Capítulo 10: El Prado del Dominio
Celgadis dormía plácidamente, envuelto en la tranquilidad de la mañana. Su respiración era lenta y profunda, como si su cuerpo aún intentara recuperarse del agotador esfuerzo de haber despertado los cuatro elementos el día anterior. A su alrededor, todo parecía en calma, como si el mundo respetara ese momento de descanso merecido. Pero esa paz no iba a durar. Una sacudida repentina en su hombro lo arrancó de su sueño. Confuso y todavía somnoliento, entreabrió los ojos y se encontró con Noland, quien lo miraba con seriedad.
Se incorporó de golpe, abriendo los ojos con dificultad por la luz que entraba por la ventana, como si aún estuviera atrapado en la niebla del sueño. Su cuerpo se tensó un momento, pero pronto la pesadez de la mañana lo envolvió de nuevo. Intentó levantarse, pero sus músculos parecían no responder con la misma rapidez que antes.
—Bien, Celgadis —dijo, dando un paso hacia atrás, su voz implacable—. Hoy continuaremos con tu entrenamiento.
—¿Adónde vamos? —preguntó Celgadis, mientras se intentaba quitar las legañas.
—Sígueme —ordenó Noland, sin emoción en su voz.
Con un gesto, alzó la mano, creando un círculo de luz que flotaba frente a ellos.
Celgadis tragó saliva. Su corazón se aceleró al ver el portal. No esperaba que la mañana siguiente de su logro fuera a proseguir su entrenamiento. Aunque confiaba en Noland, una ola de ansiedad lo envolvió al atravesarlo.
Al otro lado, un vasto prado se desplegaba ante ellos. El cielo despejado brillaba sobre la suave hierba que el viento mecía. A lo lejos, un río cristalino serpenteaba serenamente. Era un lugar que irradiaba calma, pero su inmensidad también imponía respeto.
Celgadis miró alrededor, intentando encontrar la razón por la que lo había tranquido.
—¿Aquí entrenaremos? —preguntó, esforzándose por sonar seguro.
Noland no respondió de inmediato. Caminó hacia un árbol cercano y, para sorpresa de Celgadis, se tumbó bajo su sombra, cruzando los brazos detrás de la cabeza como si no tuviera ninguna intención de guiar el entrenamiento.
—Tu prueba de hoy es sencilla —dijo Noland, cerrando los ojos y dejando que la brisa le acariciara el rostro—. Vas a prepararte la cena.
Celgadis frunció el ceño.
—¿La cena? —preguntó, desconcertado.
—Así es —respondió Noland sin abrir los ojos—. Usando lo que has aprendido. Atraparas un pez del río.
El estómago de Celgadis se contrajo. Algo en el rostro de Noland, la forma en que había planteado el desafío, le dijo que esta no sería una tarea fácil. La sensación de abandono lo envolvió.
—¿Y si no lo consigo? —preguntó, con un hilo de voz.
—Entonces, pasarás hambre esta noche —respondió con indiferencia.
El sol bañaba el prado con una luz cálida y dorada, pero Celgadis apenas podía sentir la serenidad a su alrededor. El río corría sereno frente a él, sus aguas transparentes reflejando el cielo, mientras los peces nadaban con una calma que lo frustraba profundamente. El sykari, tumbado bajo el árbol, Parecía disfrutar de un descanso que Celgadis consideraba inmerecido. Observaba el río, con la incertidumbre mezclándose con una ira creciente. Había movido agua antes, apenas unas gotas, pero atrapar un pez con magia le parecía una tarea monumental. Imposible, incluso. Miró sus manos, aún húmedas tras haberlas sumergido varias veces sin éxito.
—¿Atrapar un pez...? —murmuró, los dientes apretados. Sabía que no podía hacerlo. No con magia. No aún.
La frustración le recorría el cuerpo. Quería probarle a Noland que era capaz, que podía lograrlo, pero cada intento se sentía como otro fracaso. Como si estuviera fallando a la memoria de su madre. «Tal vez me esté probando», pensó, su rabia palpitante. «Quiere ver hasta dónde puedo llegar.»
