el uniforme negro de gala, medio calvo, con un fino bigote que masajeaba con enfermiza obsesión—. Ahí dentro te vamos a enseñar quién manda.

No quise contestar, era consciente de que no había mucho qué hacer, pero el punto final de mi historia lo pondría yo, no esos desechos pestilentes. Seguí caminando, pisé el bordillo de la acera humedecido por el vapor de la alcantarilla y di los últimos pasos para adentrarme en la guarida de una bestia que ansiaba devorar mi carne.

Nada más que pisé la jefatura roja, vi decenas de oscuras sonrisas revelar el gozo patológico de tener en sus manos al detective que les hizo sombra. Más que en un edificio policial, parecía estar en un zoológico lleno de hienas.

—Llevadlo a la sala de interrogatorio —ordenó el suboficial.

Cuatro carroñeros me condujeron a empujones hasta la planta inferior, me sentaron en una silla metálica anclada al cemento y amarraron las frías esposas que me retenían las manos a una mesa de un metal gris algo oxidado.

—Ahora empieza la fiesta, Nhargot —me dijo uno de esos buitres, antes de darme un puñetazo en la mandíbula.

Escupí un poco de saliva con sangre y centré la mirada en ese despojo humano.

—Si quieres que tengamos una buena fiesta —contesté—, quítame las esposas, diles a tus amiguitos que salgan y vemos quién encaja mejor los golpes, que la escoria como tú solo se envalentona cuando se enfrenta con alguien que no se puede defender. —Le di donde más le dolía: en el ego—. Además, seguro que quieres aprovechar para desquitarte porque más de una vez has tenido pesadillas conmigo y te has meado en la cama.

El carroñero explotó, perdió los nervios y sacó la porra.

—¡Te vas a tragar tus palabras! —vociferó y alzó el arma.

Ladeé la cabeza y le mostré la mejilla.

—Adelante, no te cortes —le dije—. Demuestra tu cobardía apalizando a un hombre indefenso.

Cuando iba a arrojar la porra contra mi cara, el suboficial entró en la sala de interrogatorio, lo agarró y lo tiró contra una pared de hormigón resquebrajado.

—¿Eres tonto? Todavía no, idiota. —Le apuntó con el dedo—. Tiene que firmar la confesión y un fiscal de los juzgados policiales tiene que dar fe de la condena.

Miré al asqueroso rostro del suboficial.

—No firmaré nada hasta que no sepa que habéis cumplido el trato —hablé despacio, remarcando cada sílaba—. Me he entregado con una sola condición y, si quieres colgarte la medalla de haber conseguido que el inquebrantable detective Nhargot se resquebrajara como un cubito de hielo aplastado por un martillo, tendrás que demostrarme que habéis hecho vuestra parte. —El carroñero que estuvo a punto de aporrearme la cara con la porra quiso ir hacia mí, pero el suboficial le golpeó en el estómago—. Cuando lo hagas, trae escrito lo que quieras, que lo firmaré.

Ese cerdo al mando de una manada de ovejas con caretas de lobo me miró con altivez.

—Acércale el teléfono —ordenó a un novato, a un chaval que seguro hasta no hacía mucho empapaba los pañales—. Tienes dos minutos, Nhargot.

El retoñó deseoso de ganarse los galones obedeció rápido, puso el teléfono en la mesa oxidada, descolgó, sostuvo la horquilla y, temeroso de que le arrancara la mano de un bocado, la acercó poco a poco hasta que escuché la oscilación en el tono de la llamada.

—Ya veo que no os vais a conformar con oír lo que diga —pronuncié despacio con la mirada fija en el suboficial—. Vais a grabarlo para tener un recuerdo de cuándo un policía de verdad pisó este asqueroso edificio plagado de ratas. —Ojeé de reojo al retoño empapa pañales y el chaval tragó saliva mientras su mano temblaba—. Tranquilízate, crío. No llevas lo suficiente aquí para que te odie tanto. —La oscilación en el tono cesó; la centralita desviaba la llamada para ser grabada—. ¿Empezamos ya?

El suboficial, molesto, con la cara como si la hubiera metido en una madriguera de topos y se la hubieran arrugado a base de hundir las garras en las mejillas, golpeó el cristal opaco de la sala de interrogatorios.

—¿Nhargot, eres tú? —Era la voz de Noaria, una rara avis en el cuerpo, una mujer que se había ganado a pulso estar en la élite de los grupos de investigaciones—. ¿Por qué te incriminan esos bastardos?

Bajé la mirada y me perdí un par de segundos en los recuerdos de los últimos días.

