Capítulo 1
La saliva era más rancia que las gárgaras de un repulsivo traficante con los dientes amarillos e infectados. Tragué y tuve ganas de vomitar los intestinos. Escupí, presioné con las palmas el terreno arcilloso, me incorporé y abrí los párpados muy despacio. El dolor en los ojos, intenso, hirviente y punzante, fue acompañado por una visión enrojecida; era como si un lunático de pulso tembloroso, mientras me encontraba inconsciente por la brujería de la anciana imaginaria, me hubiera cosido las córneas con mucha torpeza.
Me arrodillé en la arcilla, parpadeé y me froté los ojos. Los ligeros temblores en el terreno, junto con el penetrante olor químico de cuerpos recién embalsamados, me forzaron a no tratar de esclarecer la vista e ignorar el dolor.
Asaltado por un insistente dolor de cabeza y por un molesto mareo, me levanté y miré a mi alrededor para descubrir que había caído en las garras de los intérpretes malditos de un macabro teatro. Mis pecados, convertidos en demonios de sonrisas burlonas, flagelaban a los inocentes que fui incapaz de salvar.
—Ni siquiera aquí encontráis descanso... —murmuré, con la mirada fija en los troncos resecos, agrietados, que supuraban sangre y en los alambres de púas que mantenían presas a las víctimas del maldito asesino que no fui capaz de cazar—. Soy un inútil y pagasteis por mi incompetencia... —Desenfundé el revolver y caminé a paso ligero hacia el dantesco bosque erigido en las ruinas de mi fracaso—. Pero hoy acabará vuestro sufrimiento...
En ese paraje de tortura y dolor, los criminales que cacé, los que no quise entregar, los que se enfrentaron a un verdadero monstruo, se habían convertido en los ejecutores del martirio del asesino huidizo y azotaban con flagelos a los inocentes amarrados a los troncos.
—Ya no puedes salvarlos —me habló un asqueroso y escuálido coleccionista de vértebras, un asesino en serie que perseguí durante meses hasta que lo cacé en una recóndita casa en la montaña y le enseñé qué se siente cuando te desprenden de la columna—. Has vuelto a perder, Nhargot. Ahora somos libres. Este es nuestro reino y no puedes hacernos nada. —Levantó las manos, miró la niebla roja que cubría el cielo y las cicatrices en sus brazos excretaron un viscoso líquido verde—. Somos libres. Somos los dueños del mundo. Somos dioses.
Giré despacio la cabeza y vi a los demás criminales imitar a ese asqueroso escuálido. En una pestilente ceremonia alimentada por las sombras de mi alma, los flagelos cayeron en la arcilla sanguinolenta y las manos apuntaron a los remolinos oscuros que se formaban en la niebla roja.
Las víctimas profirieron gritos agónicos hasta que las cuerdas vocales les estallaron y sus rostros se cubrieron de profundas grietas. Antes de que su carne se convirtiera en polvo y fuera absorbida por los remolinos oscuros, los músculos se les hincharon y sus lágrimas, transformadas en ácido, les abrasaron las mejillas.
Me asqueaba tanto lo que hacían con esos infelices; la rabia retumbaba en mi interior con la fuerza de los gritos de impotencia de un inocente condenado a pena de muerte.
—Sois basura —mascullé, alcé el revolver y apunté al escuálido coleccionista de vértebras—. Y no voy a tolerar que sigáis existiendo ni siquiera en mis delirios. Mi locura me pertenece y no sois bienvenidos en mis alucinaciones.
Disparé, le reventé la cabeza y caminé para pisotear los restos de su cráneo. Ya me ocuparía más tarde de los otros desgraciados, primero me iba a desfogar a fondo con esa escoria. Me quedé con ganas de escuchar más gritos en la casa de la montaña; se fue muy pronto.
Cuando apenas me separaban unos pasos, un viento gélido me golpeó la espalda. El frío me recorrió la columna, mis piernas se negaron a obedecer, los músculos se tensaron y parecieron rellenarse con hormigón.
—¿Qué mierdas? —pronuncié entre dientes, tras ver surgir poco a poco de la arcilla centenares de corazones resecos.