Con renovada determinación, decidió inténtalo sin utilizar magia. Si lograba atrapar el pez por sus propios medios, demostraría valor e ingenio. Se acercó al borde del agua, agachándose en silencio. Los peces nadaban ajenos a su tormenta interna. Escogió uno de buen tamaño y, con movimientos rápidos, intentó atraparlo. Pero el pez se deslizó entre sus dedos con una facilidad insultante. Lo intentó una vez más, con más cuidado, pero el resultado fue el mismo. Y así, una y otra vez, cada fracaso lo hundía más en la desesperación.
—Malditos sean... —gruñó, con el corazón acelerado y los puños apretados.
El día avanzaba, el sol descendía, y con él, su paciencia. Exhausto, se dejó caer de rodillas junto al río. Las sombras comenzaban a alargarse, y el prado que al principio parecía un refugio de paz ahora se sentía como una prisión. Cada vez que miraba a Noland, observaba cómo dormía, fijándose incluso en el movimiento de su barriga. Su maestro permanecía completamente inmóvil, ajeno a su frustración.
—¡Esto no es justo! —gritó Celgadis, su voz rasgando el silencio del prado.
Pero Noland no respondió. El silencio fue su única respuesta, una indiferencia que solo aumentó su ira.
Golpeó el suelo con su puño, salpicando barro y agua. Su respiración era agitada, y, aunque luchaba por contenerlas, las lágrimas se acumulaban en sus ojos.
—¡No puedo hacer esto! —gritó de nuevo, con la voz rota por la desesperación.
La rabia y el sentimiento de fracaso lo abrumaban. Sentía que su maestro lo había abandonado a su suerte, sin guía, sin dirección.
El sol comenzó a ocultarse tras las colinas, pintando el cielo de anaranjados y morados. Celgadis seguía arrodillado junto al río, sus manos temblorosas y mojadas. Había fallado. Cada intento lo hacía sentir más pequeño, más lejos de su objetivo.Miró de nuevo a Noland, que seguía en su aparente descanso. Celgadis no entendía que esperaba de él, ni por qué no lo ayudaba. Desesperado, gritó:
—¡Noland! ¡Muéstrame cómo hacerlo! ¡No puedo aprender esto solo!
El prado permaneció en silencio. Sólo el murmullo del río contestaba, mientras las sombras se alargaban, y Celgadis sentía que el tiempo se le escapaba.
—Si me ayudas a atrapar un pez primero, podré entender la magia después. ¡Solo una demostración! —imploró.
Noland no se movió. Celgadis lo miró, esperando una respuesta, pero no hubo ninguna. Solo el viento acariciando su piel y el silencio de la noche que comenzaba a caer. En ese momento, un conejo se acercó al río. Parecía que quería cruzarlo, pero en lugar de lanzarse directamente al agua, observó el flujo de la corriente. Entonces, dio un salto, encontrando una roca grande que sobresalía parcialmente del agua, usándola para descansar antes de continuar. De un salto, se subió a otra piedra, y luego a otra, aprovechando las irregularidades del terreno para cruzar sin luchar contra la corriente. Celgadis observó fascinado. El conejo no trató de nadar o desafiar el río; simplemente utilizó lo que el entorno le ofrecía para adaptarse. Finalmente, una idea surgió en su mente: tal vez no se trataba de dominar el agua a la fuerza. Tal vez el río no era su enemigo. Se arrodilló junto a la orilla, mirando el agua con renovada atención. Los peces nadaban tranquilos, moviéndose con la corriente, sin luchar contra ella.
-"Debo aprender a escuchar."-pensó
Respiró profundamente, y esta vez, en lugar de intentar atraparlo a la fuerza, se concentró en establecer una conexión con el agua. Cerró los ojos por un momento, sintiendo el flujo constante del río, su movimiento imparable. Intentó resonar con su ritmo, dejarse llevar por él, no forzarlo, como si él mismo fuera una parte de esa corriente. Al principio, apenas logró formar un pequeño remolino en la superficie, pero entonces, algo en su interior se aquietó. Como si la tormenta interna que lo había acompañado todo el día finalmente cediera ante la calma del agua.
