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Capítulo 11

Estaba delante de las fábricas viejas, mordiendo la boquilla de un cigarro, a tan solo unos pasos de adentrarme en la ratonera de muros agrietados, maquinaría herrumbrosa y repugnantes revividos por el enfermo del antifaz; era como si el destino, poseído por una siniestra adicción a las ceremonias sangrientas, hubiera escrito un retorcido guion para divertirse al verme interpretar el papel de un gladiador a punto de enfrentarse a una horda de bestias hambrientas.

El retumbar del cielo, la incesante sucesión de truenos tras los relámpagos amarillos, al igual que un piano desafinado en una película muda, componía la banda sonora de mi descenso al Infierno.

—Bonito día para acabar con todo —pronuncié en voz baja mientras una llovizna rojiza compuesta por gotas de sangre aguadas descendía de las capas de nubes rojas—. Un buen día para pagar por mis pecados y arrastrar a esos cerdos conmigo. —Di una última calada al cigarro, lo tiré al pavimento ennegrecido, lo pisé y caminé hacia las grandes y pesadas puertas entreabiertas—. Es hora de cazar.

Antes de entrar en las fábricas viejas, bajé la mirada y vi a una rata salir de un cubo oxidado lleno de agujeros y pasar chillando muy cerca de mis zapatos; me recordó a las ratas gordas y peludas que de niño sacaba de las cloacas para que mordieran a los abusones del colegio que se metían con algunos críos.

Nunca pude con las injusticias, siempre me hirvió la sangre al ver sufrir a los inocentes y jamás perdoné a los que creían tener derecho a infligir dolor. Mi oscuridad, ansiando imponer duros castigos, se engrandeció con cada año que cumplía, pero ya estaba unida a mi alma antes de que esta ocupara mi pequeño cuerpo en el vientre de mi madre.

Caminé por el espacio entre dos prensas mecánicas muy oxidadas que se habían convertido en el hogar de arañas de patas largas y cuerpos peludos. Tuve que apartar las telas que habían tejido entre las prensas y quitar las que se habían pegado al sombrero y a la gabardina.

—Siento haberos destrozado media casa —dije, tras coger a una araña que caminaba por la manga y ponerla en una prensa—. Si el mundo no se acaba hoy, dejaré algunos de los cadáveres de esos repugnantes desechos para que atraigan a las moscas y os deis un festín. —Fijé la mirada en los ventanales rotos de la fábrica y en el reflejo rojizo de las nubes—. Es lo menos que puedo hacer para compensaros.

Caminé hasta donde no había más que agujeros no muy profundos en las capas de hormigón y me detuve al borde de uno; unos años atrás desmontaron la mayoría de la maquinaria y la fábrica casi quedó como un paisaje lunar lleno de cráteres.

Filtrada por los ventanales, la luz rojiza de las nubes apenas hacía retroceder a la oscuridad y el intermitente silbido de una fuga de vapor en una tubería, al reverberar en las paredes, revelaba lo vacía que estaba la fábrica.

No me gustaba que jugaran conmigo, entré dispuesto a intercambiarme por Mirhashe, a liberarla y a enfrentar mi destino, pero esos repugnantes revividos, como un cirujano desequilibrado que opera sin anestesia, buscaban herirme en cuerpo y alma.

Moví despacio la cabeza de izquierda a derecha, escruté la oscuridad y terminé de convencerme de que estaba solo.

—Malditos desgraciados —hablé entre dientes y caminé hacia la parte de la fábrica que se mantenía a oscuras—. Vais a pagar no solo el haber retenido a Mirhashe, también pagareis por jugar conmigo. —El timbre de un teléfono me detuvo, me giré y vi la mesita desde donde sonaba—. Seguimos con el ilusionismo barato.

La potente luz amarilla de un foco iluminó la mesita y el teléfono que habían aparecido de la nada. Anduve a paso ligero, descolgué la horquilla y la acerqué hasta oír los canturreos roncos de unos niños.

—Lo que me faltaba, otra vez los críos raros de las pesadillas —dije, sin creerme que no tuvieran otra cosa mejor que hacer que ocupar la línea para entonar una molesta cacofonía.

Inspiré despacio y aguanté en silencio durante casi un minuto las malas entonaciones de los niños.

—Va a ir a por ti —susurraron.