Levanté la mirada al escuchar una risa y me sorprendí con la visión del asqueroso escuálido sin un rasguño. Ese maldito despojo aplaudía mientras los corazones se alineaban en un círculo a mi alrededor.
—Ya nos lo dijo —me habló sin perder su sucia sonrisa—. Nos aseguró que caerías y que tu mundo se derrumbaría. —Los otros criminales sonrieron—. Nos prometió que nos vengaríamos. —Los corazones resecos emitieron un tenue brillo negruzco y desprendieron una llovizna de partículas grises—. Prepárate, cazador cazado, porque volveremos pronto.
Quise dispararle, acribillarlo a balazos, incluso llegué a alzar el revolver, pero un estridente chirrido me obligó a taparme las orejas y un remolino de polvo gris me arrancó un profundo grito cuando me rasgó la piel y me rajó la carne.
Creí que caminaba por la retorcida escenificación de la oscuridad de mi alma, que los criminales que ejecuté, los inocentes que no pude salvar, los macabros árboles y el cielo rojizo no eran más que reflejos de mis sombras. Qué equivocado estaba. La sombra que proyectó ese escenario de pecados, dolor y culpas, no provenía de mí, provenía del asesino que tenía en jaque a la ciudad: el gusano que amenazaba con convertir mi vida en cenizas.
Me incorporé de golpe justo cuando el molesto silbido de una tetera provenía de la cocina. No hacía falta ver la pulcritud del dormitorio, sentir el agradable tacto de las sábanas de algodón ni la comodidad de la cama para saber dónde estaba. Juró que no me hablaría más, me dijo que no apareciera por su vida, pero me desperté en su casa. En nuestra antigua casa.
Me quité las sábanas de encima, me senté en el colchón y dirigí la mirada hacia el largo cristal de un armario.
—Das más asco que una reunión de mafiosos con graves problemas de higiene —me dije mientras me tocaba la barba de un par de días—. Espero que no tirara las cuchillas y la espuma.
Me levanté, di un par de pasos para coger mi ropa doblada en una silla y ella entró en el dormitorio. Un silencio incómodo, de esos que aun durando tan solo unos segundos parecen años tachados con desesperación día a día en calendarios, se impuso y me llevó a bajar la cabeza y fijar la mirada en las láminas de madera del suelo.
—Yo... —fui incapaz de decir nada más; parecía un idiota con el cerebro seco.
Puso una humeante taza en una mesita y me miró a los ojos. Seguía igual de preciosa que el último día que la vi: el día que abandoné el apartamento. Sus ojos marrones, su pelo rubio rizado y su tez clara ejercían un embrujo magnético muy difícil de resistir.
—Ayer, cuando picaste a la puerta después de que en los noticieros repitieran tu nombre mil veces, de que dijeran lo que hiciste y que te buscaban, te dije que entraras, que pasaras la noche y que te fueras por la mañana sin contarme nada. —Me sentí más culpable que un apóstol traicionando a su dios y pagando por sus pecados en el infierno—. No sé en qué te has metido, Nhargot. No lo sé y no quiero saberlo.
Apartó la mirada y giró un poco la cabeza. Inspiré despacio, fui hasta la silla, cogí mi ropa y empecé a vestirme.
—No te preocupes, me voy ya —contesté con sequedad, sin ganas ni fuerzas de revelar cuánto desgarraba la culpa.
Negó con la cabeza, se mordió el labio, intentó contenerse, pero estalló. Agarró la taza humeante y la lanzó contra el armario que estaba detrás de mí.
—¡¿Por qué?! —Me señaló—. ¡¿Por qué has tenido que venir después de tanto?! ¡¿Por qué has vuelto para reabrir las heridas?! —Cerró los ojos y soltó el aire de golpe—. Siempre has sido un jodido capullo, un egoísta que solo mira por sí mismo. —Abrió los ojos y me miró con las cenizas del amor alimentando el fuego del resentimiento—. Siempre has sido tú, tú y tú. Siempre tú y tu maldito trabajo.
