Cap. I
La lobreguez del entorno me embargó apenas abrí los ojos.
De no ser por la plena certeza que tenía de haberle dado la orden a mi cerebro de mover los párpados, aquellos podrían pasar por cerrados, ya que la oscuridad era imperante, absoluta.
Siempre me habían resultado atemorizantes las sombras y lo que ellas albergan, por eso el terror fue la segunda emoción fuerte que sentí, a parte del desconcierto.
No sabía dónde estaba, ni cuánto tiempo había pasado, desde la última vez que había estado despierto, pero tenía la seguridad de que me encontraba posición horizontal, recostado.
Sentía una superficie rígida y sólida debajo de mí. Pero aparte de estas sensaciones táctiles que me generaba el contacto de mi espalda con el suelo, no era capaz de usar mis manos para orientarme. Estaba completamente inmóvil, estático.
Pero respiraba...
Sentí el aroma a tierra y humedad impregnando la atmósfera viciada, cerrada y entonces mis peores miedos se magnificaron.
Finalmente había ocurrido. ¡Me habían enterrado vivo!
La pesadilla, que se había manifestado el día que los doctores me habían dicho que tenía episodios de catalepcia cobrara fuerzas, y se había vuelto realidad.
‹‹¿Pero cómo ha pasado? ¿Acaso he sido tan descuidado de salir a la calle sin los documentos que certifican mi estado?›› Me encontré meditando.
Hacía tiempo que había cogido la costumbre de llevar por escrito mi diagnóstico, además de una carta con claras instrucciones para que aquella persona que hallara con mi cuerpo, no lo diera por muerto.
Había una mínima de espera de setenta y dos horas, antes de determinar la defunción. Tiempo en que ni siquiera se me podía practicar una autopsia, pues mi cuerpo podía regresar a la vida, sin importar que tan "difunto" pareciera.
Por eso no podía comprender cómo los había olvidado. De esos documentos dependía mi vida.
Entonces, una idea me asaltó: ‹‹¿Qué tal si aquella persona que me encontró hizo omisión de aquellos certificados? ¿Y si aquel individuo se valió de mi situación para darme por fallecido y sacar tajada de mi desventura?››
Desde hacía días me estaba sintiendo observado, asechado.
Primero comenzó en la calle. La sensación de vigilia y persecución era constante. Y luego pasó en mi propia casa.
A veces, encontraba objetos en sitios donde no los había dejado. Una vez hallé todas las hornallas de la estufa abiertas. El gas casi me asfixia, pero pude cerrarlas a tiempo.
Hice la denuncia a las autoridades, que a su vez hicieron una exhaustiva inspección de la vivienda, sin encontrar nada sospechoso, ni a nadie.
"−Posiblemente fue un descuido" −dijeron. Pero ‹‹¿Acaso puedo ser tan despistado para atentar contra mi propia vida?››
Sollocé sin lágrimas, y grité mentalmente mientras le daba órdenes a mi cerebro que mi cuerpo aletargado era incapaz de cumplir.
Estaba con uno de mis ataques eternos, enterrado y con el encubridor de mi asesinato en mi propia casa, seguramente haciéndose de la herencia que semanas atrás había recibido de mi último pariente vivo.
No podía permitirlo. No era cuestión de materialismo sino de justicia. Aquel malviviente no se beneficiaría a mi costa.
Yo, Alexander Van Rosen, era un hombre rectitud y ley.
Ordené con todas mis fuerzas a mi cuerpo moverse y lo logré.
Sentí el familiar cosquilleo en la punta de mis dedos y comencé a tamborilearlos por aquella superficie maciza, hasta que pude extender completamente mi palma, y noté que, en efecto, era madera.
‹‹Ni siquiera mi ataúd está revestido›› escobé una queja mental y seguí explorando con mis manos el entorno, que parecía expandirse indefinidamente, abarcando toda la longitud de mis brazos, por lo que comprendí que no estaba en una caja.
Auné mis fuerzas y levanté los brazos. Los extendí completamente, asegurándome de que no había un techo que me impidiera levantarme, y finalmente me incorporé.
Primero me quedé sentado escrutando las tinieblas un momento, mientras controlaba el mareo que azotaba mi cabeza y martillaba en mis sienes, hasta que me levanté del todo.
Empecé a dar pasos desacertados por aquel sitio, por ahora desconocido, y choqué en dos oportunidades contra objetos contundentes.
Era notorio que estaba en una habitación.
Palpé las paredes en busca de un interruptor y ¡presto! Encendí la luz que me rebeló que yacía en el sótano de mi propia casa.
‹‹Entonces he sufrido mi estado de catatonía justo aquí, y todos mis terrores son infundados.›› Pensé.
Me sentí muy estúpido y sonreí para mí mismo, por mis propias imaginaciones irrisorias, pero entonces escuché aquel sonido estrepitoso proveniente del piso superior.