Mentiría si dijera que no me entraron ganas de coger el teléfono, tirarlo contra el hormigón y destrozarlo a base de pisotones; a veces todo lo que tenía que ver con las pesadillas se volvía irritante.

—Os repetís mucho —hablé, tras mantenerme callado mientras reían—. Deberían construir colegios en el oscuro mundo onírico, os vendría bien para tener más vocabulario y aprender modales. —Rieron otra vez—. Alguien debería enseñaros a no mancharos la cara con pintura negra y no ir corriendo por los techos con puñales teñidos de rojo. —Negué con la cabeza mientras los críos raros canturreaban palabras sin sentido—. Qué mal organizado que tienen el reino de pesadillas.

Colgué, me aparté de la mesita y recorrí la fábrica con la mirada. Buscaban que me desesperara, que perdiera los nervios, que cayera y me arrastrara como un hombre al que le acaban de serrar las piernas, pero, por más que temiera por Mirhashe, me necesitaban, y eso jugaba a mi favor aunque estuviera en clara desventaja.

—Se acabó —sentencié—. ¿Quieres cerrar el círculo? Vamos a hacerlo. Cuanto antes vengas, antes abrirás las puertas.

El ruido de unos pasos fue ganando fuerza en la oscuridad.

—Aún no has entendido cómo funciona —me dijo el coleccionista de vértebras, después de que la luz rojiza de las nubes filtrada por los ventanales le iluminara la cara—. Tú no decides, él decide. —Sonrió—. Por primera vez en tu vida, no eres el depredador que está en lo alto y devora todo. Ahora hay alguien por encima de ti: alguien capaz de doblegarte.

Un par de hombres que tenían los torsos descubiertos llenos de cicatrices de letras grabadas en la piel, dos chalados que cacé y descuarticé vivos por haberlo hecho ellos antes con muchos inocentes, salieron de las sombras sosteniendo a Mirhashe, la empujaron y cayó al hormigón.

—¡No! —bramé y di un par de pasos, pero alguien me golpeó en las piernas, mis rodillas chocaron contra el hormigón y varios me sujetaron para que me mantuviera arrodillado—. ¡Vais a morir!

Apreté los dientes, grité y conseguí levantarme un poco antes de que los que me sujetaban presionaran con más fuerza y mis rodillas volvieran a caer.

—Tranquilo, cazador cazado, que a tu muñequita aún no le va a pasar nada —pronunció el coleccionista de vértebras con un deleite enfermizo mientras más de los cerdos revividos salían de las sombras—. Todavía es pronto.

Aunque estaba inconsciente y su vestido marrón tenía manchas de sangre seca, Mirhashe no parecía estar herida; en su cara y sus brazos no había ni cortes ni moratones.

—Nhargot, eres como nosotros —me dijo un anciano mientras una mujer que llevaba un uniforme de retazos de piel cosidos, tenía la cabeza afeitada y cubría su rostro con una tétrica máscara de cera, empujaba su silla de ruedas—. Siempre has sido tan oscuro como cualquiera de los que estamos en esta fábrica. —Bajó las manos temblorosas de los reposabrazos y las puso encima del pantalón del pijama—. Viniste del mismo lugar que nosotros. Tu alma se engendró en las tinieblas.

Ese viejo maníaco casi se libró de pagar por sus crímenes, durante dos décadas arrancó lenguas y ojos para cocinarlos con un aliño de picante y sangre hervida. Su caso torturó a, mi mentor en el cuerpo, era el único que no había resuelto y le dolía que llegara el día de su retiro voluntario sin dar con "el gourmet de las cuencas y las bocas", como algunos medios bautizaron al viejo maníaco.

—Puede que nuestras almas estén manchadas con una oscuridad que proviene de las mismas tinieblas —repliqué—, pero hay una gran diferencia entre nosotros. —El anciano me miró con curiosidad—. La mía necesita alimentarse de más oscuridad y aborrece la sola idea de alimentarse con luz. Necesito cazar y torturar a monstruos. Disfruto haciéndoos pagar.

Ese viejo adicto a devorar ojos y lenguas tuvo la mala suerte de que un matrimonio de asesinos y taxidermistas de chicas en serie me tendieran una trampa, me indujeran un coma y me provocaran un paro cardíaco.