Antes de mirarla, esperé a terminar de vestirme y ponerme la gabardina y el sombrero. No sé por qué acudí a ella, no lo recordaba, pero lo último que quería era arrastrarla al camino sin retorno de la jungla oscura llena de sedientos depredadores con ansias de arrancarme las venas a mordiscos. Estaba perdido, pronto caería, y la tenía que alejar de los carroñeros.
—Mirhashe, debo irme —le dije y pasé por su lado sin mirarla; era lo mejor, no quería que el asesino o los buitres de la división roja pusieran su mira en ella.
Me agarró la manga y tiró para detenerme.
—No, Nhargot, no. —Me giré despacio y su mirada, como alfileres al rojo, me atravesó avivando los remordimientos—. No quiero saber en qué te has metido. Eso es cosa tuya. Quiero saber por qué desapareciste la semana de nuestro aniversario, por qué cuando volviste no hablabas y estabas furioso con todo el que se cruzaba en tu camino. —La miré impasible, sin desvelar ni una misera porción del torbellino nacido de la culpa que me roía las entrañas—. Quiero saber por qué le diste una paliza a Thonan dos días después de que desapareciera su mujer y su hija. Quiero saber por qué destrozaste mi vida. Quiero saber por qué me condenaste. Quiero saber por qué, sabiendo cómo eras, no te alejaste nada más conocerme.
Quise darme la vuelta e irme, pero la verdad, como un muerto que recobra la vida en su tumba, arañaba la tierra para ser desenterrada.
—No me alejé de ti porque te amaba. —Bajé un poco la mirada—. Porque te amo.
El silencio incómodo, como un persistente cobrador de deudas, retornó para atormentarnos con facturas del pasado.
—Si me amabas, si me amas, no te habrías comportado como una triste sombra del hombre que conocí —repuso e inspiró despacio—. No habrías desaparecido tantas veces, no habrías antepuesto tu trabajo y no habrías mandado a tu cuñado al hospital. Te trasformaste en alguien irreconocible: en un monstruo.
Aunque sabía que pensaba así, que hacía mucho que había dictado sentencia, cargué con las culpas, guardé silencio y acepté mi condena. No podía contarle toda la verdad, pero sí la que atañía a su hermano.
—Soy culpable, de todo. Tendría que haberte dicho desde el principio cómo era, que mi naturaleza me impide no perseguir a los criminales, que siempre he necesitado darles caza y que no puedo parar de hacerlo. —Dirigí la mirada hacia los restos de la taza que estalló contra el mueble y pensé en cómo acabó nuestro matrimonio—. Tenía que detenerlos, evitar que los inocentes sufrieran, y lo hice sabiendo que eso me alejaría de ti. Ojalá hubiera tenido el valor de desaparecer de tu vida, no haber sido un egoísta anteponiendo los momentos buenos que teníamos, ansiando disfrutar más de la felicidad que empequeñecía mis tinieblas, y haberme ido a consumirme en mi oscuridad. —Iba a contestar, pero no la dejé—. La última semana que desaparecí fue dura, de las más duras que he vivido, me pusieron contra las cuerdas y, aunque conseguí impartir justicia, aunque salvé a unos chavales, me dolió lo que encontré en el desván de una casa. —La miré a los ojos—. Regresé creyendo que no hice suficiente, herido, como un perro con rabia que no tiene qué morder. —Saqué un cigarrillo, no me lo iba a fumar, a ella le molestaba el olor, pero necesitaba apretar algo—. Pasaron dos días, lo suficiente para digerirlo. Gracias a eso, a que mis demonios se apaciguaron, tu hermano está vivo. Thonan es un maltratador. vino a comisaría con la cara reventada, puso una denuncia y me pidió que no lo contara. Que no hiciera nada.
Mirhashe, mi exmujer, no pudo ni quiso creerme. ¿Cómo podía ser que un ciudadano ejemplar, un prestigioso abogado, un aparente buen padre y marido levantara la mano a su esposa?
—¡Mientes! —Me abofeteó—. ¡Él nunca haría eso!
Apreté el cigarrillo y lo deshice.