Unos peces se acercaron, nadando suavemente bajo sus manos, atraídos por el suave flujo que había creado. Celgadis contuvo el aliento, extendiendo los dedos, casi a punto de atraparlos. Pero justo cuando estuvo a punto de tomar uno, la conexión se desvaneció, como una corriente que se escapa entre los dedos. Los peces se dispersaron rápidamente. El golpe de frustración fue inmediato, pero esta vez fue diferente. Ya no era la desesperación ciega que lo había invadido antes. Había aprendido algo, aunque fuera apenas una chispa, un destello de comprensión. Siguió con la mirada al último pez, que desaparecía en el río, pero algo en su interior se despertó. El fracaso no lo había derrotado, sino que lo había transformado. Algo había cambiado.
El sol ya se había puesto. Celgadis se levantó, tembloroso, con los músculos agotados, pero con una renovada resolución. No había conseguido el pez, sí, pero algo dentro de él había dado un paso hacia adelante. La frustración seguía pesando en su pecho, pero ya no era la misma carga. Ahora comprendió que la verdadera enseñanza no radicaba en atrapar el pez, sino en cómo había logrado conectarse con el mundo que lo rodeaba, incluso si solo fuera por un momento. Un pequeño paso, sí, pero un paso hacia algo mucho más grande. Algo que aún no podía definir, pero que sentía profundamente en su ser.
Noland, en silencio, abrió un ojo y observó a Celgadis desde su lugar bajo el árbol. Una pequeña sonrisa apareció en su rostro, apenas perceptible, antes de que lo volviera a cerrar. No había reproche en su mirada, pero tampoco elogios. Era una mirada de aprobación silenciosa.
Noland se levantó con lentitud, como si cada movimiento tuviera un propósito. Se acercó a Celgadis, observándolo en silencio. Durante un largo momento, el silencio entre ellos pesó como una capa de niebla. No había reproche en la mirada de Noland, pero tampoco palabras de consuelo.
Finalmente, Noland habló, su voz más suave de lo habitual.
—Es suficiente por hoy. No has logrado lo que te pedí, pero has aprendido lo más importante: la paciencia y la conexión con los elementos. La magia no se trata de dominar, sino de comprender. Si no entiendes la esencia de lo que intentas controlar, jamás lo lograrás.
Celgadis levantó la mirada, encontrando en los ojos de Noland algo diferente. No sabía qué exactamente, pero había un atisbo de respeto en la mirada de su maestro, una especie de aprobación sin palabras. Aunque aún le quedaban muchas preguntas, y el peso de la duda seguía en su mente, algo dentro de él resonó. No se trataba solo de lograr los objetivos. Era sobre cómo enfrentaba los desafíos, sobre cómo podía encontrar soluciones más allá de los trucos mágicos que anhelaba dominar.
—Gracias... —murmuró, sin estar del todo seguro de por qué. Quizás era por la oportunidad que le había dado, o tal vez por la lección misma que aún no comprendía completamente.
Noland asintió con una única y breve afirmación. Sus ojos brillaron con algo que Celgadis no pudo captar del todo. No era una sonrisa, pero sí un destello de algo más profundo.
—Descansa, mañana será otro día —dijo, y con un gesto, convocó un fuego que comenzó a crepitar frente a ellos, proyectando luces y sombras en la hierba. El calor de las llamas les envolvió, dándoles consuelo en la quietud de la noche.
Celgadis se dejó caer junto al fuego, observando las llamas danzar en su propio ritmo. Pensó en todo lo ocurrido, en el desafío, en su lucha, pero también en lo que había aprendido, aunque solo fuera un poco. Sabía que el camino por recorrer sería largo y difícil, pero por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de él se sentía ligeramente más ligero. Como si, finalmente, hubiera dado un paso hacia el destino que lo esperaba.
Noland permaneció de pie, mirando las estrellas con una distancia que parecía más física que emocional. Pero dentro de él, también había algo que había cambiado. Había algo en Celgadis que le recordaba a cierta persona.
—¿Así que esto era lo que pensabas aquel día? —murmuró, sonriendo mientras miraba al cielo—. Desde luego, se parece mucho a ti —. Su voz se perdió en el viento de la noche, llevándose consigo las palabras que nunca serían escuchadas por el joven aprendiz.
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