Me vi fuera del cuerpo, tendido en un catre en un habitáculo, atado y muerto. Floté y salí del edificio medio en ruinas ubicado en una excavación minera, vi cómo Gharberl entraba y me acordé del "gourmet de las cuencas y las bocas". Es de esas cosas que has de vivirlas para crearlas, pasé de flotar encima de la excavación a aparecer en frente de la casa del viejo maníaco.

Gharberl noqueó al matrimonio, me reanimó y me incorporé en el catre diciéndole que ya lo teníamos. Es curioso que una experiencia cercana a la muerte me desvelara al huidizo anciano y que Gharberl pudiera retirarse sin una sola mancha en su hoja de servicios.

—No te guardo rencor —me dijo el viejo maníaco—. Ni a ti ni a tu maestro. Gracias a vosotros fui elegido por el que mora en las pesadillas y he escuchado las promesas que se susurran desde el otro lado de las puertas. —Movió la mano temblorosa para tocar un collar de ojos disecados—. Casi ninguno de los que estamos aquí te odiamos. Tenías que cazar, que escurecerte más al quitarnos las vidas y mancharte con nuestros pecados. Nos mataste y el dolor que infligimos a los corderitos del rebaño se adhirió a ti convertido en más deseos oscuros. Tu hambre por el castigo creció y dotó a tu alma del don de traer el paraíso a nuestro mundo.

Cerrar el círculo, abrir las puertas, traer el paraíso al mundo... Empezaba a entender por qué me había convertido en una pieza tan importante para que se concluyera el plan del enfermo del antifaz.

—Pues aunque no me guardes rencor —hablé sin mirarlo, fijándome en las caras de los otros repugnantes revividos para ver si en sus retorcidas mentes también sentían gratitud por su verdugo—, disfruto mucho del recuerdo de cuando te hice tragar tus ojos y tu lengua. Cazarte fue gratificante y lo celebré descorchando botellas de buena cosecha con Gharberl. —Esos despojos, quitando al coleccionista de vértebras, parecían hipnotizados; casi me miraban como a un mesías—. Disfruté con las torturas y las muertes de todos vosotros.

Una mujer de mediana edad que tenía gran parte de la cara quemada y llevaba un vestido de un blanco decolorado lleno de manchas secas de palmas ensangrentadas, una sádica cercenadora de genitales masculinos y de pechos femeninos que cacé cerca de la presa abandonada donde montó su guarida, caminó bordeando uno de los agujeros en el hormigón y se paró a unos cuatro metros de mí.

—Al matarnos, nos salvaste —pronunció casi con devoción—. Ardimos por disfrutar de los pequeños placeres de la vida, fuimos castigados más allá de la muerte y padecimos una tortura sin fin. —Sacó de una manga un pañuelo blanco manchado con sangre seca, lo apretó y un montón de tierra roja árida, como si cayera filtrada por la diminuta obertura de un reloj de arena, se desprendió del tejido y se amontonó en el hormigón—. Nuestros cuerpos murieron y nuestras almas fueron castigadas por el fuego, pero nuestro recuerdo permaneció vivo dentro de ti. Nos mantuviste con vida en sueños.

Sin darle mucha importancia, con la mente más centrada en liberarme y rescatar a Mirhashe, pasé por alto el parecido entre el polvo rojo que la antigua anciana imaginaria me sopló en la cara y la arena que se desprendió del pañuelo de la obsesa a amputar genitales y pechos.

—Así que los bonitos sueños que tenía reviviendo los grandes momentos en los que os hice pagar sirvieron para que no murierais del todo —contesté, tras atar cabos—. El enfermo del antifaz dio con vosotros a través de mis sueños, os eligió porque os maté y por eso decidió reviviros. —Aunque todo encajaba, aún había algo que se mantenía oculto—. Solo falta saber por qué os necesita. Si el trastornado de los ojos y las lenguas dice que vuestras muertes sirvieron para preparar mi alma, ¿por qué os ha traído de vuelta?

La obsesa de los genitales y los pechos me miró con una ternura que me dio asco, como si yo fuera un niño que no comprendía el mundo de los adultos y ella fuera la madre que ha de enseñarle los sangrientos misterios de la vida.

—Porque cuando matas a alguien, una parte de su alma queda vinculada a la tuya —respondió y se echó a un lado—. Estamos aquí para que el círculo sea cerrado.