—¿Por qué no me denunció? ¿Por qué pidió a sus amigos de los juzgados policiales que mantuvieran mi expediente limpio y que no constara que lo reventé a golpes? —Aunque seguía sin creerme, la sombra de la duda, pequeña, débil y atenuada, oscureció un poco la imagen que tenía de Thonan—. Después de que Meryaet lo denunciase, pidió favores y supo en el hotel en el que ella me esperaba. La burocracia de las altas esferas me exigía el papeleo para darme permiso de llevarla a otra ciudad. —Solté el cigarro destrozado y el tabaco y la boquilla aplastada cayeron en las láminas de madera—. Estaba en mi despacho, Meryaet me llamó aterrada y escuché los golpes de tu hermano en la puerta.
Negó con la cabeza y retrocedió un paso.
—Mientes —repitió un par de veces.
La atmósfera se había enrarecido tanto que daba igual si la viciaba más con el analgésico humo del veneno prensado.
—Ojalá fuera mentira. —Encendí un cigarro, lo mordí y di una profunda calada—. Llegué a tiempo de evitarlo, se la quería llevar en su lujoso vehículo. —Solté el humo despacio—. Lo frené, le enseñé cómo nunca se debe tratar a una mujer y le aseguré que, si le pasaba algo, si la seguía en su nueva vida, pagaría un alto precio. Le dejé muy claro que, aunque mandara a algunos corruptos de la división roja para que me hicieran desaparecer, había muchos en las sombras de la ciudad que me debían favores y que los pagarían con gusto destripando a un sucio abogado maltratador.
Mirhashe se quedó inmóvil unos segundos asimilando los reflejos distorsionados de la nueva imagen de su hermano que se filtraban entre sus pensamientos.
—Meryaet... —susurró, bajó la cabeza y se perdió en recuerdos emborronados por una dolorosa capa gris. Me di la vuelta y caminé hacia la salida del apartamento, pero me detuve cuando me llamó—: Nhargot, espera.
Me giré, la miré a los ojos vidriosos y sentí que las losas del pasado caían con fuerza sobre nosotros. Quise hablarle, decirle cuánto la amaba y que debía volver a alejarme, pero su mirada se apagó, sus piernas flaquearon y cayó a peso muerto en las láminas de madera.
—¡No! —bramé mientras corría—. ¡Mirhashe! —Me arrodillé y comprobé si tenía pulso—. Aguanta, aguanta. —Fui hacia el teléfono, lo descolgué, pero no dio tono—. ¡Mierda! —Salí al pasillo que recorría la planta, fui rápido hacia el departamento del vecino y golpeé la puerta—. ¡Abre, hay que llamar a una ambulancia! ¡Mirhashe necesita un médico!
El anciano, con el que más de una vez intercambié algunas palabras sobre el tiempo y los partidos de Glangers, el equipo de la ciudad, abrió la puerta.
—¿Qué ha pasado? —Me señaló el comedor—. El teléfono está... —Su voz se silenció y su cuerpo cayó en la alfombra.
Me agaché, le toqué el cuello y me cercioré de que su corazón latía; estaba en el mismo estado que Mirhashe. Retrocedí, salí del apartamento y vi en un extremo del pasillo a una señora con un caniche.
—¡Hay que llamar a emergencias! —grité, señalando al anciano que yacía en la alfombra—. ¡Están perdiendo el conocimiento!
La mujer me miró, hizo un gesto con la cabeza y, nada más que dio un paso, cayó. Impotente, escuché los golpes que producían los cuerpos al venirse abajo en los apartamentos de esa planta y de la superior. Las personas, como una radio a la que se le arranca el enchufe, se quedaban sin fuerzas y sus consciencias se apagaban.
—¿Qué está pasando? —mascullé, casi a la vez que vi caer a varias personas por la ventana de un extremo del pasillo.
Me sentía más perdido que un parapléjico encima de una mesa en un festín de caníbales. Eso me superaba por mucho y no podía combatirlo. Resignado, entré en el apartamento del anciano, fui hasta su teléfono y descolgué para pedir ayuda a un alto coste. Lo único que me importaba era Mirhashe e iba a hacer lo que hiciera falta para salvarla.
Primera portada de la novela realizada por: DanielaCriadoNavarro
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