Era como si "alguien" estuviese dando fuertes zancadas por aquel, moviendo cosas.
Tomé uno de los pedazos de chatarra que guardaba en el sótano, un objeto metálico de larga longitud que podía funcionarme perfectamente como arma, y luego subí con reserva las escalinatas.
Otro mareo volvió a embargarme, y cuando llevé la mano hacia mi coronilla noté un par de chichones.
‹‹Tal vez no he sufrido un ataque, quizá alguien me ha noqueado.›› Cuestioné.
La hipótesis del robo volvía a cobrar dimensión.
Cuando abrí la portezuela moví la cabeza hacía ambas direcciones del pasillo, pero estaba despejado.
Sin embargo, cuando agudicé mi oído escuché nuevamente los pasos. Provenían del cuarto. Esta vez estaba convencido.
Me agazapé, y me dirigí hacia aquel con cautela, sosteniendo con fuerza mi improvisada arma y con voz de asalto sorprendí al perpetrador que estaba de espaldas, abriendo la puerta de un golpe.
Aquel sujeto volteó hacia mí, y por primera vez pude verlo a los ojos y reparé en sus gestos y rasgos.
Era un tipo grotesco, de estatura media como la mía y de repulsiva faz.
Una cicatriz surcaba su rostro en el lateral izquierdo, extendiéndose desde el nacimiento su cabello desgreñado hasta la base del cuello.
Sus pequeños ojos inquisitivos, hundidos en aquella zona esfenoide, pintada por ojeras azules que los volvían aún más oscuros y atemorizantes, me miraban de modo execrable.
Estiró la comisura de sus finos labios de forma desigual, irregular, formulando una sonrisa torcida, mientras que en una de sus manos sostenía un fajo de dinero y en la otra, un cuchillo.
-Sabía que me estabas vigilando, para robarme. ¡Eres un maldito desgraciado! Pararás por todo lo que has hecho-vociferé y me lancé al ataque. No iba a permitir que se saliera con la suya.
El delincuente contraatacó a la misma vez, deshaciéndose del dinero, forcejeando con mi cuerpo que había impactado de lleno contra el suyo.
Los gemidos e improperios fueron llenando el espacio, mientras nos enfrascábamos en esa acalorada lucha.
Logré que mi arma impactara contra su costado, pero la hoja de su cuchillo también rozó mi brazo y me abrió un largo tajo del cual comenzó a manar sangre afluentemente.
El ardor era considerable pero soportable, por lo que seguimos luchando.
Yo estaba determinado a reducirlo.
Finalmente pude hacer que soltara el arma blanca, pero la presión no menguaba. El tipo era robusto y tenía una gran fortaleza, por lo que logró arrastrarme hacia el suelo donde ambos continuamos el duelo.
El mal nacido hacia conseguido también desarmarme, y hacerse nuevamente del cuchillo, posicionándose sobre mí, para arremeterme completamente, cuando en un ataque adrenalinico me desembaracé de él, dándole un golpe en el rostro y aprovechando para tomar mi propia arma y acabarlo.
-Si me matas, este también será tu fin imbécil-dijo aquel sujeto jadeante, con su pecho convulso. Mientras se pasaba la manga por su labio partido, para limpiar los restos de sangre.
-No sabes lo que dices malnacido. Les diré las autoridades que ha sido en defensa propia, pero no permitiré que sigas haciendo daño -contrarresté.
No podía darme el lujo de reducirlo y que luego la policía- que no había creído en mi inicialmente- lo soltara. Además la evidencia, el perpetramiento, el ataque, el robo, estaban a plena luz y eso obraría en mi defensa.
El desdichado sonrió, ahora de forma más burlesca.
-¡Me juzgas a mí! -carcajeó de forma sonora- Iluso de ti Alexander Van Rose. Tú eres el que no puede controlar tus propios demonios.
¡Era el colmo! Su actitud risible, su rostro caricaturesco, ya me estaba enloqueciendo y extinguía la propia paciencia que me quedaba.
Dejé mi arma, tomé su propio puñal y lo hundí de lleno en el centro de su blando vientre, hasta que mis oídos se llenaron con sus últimos jadeos y las sombras eclipsaron sus ojos por completo.
Cuatro días después del hecho...
Luego de una denuncia realizada por los vecinos, por los nauseabundos olores provenientes de la propiedad y la falta de actividad en la misma, las autoridades irrumpieron en la vivienda y retiraron de aquella el cuerpo sin vida del señor Alexander Van Rose.
Pese a encontrar los certificados médicos que acreditaban su enfermedad, los doctores determinaron su deceso, pues la evidencia indicaba que la causa de muerte habían sido las heridas auto infringidas, provocadas por el arma blanca, que se halló enterrada en su cuerpo.
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