El minúsculo montón de tierra roja árida giró como si una continua, intensa e inexistente ráfaga de viento lo convirtiera en un remolino. Los granos se separaron, emitieron destellos oscuros y se multiplicaron incrementando la cantidad de tierra hasta crear una alta y ancha cortina de arena en suspensión.

—Somos especiales. —La voz del enfermo del antifaz se escuchó antes de que él atravesara la capa de tierra flotante—. Estamos más cerca que nadie de las puertas y de lo que retienen. Nuestras almas, antes de encarnarse, tuvieron la fortuna de ser ungidas por los ecos del delirio disonante. —La capa de tierra cayó de golpe, impactó contra el hormigón y levantó una fina polvareda—. Somos los que van a cumplir el destino y traer el despertar.

Tosí un par de veces y cerré un poco los ojos por culpa del polvo.

—Menuda sarta de idioteces —repuse—. Elegidos, mesías, iluminados... —Abrí los ojos, sentí que los que me sujetaban hacían menos presión por los tosidos que les provocaba la tierra, me levanté, desenfundé el arma y vacié las seis balas del revolver en sus cabezas—. Una cosa que me ha enseñado la vida, después de sufrir alucinaciones y rozar la oscuridad que está más allá de la muerte, es que importa más cómo crees que lo que crees.

Cargar mi arma me habría llevado más tiempo del que habría tenido si el enfermo del antifaz hubiera enviado a más repugnantes revividos a por mí. La enfundé; de todos modos, ese pestilente morador de las pesadillas tenía el poder de la vida y la muerte y podía traer de vuelta a los que matara.

—Eso no quita que nuestras creencias erigen y destruyen mundos —me dijo, antes de que sus ojos se iluminaran un poco y que reviviera a los seis desechos a los que les acababa de volar las cabezas—. Las vidas son efímeras, los cuerpos se marchitan y las almas alimentan el fuego que mantiene vivas las pesadillas, pero nuestras naturalezas son eternas. —Hizo un ligero gesto con la cabeza y los seis revividos retrocedieron unos pasos—. Lo que somos puede ser retenido, encerrado tras metal, hueso y sangre, pero nada ni nadie puede destruirlo. Somos imperecederos.

Mirhashe estaba inconsciente, pero no corría peligro. Los revividos, incluido el asqueroso coleccionista de vértebras, habían retrocedido y el enfermo del antifaz no parecía interesado en ordenarles hacerle daño. Debía ganar tiempo, todo el que pudiera, me encontraba en clara desventaja y necesitaba cada segundo que consiguiera para improvisar un plan.

—Ya... —Saqué un cigarrillo, lo mordí, lo encendí y di una profunda calada—. Te ofrecería uno, pero no fumas y no me gusta compartir con la gente que odio y con los que van a morir porque he decidido que sus vidas van a acabar. —Eché una mirada rápida a los repugnantes revividos y vi cómo aumentaba su fascinación; parecían apóstoles contemplando las vivas encarnaciones de sus dioses—. Aunque ya que estamos aquí, ya que te has tomado la molestia de devolverme la visita que te hice en esa sucia casa del oscuro mundo onírico, estaría bien que termináramos de conocernos. —Ojeé a Mirhashe y centré la mirada en el rostro del enfermo del antifaz—. Existes en las pesadillas, vives entre los temores de las personas que duermen, pero provienes de otro lugar. —Aprecié un leve destello de curiosidad en su mirada; ese despojo quería ver cuánto era capaz de acertar de su pasado—. ¿Sabes? Tengo una brújula que no suele fallar, vine con ella al mundo y gracias a ella sigo respirando. —Me toqué la sien—. Mi intuición es como un motor al que no le falta nunca gasolina, siempre en marcha, con los pistones sin un segundo de descanso. —Mordí el cigarro y di una calada—. La casa de las pesadillas es un reflejo de tu verdadera casa, de la casa donde te criaste. —Eché el humo que quedaba en mis pulmones, tiré el cigarro al hormigón y lo pisé—. Cuando estuve allí, al poco de entrar y verte de niño pintando un papel, me pregunté dónde estaba la casa. —Guardé silencio mientras varios relámpagos estallaban en el cielo y su luz se filtraba con fuerza en la fábrica—. Creí que la verdadera casa estaba aquí, en mi mundo, pero la oscilación de la aguja de mi brújula, esa insistente y molesta sensación de que estoy equivocado, me plantea la pregunta de en dónde está esa casa.