—No importa —respondí—. No tenemos mucho tiempo. ¿Cómo está ? ¿La están tratando?

—Sí —contestó rápido y guardó silencio unos instantes—. Están sellando las habitaciones. Después de ver que los médicos la atendían, quisieron que abandonara la planta, pero les dije que se metieran muy despacio sus consejos y recomendaciones por el agujero que prefirieran.

Pocas personas había en las que depositara mi confianza y, sin lugar a dudas, Noaria pertenecía a ese selecto grupo. Supongo que el que en el cuerpo nos consideraran dos bichos raros, junto con la camaradería que no hizo más que aumentar en los casos que colaboramos y las veces que nos cubrimos las espaldas, logró que nos consideramos amigos.

—No sé qué está pasando —le dije—. Esto es más grande de lo que parece. —Recordé la tarjeta con la dirección de la anciana imaginaria y lo que me dijo—. No va a parar, va a ir a peor, y tengo la corazonada de que lo que ha ocurrido en el edificio de Mirhashe está relacionado. No sé cómo, pero hay un vínculo entre los asesinatos y las personas que han perdido la consciencia y no despiertan. —El suboficial golpeó el cristal, se me acababa el tiempo—. Noaria, no la dejes sola.

La llamada se cortó y el retoño mancha pañales se llevó el teléfono. Centré la mirada en el cristal opaco y supe que tras él había mucho más que una panda de carroñeros; al igual que en la jerarquía de depredadores de la sábana, en la jefatura roja había venido uno muy por encima de las hienas.

Como un débil instrumento de compresión a punto de romperse, escuché el golpeteo desacompasado de las suelas de los elegantes zapatos, los aplausos y, antes de que entrara en la sala de interrogatorios, tuve la certeza de que venía el fiscal más detestable y corrupto.

—Nhargot, al fin estás donde tienes que estar —me dijo Abaseus, el mejor amigo de Thonan, mi excuñado, antes de apoyarse en la mesa oxidada—. Los reclusos de Dhorton van a disfrutar mucho jugando contigo. Vas a ser su juguete preferido.

Miré el tenue reflejo de sus finas gafas y dirigí la mirada hacia el cristal opaco de la sala de interrogatorios.

—¿Por qué no ha pasado? —pregunté y me imaginé la cara de terror de Thonan—. Lo has traído contigo y se ha quedado ahí. Nunca dejará de ser un sucio maltratado cobarde que sabe que, esté o no esté yo aquí, si toca un pelo de Meryaet acabará destripado en un callejón.

Abaseus lanzó una carpeta a la mesa.

—No estás en condiciones de amenazar a nadie, Nhargot —soltó, envalentonado—. Tenemos más que suficiente para que pases el resto de tu vida a la sombra.

Ojeé la carpeta y lo miré a los ojos marrones algo relucientes por el brillo anaranjado de la bombilla en los cristales de las gafas.

—Dejemos la cháchara, estoy harto de escuchar tu voz y la de los incompetentes de la división roja. Sois más molestos que los ladridos de los chihuahuas. —Se irritó, casi perdió la compostura, pero aguantó en su papel y forzó una falsa sonrisa—. Saca lo que quieras que firme, las mentiras que hayas escrito, y acabemos con esto. Al menos en Dhorton podré estirar los músculos aplastando los cráneos de la escoria que no ha sabido resguardarse en trajes elegantes como tú y como Thonan.

Abaseus abrió la carpeta y colocó una declaración delante de mí.

—Culpable de todos los cargos. —Sacó una pluma estilográfica de un estuche, me miró las manos y le hizo un gesto al suboficial—. Quíteselas.

El cerdo al mano de esa panda de buitres dudó.

—Señor, está detenido —contestó, confundido.

—¿Crees que soy tonto? —replicó Abaseus—. Quiero que lo firme sin estar esposado para que sea más consciente de la posición en la que se encuentra. Que no le quede duda de que este es su final y que su libertad es ilusoria.

Miré a ese carroñero que se creía superior por mandar a un grupo de ineptos y disfruté al verlo agachar las orejas.

—Ya lo has oído —le dije—. Obedece como el buen perrito que eres y quizá te ganes las caricias de tus amos.

El suboficial movió la mano y le indicó al que me quiso golpear con la porra que me quitara las esposas. Me toqué las muñecas cuando quedaron libres y noté el escozor de la piel enrojecida.

—No hagamos esperar más a los del furgón que me llevará a Dhorton —dije para mí mismo, cogí la pluma y posé el plumín en el espacio en blanco de la declaración.

