Felicidad
Salió de la sala común de Slytherin en silencio, descalzo. Tenía una bata gris sobre el pijama, y el pelo trenzado a medias para alejarlo de su rostro.
No podía dormirse, se le había acabado la poción para el insomnio, y no quería ir a la enfermería. Al menos no por el momento.
Los pasillos de Hogwarts estaban desiertos; podía escuchar los pasos de algún que otro profesor o del celador, pero los detectaba a la distancia suficiente para ocultarse cuando pasaban.
Se quedó mirando el cielo nocturno a través de una ventana en el segundo piso, por un largo rato. La luna estaba en cuarto creciente. Él se encontraba cansado, molesto, y con cada día sería peor mientras se acercara la luna llena.
Siguió luego su camino, sin encontrar reposo en la vista de la luna, sin tener sueño aún. Miró el reloj en su muñeca: las cuatro de la mañana. Tenía clases al día siguiente, y sabía que no podría prestar atención. Suspiró, arrugando el ceño, y miró alrededor.
No sabía exactamente dónde lo habían llevado sus pasos. Era un aula vacía, con los pupitres apilados contra las paredes. La luna entraba por las ventanas polvorientas y enrejadas. Él techo estaba muy alto y no llegaba a distinguirlo del todo en la oscuridad, aún con sus sentidos aguzados.
En el medio de la sala, había un gran marco oval; dentro del marco, brillaba el cristal de un espejo. Era un espejo magnífico, alto hasta el techo, con un marco dorado muy trabajado, apoyado en unos soportes como garras.
Ragnar se acercó lentamente; sus pies descalzos estaban helados, y más aún con la brisa fresca que corría a nivel del piso en esa sala abandonada. Lo primero que atrajo sus ojos fue la inscripción en su borde superior, hecha en letras antiguas:
«Oesed lenoz arocut edon isara cut se onotse»
Ladeó la cabeza, pero no podía descifrar el idioma o el código en que estuviese eso escrito. Dio un par de pasos más y se situó frente al espejo.
El cristal estaba limpio, sin una mota de polvo a pesar del abandono y suciedad del lugar. Le devolvió un reflejo nítido de su propio rostro. Por un momento fue así, Ragnar mirando su reflejo, un joven serio con el ceño fruncido, el cabello rojo enredado a medias, la piel tersa y los rasgos perfectos por la metamorfomagia. Se obligó a deshacer la magia para revelar la cicatriz que le recorría la mandíbula, el regalo del hombre lobo, y se estremeció al verla reflejada bajo la luz de la luna.
Luego, el reflejo vaciló. La imagen se puso borrosa un segundo, y cuando se asentó era diferente.
Seguía siendo Ragnar en bata y descalzo. Pero su pelo era rubio y más corto: su color original sin metamorfomagia, por lo que podía recordar. No había cicatriz en su mandíbula, y su piel era limpia pero natural, no perfecta como la de un dios.
Estaba sonriendo; una sonrisa que se contagiaba a sus ojos. Parecía feliz, realmente feliz. Sobre él brillaba una luna perfectamente redonda, y Ragnar se dio cuenta. Era luna llena y no estaba transformado. No era un hombre lobo.
Luego se formaron más siluetas en el espejo. De pronto, había una mujer alta y rubia a su lado, de profundos ojos azules. Sonreía con todo el amor que podía existir, y tenía una mano posada en el brazo de Ragnar.
—¿Mamá? —dijo él, bajo su aliento. Resistió la tentación de mirar a un costado, porque sabía que ella no estaría ahí, que era sólo un truco del reflejo.
Ella le respondió cerrando los ojos en un mundo asentimiento. Ragnar miró al otro lado en su reflejo. Ahí estaba un hombre también alto, de pelo oscuro y barba, y ojos muy verdes. Ese era su padre.
Y luego una figura delgada y ágil pasó entre su madre y él para colocarse a su lado y abrazarlo por la cintura con total libertad.
—¿Thais? —el sonido que Ragnar dejó salir fue ahogado. Ella le sonrió con orgullo y diversión.
Y detrás de él pudo ver rostros familiares; Isabel, Steve, Meralis.
En esa imagen, Ragnar era feliz. Totalmente feliz.
Si pudiera quedarse a vivir dentro de ese reflejo...
—Veo, Ragnar, que has conocido al Espejo de Oesed —dijo la voz grave de Albus Dumbledore detrás de él.
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