Había conseguido lo que quería: ganar algo de tiempo; lo había logrado gracias a que, una vez más, mi intuición acertó y desperté una ligera curiosidad en el enfermo del antifaz. Ese despojo tenía la seguridad de que había ganado y de que yo ya no podría hacer nada para evitar que se culminara su plan, y eso jugó un poco a mi favor.

—Tienes razón, creé mi hogar en las pesadillas, pero no nací ni crecí entre tormentos negros —contestó—. Mi casa siempre perteneció a la oscuridad tras los sueños, pero antes viví en un mundo parecido al tuyo. Un mundo en el que, al igual que en este, las personas estaban dormidas y debían ser despertadas.

El crujido del marco de un ventanal fue lo único que se escuchó durante unos segundos.

—Te mudaste a las pesadillas, viviendo entre los miedos de las personas, obsesionado con las puertas —le dije—. Esperaste a que algún necio acudiera a ti, encontraste a esa escoria de Torhert implorando y le concediste lo que ansiaba. Lo usaste para poder caminar por este mundo, lo engatusaste junto al resto de la corte negra e iniciaste la ola de asesinatos rituales para cerrar el círculo y abrir las puertas. —Me vino a la mente la imagen de la inmensa construcción, la que retenía un mal mucho más antiguo que la humanidad, y se me puso mal cuerpo al recordar los rostros deformados por la niebla de minúsculas gotas de lava que estaban contenidos tras las puertas—. No sé por qué quieres liberar a lo que sea que está encerrado. No es por el poder sobre la vida y la muerte. —Giré un poco la cabeza y miré a los seis repugnantes revividos que me sujetaron para mantenerme arrodillado—. Ya tienes ese poder. Los has revivido. —Dirigí la mirada hacia Mirhashe sabiendo que se me acababa el tiempo, que no podría ganar mucho más y que debía pensar rápido para idear un plan—. Buscas algo más, algo que deseas con todo tu ser.

El enfermo del antifaz movió la mano; los repugnantes revividos alzaron las cabezas mientras los ojos se les iluminaban con destellos rojos y una bruma carmesí surgía de sus bocas.

—Busco el conocimiento, las respuestas —contestó, antes de que una gran cantidad de ceniza brillara con débiles tonos grises en la zona más oscura de la fábrica y que las pesadillas derrumbaran los muros que las mantenían lejos del mundo de la vigilia—. La verdad se esconde en la auténtica oscuridad.

Miré la ceniza resplandecer y la vi cristalizarse y formar un gran espejo que reflejaba la imagen de las gigantescas puertas de metal, hueso petrificado y sangre solidificada erigidas en las pesadillas; la estructura parecía estar a punto de derrumbarse, temblaba y se escuchaban los intensos golpes de quienes querían destruirla desde el otro lado.

Me mantuve en silencio unos segundos, barajando qué hacer, había jugado mis cartas y me quedaba sin tiempo. No soportaba la idea de perder de nuevo a Mirhashe, de que volviera a morir por mi culpa, y ese doloroso pensamiento me mantenía con las manos atadas.

La esperanza de encontrar un modo de salvar a la mujer que amaba y frenar al enfermo del antifaz se disolvía como un ojo en un charco de líquido corrosivo; tenía que elegir y, por más que me doliera el destino del mundo y el de los inocentes, elegí a Mirhashe.

—Me tienes donde querías... —me costó verbalizar mi derrota—. Si intento pararte, si te golpeo hasta incrustarte el antifaz en el cráneo, mandarás a alguno de los repugnantes revividos a hacerle daño a Mirhashe. Y no voy a perderla. No, ella no morirá de nuevo por mi culpa. —Resignado, miré a la mujer que amaba tendida en el hormigón—. Deja que se vaya y cerraré el círculo. —Dirigí la mirada hacia el rostro del enfermo del antifaz—. Tienes mi palabra.

Había hecho todo lo que estaba en mi mano: ganar tiempo para ver si la suerte se ponía de mi lado y se obraba un milagro; pero el destino, tan terco como un devorador de ladrillos que se revienta la mandíbula al no parar de masticar, me dio la espalda y permitió que el mal encerrado tras las puertas lanzara los dados para mover la ficha hasta el final del tablero, ganar la partida y convertirme en el verdugo de la humanidad

—Ella no es digna y no me interesa —me dijo, la miró y creó un espejo de unos dos metros de alto que mostraba el reflejo del apartamento de Mirhashe, en el que vivimos juntos al casarnos—. Dejaré que sea libre, después de que demuestres que estás dispuesto a cumplir tu propósito.

