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Capítulo 4


Dana Chevalier


No me entendía, de verdad que no me entendía.

Había pasado un tiempo, que se resumía en medio año, y la frecuencia con la que pasaba por aquel parque, cuando antes ni siquiera sabía de su existencia, me resultaba enfermiza.

Enfermiza y contradictoria.

¿Qué pensaba encontrar apareciendo por ahí cada que se me daba la oportunidad?

Seguro y hasta las palomas me tomaban como un loco desamparado.

A veces me consolaba diciendo que ese camino era la ruta más corta y menos complicada hasta la imprenta, otras veces me molía los sesos, buscando excusas justificables a mi repentina aparición cuando mis planes no eran, ni por asomo, llegar al lugar y alimentar a las palomas con una bolsa de pan que pudo haber alimentado mi estómago en lugar de los de una docena de animales que me veían interesados.

Ese día no fue la excepción, se volvió rutina llegar y pasar largos periodos de tiempo debajo de un árbol, el cual no sabía diferenciar entre las dos posibles opciones: un manzano o un naranjo; las hojas lucían exactamente iguales y el árbol no ayudaba. Daba la impresión de que no era ninguno, ya que en todo el año jamás vi que diera frutos, ni siquiera flores. A pesar de eso, me gustaba; sus ramas, sus hojas, la frescura debajo de su coraza tupida y la paz efímera que se encontraba en ese lado del parque.

Las palomas ya habían comido, así que no me buscaron, fue un momento ideal en el que pude sacar la libreta con poemas incompletos, la pluma y el tintero. Tomé el aliento que necesitaba, cerré los ojos, concentrándome en las emociones que quería plasmar ese día, y escribí.

El flujo de palabras brotó por sí solo, llevando el ritmo de mi mano, que corría la hoja de un lado a otro con suavidad, y prisa, garabateando más de lo que escribía.

Mi letra no era normal. Era fea, descuidada, mezclando la manuscrita y el estilo formal de la máquina de escribir. Una ventaja de escribir así es que solo yo podía entenderme, un pequeño detalle que me salvó el trasero en innumerables ocasiones; cuando había palabras obscenas o maltrechas que ofendían a los editores.

Sonreí al recordar los eventos en los que estuve a nada de meterme en un lío y de los que logré escapar cambiando el significado, o diciendo que era una expresión francesa escrita muy junta y con prisa.

—Eso que acabas de escribir, ¿estás tratando de decir que el chico está pidiendo un beso o es indecente y quiere llevarse a la chica a la cama?

El trazo se rompió de golpe y la tinta que escupió la pluma, cuando la aplasté al cerrar la libreta, manchó el papel en el que escribía y la parte frontal de mi camisa. Con el pulso acelerado y un sudor frío escurriendo por mi frente, me pegué al tronco, sintiendo entre mi columna y la madera un brazo delgado que atrapó mi cintura, evitando que me separara demasiado rápido luego de darme cuenta.

—Creo que te aplasté —dije a media voz.

—¿Crees? No, estoy seguro de que me aplastaste. —El chico de la cicatriz permitió que una mueca de dolor inundara su rostro; sin embargo, no soltó el agarre que su mano herida ejercía sobre mí.

—Lo siento mucho.

—Descuida, fue mi culpa por asustarte —dijo, deslizando la mano que me sostenía hasta alcanzar la libreta entreabierta en mi regazo y abriéndola por completo antes de que yo pudiera oponerme—. ¿Y bien? ¿Se quieren besar o...?

—¡Es un beso, Dios mío! —exclamé con prisa, cubriendo mi rostro con ambas manos—. Un beso, un beso.

Su risa me obligó a dejar atrás mi escondite, sus labios sirvieron como red de araña, pescando a una pobre polilla que, por mucho que lo intentara, no escaparía nunca más de sus hilos.

Cambié de dirección al notar el rumbo impuro de mis pensamientos.

No estaba bien.

—¿Pasa algo? —Mi sobresalto nos hizo golpearnos, sobé mi cabeza, ahí dónde su mandíbula se clavó—. Auch —dijo y yo no lo consolé, esa vez no planeaba disculparme porque no fue totalmente culpa mía, él también tuvo que ver cuando se acercó tanto que sus palabras rozaron cálidas mi oído y su mano me recorrió la mejilla sin llegar a tocarme.