Nada más que di el primer trazo de la firma, unos gritos resonaron en el pasillo; un montón de carroñeros corrían de un lado a otro, los ojos les supuraban sangre y los labios, ennegrecidos, estaban hinchados.

—¿Qué está pasando? —pronunció atemorizado Abaseus mientras retrocedía hacia la pared más alejada del pasillo.

El suboficial, acompañado por el retoño empapa pañales, fue a la entrada de la sala y señaló al que me quiso golpear con la porra.

—¡Espósalo! —ordenó, antes de salir al pasillo y correr hacia las escaleras.

El carroñero que se quedó con ganas de romperme la cara sonrió y se acercó con la porra en alto.

—Ahora el jefe no está para detenerme —pronunció con un deleite enfermizo.

Asentí.

—Cierto, no está —respondí, me eché a un lado cuando lanzó la porra y le di un codazo en la nuca—. No está él, está alguien peor. —Le quité la porra mientras se echaba hacia delante y le golpeé en las rodillas hasta que lo tiré—. Estoy yo.

Lancé la suela a la cabeza del carroñero varias veces y lo dejé inconsciente. Le devolví con creces el puñetazo en la mandíbula.

—No, no, no —repitió Abaseus, cubriéndose la cara, al ver que iba hacia él.

Golpeé la pared con la porra, cerca de su cabeza.

—Quiero que me digas lo que sabes. —Le cogí la cara y se la apreté—. En la mansión a los carroñeros se les fue la lengua y dijeron que en los juzgados policiales sabían quién era el asesino. —Me miró aterrado—. ¡Habla!

Golpeé de nuevo la pared, le puse la punta de la porra en la barbilla y le levanté la cabeza.

—Hay, hay —tartamudeó.

Se me estaba agotando la paciencia y el tiempo; los gritos en el pasillo eran más intensos. No podía quedarme, tenía que aprovechar el caos para irme y continuar la caza.

—Si quieres tener una oportunidad de salir de aquí —le dije—, dime lo que sabes, y quizá me apiade de ti y te saque de esta ratonera.

Abaseus, nervioso, asintió varias veces.

—Lo buscaron —pronunció en voz baja—. Ellos lo buscaron.

Al fin un hilo del que tirar para desenmarañar la macabra madeja enredada con sangre, mil cadáveres y mucho dolor.

—¿Quiénes? —Lo agarré de la solapa—. ¿Quiénes buscaron a quién?

Tragó saliva.

—Querían probar... —Parpadeó y se tocó la sien—. Querían probar que... —Apretó los dientes y gimió—. Todo era parte de...

Se echó a un lado, se apoyó en una pared y gritó; sus ojos supuraron sangre y sus labios se ennegrecieron y se hincharon. La mano del malnacido resbaló por el hormigón resquebrajado y su cuerpo cayó al suelo. La mente de ese pestilente fiscal se consumió como las ilusiones de un ahorcado por la presión de la soga.

Maldije, apreté el mango de la porra y descargué la rabia golpeando la mesa oxidada. En el instante en que parecía que el destino me dio una buena mano, mis cartas desparecieron y perdí la partida de nuevo. Las respuestas escaparon cuando ya las estaba acariciando.

—¡Mierda! —bramé y tiré la porra.

Inspiré con fuerza, ordené mis pensamientos y pensé en qué pasos dar. Los gritos que provenían de la planta superior aumentaron y también los golpes en los escritorios. Fuera lo que fuera lo que arrasaba la jefatura roja se intensificaba mientras jugueteaba al dantesco juego de drenar la cordura de los carroñeros; era como si los enterrados en un sótano burlaran la barrera entre la vida y la muerte para atar a sus verdugos en las camas y torturarlos despacio con sus propios pecados.

—Tengo que seguir... —mascullé.

Decidido a abandonar la jefatura roja y rebuscar en la ciudad una pista que me permitiera resolver el puzle, me resigné y caminé hacia la entrada, pero me detuve al ver que la declaración que casi firmé se cubrió de tonos rojos y una gran frase escrita con sangre se superpuso en la tinta negra.

—Las barreras se están rompiendo y las pesadillas cobran vida —leí y dirigí la mirada hacia el pasillo que se oscureció con una densa niebla roja. Miré a Abaseus que se retorcía de dolor en el suelo, vi de reojo destellos carmesíes y observé las palabras que aparecían en las paredes—. Camina entre mundos...