Miré a Mirhashe, sentí un machete atravesarme el pecho, bajé la cabeza e inspiré despacio.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté, tras mirarlo a los ojos.

El enfermo del antifaz giró la cabeza e hizo un gesto; una mujer con un montón de palpitantes pústulas ocupando el lugar de la cara, vestida con un uniforme de piel ennegrecida y con decenas de cuchillas de afeitar incrustadas en los brazos, las piernas y el cuello, avanzó desde las sombras empujando una camilla con un joven desnudo inmovilizado con gruesos cinturones y con una mordaza privándole de la voz.

—Solo tienes que cerrar el círculo —respondió—. Sácale el corazón y ofrécelo como ofrenda para que las puertas se abran. —El enfermo del antifaz extendió la mano y un montón de ceniza gris apareció en la palma—. Libéralos. —La ceniza se oscureció y formó un puñal de hoja rojiza y empuñadura de hueso gris—. Se quien tienes que ser.

Dirigí la mirada hacia el arma y me repugnó imaginarme usándola.

—Cerrar el círculo... —repetí, odiando la idea de hacer lo que me pedía—. ¿Qué le pasará a Mirhashe cuando se abran las puertas? —Volví a mirarlo a los ojos—. ¿Cómo sé que estará bien?

El enfermo del antifaz se acercó y me ofreció el puñal.

—Cuando estén libres, agradecerán a su libertador —contestó—. Ella no sufrirá daño como gratitud hacia ti. —Alzó un poco la mano para que cogiera el puñal—. Su cuerpo, su mente y su alma estarán a salvo. Tu exmujer despertará y será eterna.

Tenía ganas de coger el puñal y hundirlo en el cuello del enfermo del antifaz, pero miré a Mirhashe y la idea de perderla por segunda vez me enfrentó ante la certeza de que era incapaz de fallarle de nuevo; me aterraba la idea de que mis actos le provocaran una muerte horrible.

—No voy a sacarle el corazón estando vivo. —Cogí el puñal—. No voy a hacer que sufra. Le daré una muerte rápida antes de rajarle el pecho.

El enfermo del antifaz dirigió la mirada hacia el reflejo de las puertas y un ruido ensordecedor, como el de una lluvia de gigantescas rocas aplastando centenares de edificios, vehículos y personas, retumbó en la fábrica.

—Está bien —respondió con sequedad, tras mirar al joven inmovilizado en la camilla—. Eres libre de hacerlo cómo quieras.

Apreté con fuerza la empuñadura del puñal, ojeé de reojo al enfermo y reprimí el impulso de rajarle la carótida. Solté el aire, despacio, vencido, miré a Mirhashe y me repetí que debía hacerlo.

—Lo siento... —susurré mientras andaba hacia el joven.

Caminé a paso lento, alargando lo inevitable, maldiciéndome, deseando con todas mis fuerzas que hubiera otra salida; era rehén de mi amor por Mirhashe, del recuerdo de su muerte quemada viva y de la incapacidad de verla morir de nuevo.

Con el alma desgarrada, alcancé la camilla y los aterrados ojos del joven me destrozaron.

—Ojalá hubiera otro modo... —pronuncié en voz baja mientras mi mano temblorosa acercaba el puñal al cuello—. Lo siento mucho... —El joven forcejeó y los cinturones se le hundieron en la piel—. Tengo que hacerlo...

Cerré los ojos, no era capaz de verme rajándole la garganta, apreté con fuerza la empuñadura para que la mano parara de temblar y me preparé para dar un tajo rápido.

Nhargot... —La voz de ultratumba me frenó; abrí los párpados y busqué a quien pronunció mi nombre—. Todo está en la habitación azul...

Miré al ser espectral que me habló; estaba a unos diez metros, su imagen era borrosa, tenía la apariencia de un esqueleto azulado con los huesos llenos de grandes espolones, su barba de pelo reseco estaba fundida a la mandíbula y apenas cuatro harapos caían de los hombros y le cubrían hasta las piernas.