Debió darse cuenta del origen de los problemas porque se apartó, estableciendo una distancia sana entre ambos, aunque el vacío que quedó luego de que recorriera mi cintura me causó grietas en el alma.

Quería que se quedara.

Quería que se fuera.

Quería...

—Yo... —Recogí mis cosas, asegurándome de que nada se quedara atrás, así no quedarían motivos para que volviera a repetirse. No podía repetirse. Cerré los ojos y me levanté—. Lo siento. Tengo que irme.

—Oye... —Caminé más rápido—. ¡Hey! ¡Espera! —Lo ignoraba, ignoraba, ignoraba—. Dana, espera.

Igual que en esa ocasión, su mano presionó mi hombro y la carrera que nos separaba se terminó en seco.

Ahí me di cuenta de que otra cosa andaba mal.

—Mi nombre. —Giré para verlo, más por capricho que porque realmente necesitara hacerlo—. ¿Cómo es que lo sabes?

—Sé más cosas de las que imaginas.

No pensaba bien, así que poco me molestó levantar mi rodilla y golpearle la entrepierna, quizá con más fuerza de la necesaria, ya que se arrodilló en medio de quejas y sonidos roncos de dolor.

—¡Estás loco! —tartamudeé a medias, a la vez me giraba para seguir huyendo.

En esa ocasión no me siguió. No pudo hacerlo.

°°°

Necesitaba tiempo, dinero y espacio. Y de esas tres cosas no tenía ninguna, mi tiempo se iba sin que supiera exactamente en qué, mi dinero acababa en manos de la señora Watson y la comida que compraba para seguir sobreviviendo, respecto al espacio... No tenía comentarios. No daría comentarios, porque hacerlo significaría perder dignidad, dignidad que claramente no estaba disponible para gente pobre como yo.

Mi manera de eludirlo todo y fingir que en realidad no necesitaba tanto era salir y escribir, en donde fuera y acerca de cualquier cosa.

¿Un perro? Tuve un poema que le encantó a la gente acerca de un can que le fue fiel a su dueño hasta que murió.

¿Una ventana? Bueno, ese no me gustó, aunque al público sí, sobre todo porque expresaba la muerte voluntaria de una manera sutil.

De vez en cuando me daba miedo mi capacidad y otras veces me gustaba, así que no me sorprendió estar en la panadería que quedaba a la vuelta de la esquina de la casa, escribiendo mentalmente acerca de la larga fila matutina que se amontonaba en torno a una desesperada y simple recompensa.

Si lo ponía así sonaba demasiado bonito.

La campanilla de la puerta emitió su alegre tintineo, anunciando la llegada de nuevos clientes. Seguí centrado en lo mío, asustado de que el blanco poema marchara sin miedo a un rumbo gris, plagado de muerte e inestabilidad.

Qué mal presagio para una mañana tan tranquila.

Busqué pensar en otra cosa, cualquiera me venía bien ya que solo necesitaba algo para distraerme del poema melancólico, un reflejo de la monótona vida citadina a la que todos nos íbamos acostumbrando.

Paseé mis ojos por el local ya que había donde entretenerse; con los letreros coloridos, por ejemplo, o los diferentes diseños de pastelería, unos más atractivos visualmente y otros más deliciosos.

Una figura de traje cortó la magnífica visión de pastelillos con chocolate y cerezas, no le presté la atención que merecía, soltando a rastras un "buenos días", con intenciones de que se quitara. Si la fila iba a extenderse, quitándome otras dos horas de mi rutina de escritura, al menos me gustaría pasar mi tiempo viendo pasteles caros que se llevarían mi salario de dos meses.

Para mi mala suerte, el sujeto no parecía interesado en moverse, fijo en su lugar respondió a mi saludo con más ganas que yo.

Quise huir, morir, o desaparecer, en el preciso instante en que mi mente puso en marcha sus engranes, reconociendo el perfume caro, las ropas negras y la camisa blanca de algodón exportado, los botones dorados del saco y aquella cicatriz fascinante, trazada con brusquedad en un rostro rebelde, contorneado por rulos de canela desobedientes.