Inspiré con fuerza, saqué un cigarrillo, lo mordí y lo encendí. Al igual que un edificio con los cimientos podridos, la ciudad se desmoronaba y sepultaba la esperanza de inocentes y culpables. Los crímenes estaban relacionados con las personas que perdieron la consciencia y con la agonía que consumía a los carroñeros. Lo sabía. Lo intuía. La anciana imaginaria me señaló un camino la noche anterior y era hora de tomarlo.

—¿Qué pierdo por obedecer unas siniestras palabras en las paredes? —Di una calada y eché el humo despacio mientras me dirigía hacia la densa niebla roja—. Nada, no pierdo nada.

Crucé el umbral, distinguí entre tonos rojizos los cuerpos de los carroñeros tirados en el suelo y escuché los susurros que cuchichean palabras profanas provenientes de las pesadillas. Me adentré en las sombras con la intención de seguir mi caza y de hacer pagar a los culpables de las muertes.

—Nhargot —tararearon mi nombre unas voces roncas, malditas, mientras en la distancia se oían risas espectrales.

Di una profunda calada y caminé en dirección al origen de las voces. La niebla, azotada por una brisa, fue esclareciéndose poco a poco. El pasillo de la planta inferior de la jefatura roja se convirtió en un largo corredor pintarrajeado con sangre coagulada.

—El paraíso de un demente. —Tiré el cigarrillo a la alfombra de pelos humanos y lo pisé—. Sigamos, que esto se va a poner entretenido.

Aceleré el paso, el aire gélido me heló las mejillas y unos niños, ataviados con pijamas con caras demoniacas estampadas, con los rostros goteando pintura negra y las manos sosteniendo puñales teñidos de rojo, corrieron por el techo mientras el pasillo se engrandecía.

—Va a ir a por ti —me dijeron los críos raros, antes de que unas manos surgieran de la pared y los arrastraran al interior del muro.

Seguí caminando hacia el centro de la inmensa sala en la que se estaba convirtiendo el pasillo.

—Que venga, así me ahorrará el trabajo de ir a por él —pronuncié en voz baja y centré la mirada en cuatro grandes columnas similares a las de la antigua Grecia, pero sucias, enmohecidas con hongos negros y con gruesas lombrices amontonadas en las bases—. Lo bueno de pasear por pesadillas es que te ahorras tener que ir a los museos. Sales ganando. —Una caja, no más grande que el ataúd de un bebé, construida con restos de fémures dorados, resplandeció en lo alto de un pilar de mármol negro igual de alto que un adolescente desnutrido y chepudo—. Se agradecen los regalos siniestros.

A una treinta de metros, alargadas sombras rojas emergieron de arbustos decorados con sonajeros y mandíbulas.

—Ceniza —repitieron las sombras con un macabro cántico mientras proyectaban monstruosos rostros deformes a su alrededor.

Lo reconozco, eso superó la sobredosis con fármacos experimentales, pero una vez me juré que nunca jugarían con mis pensamientos hasta el punto de arrebatarme la razón e infundirme miedo. Mis demonios eran míos, y si alguien traía los suyos a mi mente se encontraría que jugaban con mis reglas; en mi mundo mandaba yo.

—Por mi seguid, he visto cosas peores. —Saqué un cigarrillo, lo mordí y lo encendí—. Una vez un anciano con la cara hinchada, sin mofletes, los dientes al descubierto y el cuerpo en carne viva, salió de un cuadro y me leyó un libro sagrado al revés. Aún me pregunto cómo no se atragantó con tanto pronunciar hacia dentro. —Me acerqué a la caja—. Cosas de que te aten a una silla y te inyecten sustancias en los ojos. —Pasé las yemas por los fémures dorados y vibraron—. ¿Qué escondéis?

Algo tiró de mi mano, la hundió en el interior de la caja y un ardor me recorrió el brazo. Traté de liberarme, pero me fue imposible. Una sustancia viscosa se pegó a mis dedos y una voz familiar se coló entre mis pensamientos.

«Tu futuro no es más que cenizas —me dijo la anciana imaginaria—. Las cenizas de las pesadillas».

Grité, el dolor desgarraba la carne, la mente y el alma; en esa estancia estaba siendo marcado por la esencia de los extintos creadores de los disonantes ecos del delirio primigenio que engendró a las pesadillas.

Alcé la cabeza y contemplé la vibrante resonancia teñida con tonos rojos de los sueños de los habitantes de la ciudad. Antes de que un estallido nos trasformara en ceniza a la estancia y a mí, percibí quién escondía en su caja fuerte un preciado hilo del que tirar: el emplazamiento y el plano de un lugar cargado de respuestas.





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