—¿Quién mierdas eres? —pronuncié un pensamiento en voz alta mientras separaba el puñal del cuello del joven.

El enfermo de antifaz alternó la mirada entre el lugar donde se encontraba el esqueleto parlanchín y yo.

—¿Con quién hablas? —me preguntó, inquieto.

Lo miré y volví a mirar al esqueleto parlanchín.

—No lo ves —susurré y creí que la suerte quizá cambiaba—. Eh, tú, espectro raro, él no te puede ver y yo no presiento que formes parte de una alucinación. —Lo señalé—. No sé qué mierdas es eso de la habitación azul, pero, si te has aparecido aquí porque quieres algo de mí, ya puedes mover el culo y ayudarme.

La imagen del esqueleto parlanchín se volvió más borrosa.

Todo está en la habitación azul... —repitió, antes de desvanecerse convertido en una neblina azulada que se evaporó con rapidez.

Apreté los dientes y maldije.

—¿Por qué todas las criaturas extrañas del Inframundo no saben hacer más que decir cosas sinsentido y desaparecer? —Apreté la empuñadura del puñal, miré al joven y me odié por haber estado a punto de matarlo; el esqueleto parlanchín, como si con su presencia hubiese roto un embrujo, por más que a lo mejor solo me quisiera para que le reformara una habitación de color azul, me devolvió la suficiente esperanza para creer que no estaba todo perdido—. Lo siento, chaval. —Corté los cinturones y le quité la mordaza—. Será mejor que te mantengas lejos de estos locos.

Aterrado, el joven salió corriendo en dirección a la prensadoras; el enfermo del antifaz lo miró alejarse y dirigió la mirada hacia mí.

—Tendrías que haber cumplido. —Se quitó el antifaz, lo guardó en un bolsillo y quedó al descubierto el contorno de los ojos con las cicatrices de heridas de carne arrancada—. Tienes que cerrar el círculo.

Caminé hacia él.

—Hay una cosa curiosa —contesté—. El esqueleto parlanchín que no has sido capaz de ver me ha dado los segundos suficientes para sentir la oscilación de la aguja de mi brújula. —Lo miré desafiante—. No sé qué va a pasar, pero mi intuición está martilleando mi mente para decirme que no está todo perdido.

Con un aspecto asqueroso por esas horrendas cicatrices en el contorno de los ojos, el enfermo movió la mano y varias cadenas surgieron del hormigón y aprisionaron a Mirhashe.

—Voy a obligarte a cerrar el... —Confundido, se calló y se dio la vuelta—. Imposible...

Una fuerte explosión derribó parte de un muro, los escombros cayeron y una polvareda se propagó por la fábrica. Corrí, sujetando con fuerza el puñal, con la mirada fija en ese sucio y asqueroso desecho morador de las pesadillas.

—¡¿Quieres que cierre el círculo?! —bramé y, mientras se giraba para mirarme, le hundí la hoja en la cara y le rajé la mejilla—. ¡Pues te voy a dibujar un círculo en las entrañas!

Saqué el puñal de su rostro y lo lancé contra su pecho, pero levantó la mano y lo frenó con la palma. Me golpeó, movió el brazo y me obligó a soltar la empuñadura; el arma quedó clavada entre los huesos metacarpianos.

—La has condenado a sufrir mucho —escupió las palabras—. Nunca te lo van a perdonar. —Cogió el puñal y extrajo la hoja de su mano—. Vas a vivir en un infierno sin fin en el que la perderás una y otra vez durante toda la eternidad.

Lanzó el arma contra mí, pero me eché a un lado, le bloqueé el brazo y le sujeté la muñeca.

—Por mucho que en las pesadillas seas muy poderoso, aquí no lo eres tanto. —Le retorcí la muñeca hasta hacerle soltar el puñal y le reventé el tabique con un cabezazo—. Ha valido la pena aplanar el ala del sombrero en tu cara.

Mientras retrocedía y se tocaba la nariz, los ojos se le iluminaron y los repugnantes revividos dejaron de echar humo por la boca.

—Rompedle los huesos, pero no lo matéis —les ordenó y se colocó el antifaz.

Las luces de unas ráfagas de disparos, en la parte de la polvareda que cubría el muro derruido, precedieron a la aparición que esperaba desde que traté de ganar todo el tiempo posible.

—¡Tragad plomo, sucias ratas! —bramó Noaria mientras disparaba sin cesar contra los repugnantes revividos.

