Capítulo 22
Dana Chevalier
Alaí detuvo el auto delante de los apartamentos; durante el camino del cementerio a casa ni él ni Dakma dijeron palabra alguna, manteniendo un silencio luctuoso que cada vez se volvió más y más penetrante, adueñándose de la escena, no había ningún sonido, además de nuestros corazones que rogaban tener un consuelo por parte de un Dios o un diablo que contestara a las infinitas plegarias dichas en las últimas horas.
Los minutos pasaban, las manecillas en el reloj avanzaban rítmicamente, las personas que caminaban por las aceras seguían sus caminos, continuaban con sus vidas.
No hay vuelta de página una vez que has terminado una historia y, por mucho que puedas regresar a los capítulos anteriores una y otra vez, no será igual.
Su historia acabó un día atrás y yo aún no era capaz de cambiar de página, de avanzar, dejando atrás el capítulo, mucho menos el libro entero.
—Dana. —Dakma fue quien rompió la espera, girándose en su asiento para que pudiéramos vernos de frente. Me sorprendía la fortaleza que mantenía, su perfil no dejaba ver su cansancio, ni siquiera después de pasar noches en vela, llorando a mi lado o sirviendo como único consuelo; no tenía ojeras ni ojos rojos que la delataran ni a ella ni a su luto—. Aquí nos despedimos.
Asentí.
—Será lo mejor.
—Sí. No volveremos a vernos, te pondríamos en peligro. Quizá te escriba de vez en cuando, todavía me preocupa que te quedes solo —dijo, jalando la manija de la puerta para que esta se abriera y ella pudiera salir al exterior.
La seguí, Alaí salió al último, dejando sobre su asiento el sombrero de bombín que atrapaba sus cabellos manchados con las primeras señales de la edad; mechones blancos y rubios se agitaron por travesura del viento, Alaí no se molestó en acomodarlos de nuevo.
El edificio gris, con la puerta de entrada abierta de par en par, me recordaba a una casona fantasma a la que le fue arrebatada la vida, siendo una mezcla de tonos oscuros, tristes.
—Gracias por cuidarlo —dije, esforzándome al máximo para no correr a los brazos de Dakma, un refugio seguro del mundo, de sus fantasmas y la tristeza que los envolvía—. También por limpiar el apartamento, no sé qué habría hecho con un cuerpo en la sala y sangre en el piso.
—No fue nada. Es algo a lo que estamos acostumbrados —respondió Alaí, colocando sobre los hombros de Dakma su abrigo—. Si necesitas algo puedes escribirnos, tienes la dirección. Cuídate, Dana.
—Ustedes también. Suerte con el bebé, estoy seguro de que estará feliz de tenerlos como padres.
Dakma acarició su vientre y sonrió. Abrió los brazos, y, sin pensarlo dos veces, caí de vuelta en ellos, aferrándome a su persona como un náufrago a una madera flotante que se encargaría de salvarle la vida.
Enterró sus dedos en mi cabello, alisando el largo que llevaba días sin peinarse, húmedo y revuelto, algo que Kenai no hubiera permitido jamás.
Kenai...
Me pegué más a Dakma, empapándome de su fortaleza y el aroma que impregnaba su ropa. Olía a flores, a hogar, pero también a fuego y brazas de guerra, o los residuos de esta.
—Te amaba, Dana. —Tomó distancia, sosteniendo mi rostro por las mejillas. Limpió algunas lágrimas y dejó que las demás fluyeran, despacio, hasta que se detuvieran por sí mismas—. Nunca lo olvides —sentenció antes de besar mi frente.
Una sonrisa a medias vino después: calma. Siendo la espuma de un oleaje desenfrenado que se encontraba con la arena de una playa solitaria.
—Disculpe —llamó una joven, uniformada con un vestido de estampado floreado y delantal blanco. Su cabello negro estaba amarrado en un moño con flores. No la conocía, pero Dakma parecía ser que sí, ya que la saludó ampliando su sonrisa—. No voy a robarles mucho de su tiempo, solo necesito preguntarles algo. Como el otro día vinieron a la florería junto con el señor Kenai creo que pueden ayudarme, de casualidad, ¿conocen a la señorita Coleen Chevalier?
Dakma me miró y yo la miré de vuelta, luego a la florista, que también intercalaba su asombro con confusión al pasar del rostro de Dakma al mío y viceversa.
Al comprender, sus mejillas se colorearon, explotando en una llamarada rojiza al máximo. Se cubrió el rostro con ambas manos y comenzó a disculparse sin parar.
—Está bien —dije, ayudándola a recomponerse con un par de palmaditas en la espalda—. No hay problema.
—De verdad, lo siento muchísimo. Espero pueda perdonarme, sería doloroso saber que ofendí a la persona más amada del señor Kenai, así que discúlpeme, discúlpeme, discúlpeme —siguió repitiendo mientras buscaba algo en el interior de su bolso—. Estoy aquí para entregarle esto. —Tendió una caja oscura en mi dirección, adornada con un moño dorado y una tarjeta con la imagen de su negocio—. El señor Kenai pagó una gran cantidad de dinero para que, cada día durante los siguientes cincuenta y cuatro años se le entregue una camelia roja junto a una nota o una carta. Espero pueda aceptar el presente, nos sentiríamos muy mal si lo rechaza y él se entera, le rompería el corazón, en especial luego de gastar tanto.
Mis dedos se detuvieron, justo cuando tiraba del listón, que quedó colgando en la palma de mi mano. No pude armarme de valor para quitar la tapa hasta varios segundos después, descubriendo una flor con sus pétalos abiertos, dormida sobre un colchón de tela brillante, a su lado, una pequeña nota acabó por derrumbar las torres protectoras alrededor de mi corazón.
En ella se leía...
"Incluso más allá de la muerte, te amo".
Minutos atrás, Dakma detuvo el comienzo de una tormenta y, aun así, lo que siguió a la nota, a través de mis ojos, fue una maldita tempestad.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la chica, debatiéndose entre avanzar y quedarse en su lugar—. ¿Por qué llora? ¿Dice algo malo? ¿Quiere un pañuelo? ¿Señor?
Dakma volvió a rodearme en un abrazo protector, a la par que Alaí sobaba mi espalda con movimientos lentos. Fue él quien le respondió.
—Kenai está muerto —dijo, ignorando la ronquera rota en su voz—. Falleció hace un día.
La chica bajó el pañuelo, lo soltó. El color en su rostro pasó a ser un recuerdo, sustituido por el velo blanco de los fantasmas.
—No. No puede ser... Él... —Sacudió la cabeza—. Él estaba vivo en ese momento. Ustedes lo acompañaron y luego...
—Murió. —Alaí detuvo sus caricias—. Después de que visitamos la florería él murió.
Ella me miró y su serenidad pasó a ser un reflejo perfecto de mi alma entristecida. Hubo gritos contenidos, lágrimas y negaciones, mentiras que buscaban por todas partes ocultar la verdad.
—Lo siento mucho.
—No es tu culpa —alcancé de decir entre lágrimas y gimoteos.
—El... El señor Kenai pagó tanto para darle flores por muchos años, cada día. Quizá no sabía que iba a morir, pero, pero... Parece que todo es una cruel coincidencia. —Se limpió las lágrimas—. Era un gran hombre. Es injusto que muriera, él merecía ser feliz.
—Sí —dije con seguridad—. Él lo merecía.
Por un largo rato las lágrimas de ambos no dejaron de fluir, rompieron el cielo y mojaron la tierra.
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