—Hola —repitió.

—Hola —medio dije, medio suspiré—. Eres tú.

Sonrió.

¡Y vaya qué sonrisa!

—Soy yo, Dana.

Uno de los tipos que le seguían se acercó a él, hablando en voz baja. Ambos eran polos opuestos, mientras que a él podía describirlo como a un rollo de canela, al señor que le hablaba le iba más la descripción de naranja verde, por el rubio de su cabello y el tono esmeralda en el interior de sus ojos. Su físico también se diferenciaba, el rollo de canela apenas y llenaba el traje, mientras que la naranja se excedía, forzando a la tela que lo vestía. Compadecí a los botones, resultaba obvio que saldrían volando en cualquier momento.

Los acompañaba una mujer de color, que pasaba caminando despampanante ante las miradas penetrantes del resto de mujeres que la juzgaban sin razón. Su esponjada cabellera le llegaba a la nuca, adornada por delante con un pañuelo morado, llevaba el mismo traje oscuro que los otros dos y usaba zapatos mocasines en una edición masculina. Lo que más me gustó de ella fue el maquillaje que usaba, una edición nueva de labial rojo en los labios y unas cejas pronunciadas, acompañadas de una piedra lila al final.

Ella notó mi mirada y me examinó de vuelta, acercándose más a donde me encontraba esperando todavía mi turno para pasar.

—Así que tú eres el famoso poeta de las alas rotas —dijo en un susurro, esperando atenta por una reacción de mi parte. La tuvo y eso la hizo asentir satisfecha—. He escuchado mucho de ti, ¡y también he leído mucho de ti!

—G-Gracias.

—De saber que te vería aquí habría traído conmigo uno de tus poemarios que tengo en casa para que me regalaras un autógrafo. —Me guiñó un ojo—. Lástima que Kenai sea uno de esos amigos celosos que te amenazan hasta por respirar. Y hablando del rey de Roma...

El roll... Kenai. ¿Sí se llamaba así? Nos alcanzó, interrogando a la mujer sin decir ninguna palabra.

—Ella es Dakma —dijo tranquilo para mi sorpresa—. Y el tipo de por allá. —Señaló las vitrinas de pasteles y a la naranja, concentrado en cada uno de ellos—. Se llama Alaí.

—¿Y luego?

—¿Cómo dices?

—Mira, no es por ofenderte, pero, ¿a mí de qué me sirve saber sus nombres?

Dakma hizo un gran intento por seguir seria, alabé su control; no obstante, al final cedió y explotó sin remedio, golpeando con el puño la espalda de Kenai.

—Tienes razón. —Kenai hizo una mueca y se apartó de las agresiones de su compañera—. No son más que extras. Olvida lo de antes. Yo soy Kenai, mucho gusto. —Extendió una mano enguantada en mi dirección, la cual estreché por pura cortesía.

—Ajá. Bueno, tampoco lo entiendo. ¿De qué me sirve conocerte?

La risa de Dakma volvió a renacer, mucho más estruendosa y divertida que antes. Kenai la miró mal y ella se excusó, retirándose con Alaí sin parar de sonreír.

—Eres interesante, Dana Chevalier —dijo Kenai una vez Dakma se hubo alejado lo suficiente.

—¿Debo decirte gracias?

—No es nada.

—Engreído.

—Un poco. —Soltó mi mano—. ¿Vienes seguido por aquí?

—Algo me dice que ya sabes la respuesta a esa pregunta.

—No está de más confirmar.

—Acosador.

—No es acoso, más bien es una simple casualidad.

—Cómo no. Y seguro mañana que salga a la imprenta me darán la noticia de que el jefe de edición ha renunciado y tú eres el reemplazo. ¡Gran coincidencia!

Kenai se rio.

—¿Por qué no? Creo que podría hacer mejor trabajo que el jefe actual.

—Inténtalo.

—No. —Arrugó la nariz—. No me gusta ser el reemplazo de nadie. Ahora, si me disculpas, todavía tengo asuntos que atender con el gerente. Nos veremos más tarde, Dana. —Sin hacer preguntas tomó mi mano y la besó, desapareciendo cuando mi canasta vacía volaba rumbo a su cabeza.

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