El enfermo del antifaz miró incrédulo a mi amiga desparramar los sesos y las vísceras de sus marionetas.

—Es imposible —pronunció con rabia—. ¿Cómo habéis evadido a los errantes que vigilan? —Me miró—. La has condenado y te has condenado. —Centró la mirada en Mirhashe—. Las cadenas se van a poner al rojo y le apretaran hasta romperle los huesos. —Movió la mano—. No puede ser... ¿Por qué se ha debilitado el vínculo?

Gharberl, mi mentor, con su bigote medio canoso resaltando sus facciones duras, vestido con su elegante traje gris de caza y su sombrero a conjunto, caminó hacia nosotros saliendo de la polvareda mientras Noaria disparaba y lanzaba alguna granada contra los despojos.

—Me alegro de verte, Nhargot. —Me saludó con un ligero gesto de cabeza cuando estaba a unos pocos metros—. ¿Este es el miserable excremento andante que ha asesinado a tantos? —Asentí con la cabeza—. Tú, me han dado un mensaje para ti —le habló al enfermo del antifaz—. Una anciana con serios problemas dentales, que no para de fumar y que tiene un gusto pésimo para vestir, me ha dicho que te diera recuerdos y que te devolviera la moneda.

El enfermo del antifaz se estremeció.

—Esa maldita vieja sigue viva —pronunció entre dientes—. Esto es cosa de ella. Os ha camuflado y ha interrumpido el vínculo.

Gharberl lo miró sin importarle lo que decía, metió la mano en un bolsillo, cogió una gruesa moneda oxidada y se la lanzó.

—No me cuentes tu vida, no me interesa, solo quiero que mueras —sentenció mi mentor—. Y me alegro de que esa anciana también quiera verte muerto.

La moneda cayó cerca del enfermo del antifaz, rodó por el hormigón y se detuvo al tocar su zapato.

—El pago de los custodios —soltó, encolerizado, antes de que la moneda se convirtiera en una nube de humo que lo rodeó y lo trasformó en una figura brumosa—. Solo ralentizáis el fin, las puertas ya casi están abiertas y terminaremos de abrirlas en el otro lado. —El vidrio desde el que se reflejaba la inmensa estructura de metal, hueso petrificado y sangre solidificada erigida en las pesadillas se resquebrajó y el enfermo del antifaz fue atraído hacia las grietas, pero consiguió materializar sus dedos, hundirlos en el hormigón cerca de Mirhashe y frenarse—. Ven a buscarla, Nhargot, antes de que la destruyamos.

Ese cerdo pasó su mano brumosa por el cuerpo de la mujer que amaba y le extrajo el alma. Retiró los dedos del hormigón y las grietas del vidrio los arrastraron a él y al espíritu de Mirhashe al oscuro mundo onírico.

—¡No! —bramé con impotencia—. ¡Mierda! ¡Otra vez no!

Gharberl me puso la mano en el hombro y me miró a los ojos.

—No va a ganar —me dijo con un aplomo contagioso—. Ve a buscarla. Noaria y yo haremos limpieza en la fábrica y mantendremos a Mirhashe a salvo en este lado.

Le devolví la mirada con los ojos vidriosos y la rabia tensando mis facciones.

—Gracias —le dije—. Gracias por todo.

Asintió con un ligero gesto de cabeza.

—La anciana de los dientes podridos me dio esto para ti. —Sacó de un bolsillo un pequeño sobre cerrado con un sello de cera—. Me dijo que te sería útil. —Desenfundó un revolver y disparó a un revivido que se acercaba corriendo—. Ahora ve a reventarle la cabeza a ese pedazo de mierda. Noaria y yo te cubrimos.

Guardé el sobre en un bolsillo y corrí hacia el vidrio lleno de grietas que no paraba de temblar. Al pasar cerca de Noaria, ella, mientras disparaba, me miró de reojo con una tremenda cara de satisfacción.

—¡Tenemos que montar fiestas como esta más a menudo! —exclamó y siguió vaciando el cargador contra los repugnantes revividos.

Asentí con la cabeza, aceleré el paso y salté para atravesar el vidrio lleno de grietas un par de segundos antes de que estallara y que se cerrara el portal al corazón de las pesadillas: a las puertas que encerraban un mal mucho más antiguo que la humanidad.


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