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Capítulo 18


Dakma


Me miró de arriba a abajo, un recorrido analítico y reservado, que terminó cuando sus ojos volvieron a encontrarse de frente con los míos.

—Tuve una conversación interesante con Belto —dijo, cruzando sus piernas, una sobre otra—. Me llamó al terminar la reunión de ese día.

—¿Ah, sí? —Elevé el mentón—. ¿Y qué te dijo?

—Hablamos de muchas cosas, entre ellas mencionó algo curioso, ¿sabes? Algo muy curioso.

—¿En serio? ¿Qué fue?

Asintió despacio, tomándose el tiempo para sonreír y divertirse con la escena y la manera en la que esta se desarrollaba.

—Compartió conmigo los motivos por los que Kenai abandona Atwood. Supongo que es algo que ya sabes... —Entrecerró los ojos, como un depredador al acecho, listo para saltar en cualquier momento—. Parece que está enamorado.

Temblé por dentro, encogiéndome con la revelación que unía una cosa tras otra hasta hilar por completo una red con el propósito de eliminarlo.

—¿Tienes algún problema con eso? —pregunté, esperando que al menos existiera algo de humanidad o emociones en un corazón hueco.

—En realidad no. Los motivos por los que decida dejar Atwood me son irrelevantes —dijo, pero, la sombra que enturbiaba su ser no desapareció, por el contrario, profundizó más en su cuerpo, convirtiéndolo en un hombre de oscuridad y muerte—. Al principio creí que Dana era nombre de mujer, pero Belto despejó mis dudas. Que Kenai esté con otro hombre es algo que no puedo tolerar. No es correcto y va en contra de la moral.

Solté una carcajada, descuidando el arma que permanecía intacta, apostando su punto crítico a la cabeza de Taylor. Recobré la compostura casi al instante, sosteniendo firme el mango de la pistola.

—¿Moral? Tú eres el menos indicado para venir y hablarme de moral. Además, esto no tiene nada que ver con la moral.

—Cierto. —York dejó que el líquido en la tetera llenara su taza, bajando en una cascada que desprendía vapor y un aroma agradable, fresco—. Es cuestión de principios. Y, por lo que me dijo Belto, Kenai no tiene ninguno.

—Tú tampoco. Pero, sea como sea, no has respondido a mi pregunta. ¿Qué haces aquí?

Tomó la cuchara cafetera y la usó para agarrar dos cubos de azúcar dentro de una pequeña bandeja con forma de flor de loto, despacio, los deshizo en el interior del té sin dejar nada. Entonces habló.

—Vine a liderar un grupo que se encargue de la pequeña molestia a la que conoces cono Dana Coleen Chevalier. —Golpeó la cuchara contra el borde de porcelana para luego dejarla reposar sobre el platito blanco que sostenía la taza—. Él es la razón por la que Kenai quiere irse, ¿no es así? Si lo saco de en medio Kenai no tendría motivos para dejar su puesto en Atwood. Sin él, Kenai no tendría motivos para darle la espalda a la organización. Una que, por cierto, le ha salvado la vida, al igual que a muchos.

Al decirlo, su mirada cambió, retándome a contradecirlo, al tiempo que transportaba a través del color profundo de sus ojos un sinfín de recuerdos que busqué dejar atrás, muy atrás en el tiempo, escondidos, o quizá enterrados en un lugar donde solo el tiempo y la suciedad se encargaran de ellos.

—¿Dónde los tienen? Sé que lo sabes. Dime dónde están.

—No me interesa su paradero. Aunque es verdad que quería darle una lección a Kenai, no estoy aquí para pedirle que vuelva a nuestras filas, Dakma. No me importa si deja atrás Cheshire, Atwood y a nosotros. Voy a matarlo. Voy a matarlos a los dos.

—¡Estás loco!

—¿Y qué si lo estoy? Las personas como Kenai no tienen cabida en Atwood, y la gente como ellos no tiene derecho a vivir. Son enfermos que hay que erradicar antes de que sus ideas contagien a más personas —dijo sin titubeos, con un odio anormal floreciendo a través de sus entrañas, propagando llamas de ira y cólera.

Tuve la necesidad de correr al baño y vomitar lo poco que comí en el desayuno. No lo hice.

Fue el orgullo lo que me obligó a quedarme de pie.

Fue un sentimiento mayor de protección y amor.

Su fuego chocó contra el mío, provocando un cataclismo devastador que consumiría el mundo, volviéndolo cenizas.

Jalé un poco el gatillo, sin llegar a presionarlo del todo.

—¿Dónde están?

—Muertos quizá. No lo sé, Dakma. Yo estaba esperándolos, a ti y a Alaí, para decirles que su misión de proteger a Kenai acaba aquí. No soy una bestia sin corazón que no entiende nada de sentimientos humanos. Sé que él es amigo suyo, no puedo obligarlos a matarlo, por eso deseo que abandonen New York de inmediato. Será mejor así.

Un grupo de lágrimas se almacenó en mis ojos, humedeciendo y formando cascadas en mis pestañas, que liberaban la carga cuando ya no podían soportar su peso.

De todas, una sola gota tentó al destino, bajando sin miedo en una travesía desconocida. Se detuvo a mitad de mis mejillas, cuando la hice a un lado con el dorso de mi mano, liberando por completo el gatillo.

—Tienes razón. —Inhalé profundo, llenando mis pulmones hasta que dolieron—. Acabar con un amigo es difícil, pero, si es necesario voy a hacerlo por el bien de Atwood.

—Como se esperaba de la cara mamma. —Abrió los brazos con éxtasis, como si fuera a darle un abrazo al aire—. Me alegra que puedas comprenderlo.

Me aferré a la pistola, sintiendo su forma, su dureza, las líneas en el mango y la inscripción acompañada de una rosa, que, con el tiempo, perdió su color, volviéndose negra como una parte más del arma.

Ahí estaba, lo que era; mi identidad, mis principios. Todo lo que formaba "Dakma", estaba grabado ahí. La primera muerte y también la segunda, cada llanto, las rabietas y los comienzos ocultos detrás de cada final. Esa arma era mi historia, era yo.

Nunca le había fallado.

Nunca iba a fallarle.

—Taylor —llamé—. Nunca he traicionado a nadie, ni siquiera a Keith. Cuando comencé me enseñaron que, aunque no éramos Sicilia, debíamos seguir los principios de la cosa nostra, y así lo hice. Me aferré a cada norma, esperando que, algún día, Atwood volviera a ser lo que Bond deseó que fuera, y no solo una organización pútrida como la que Keith construyó. Quizá nuestro funcionamiento es distinto a las demás familias y sí, nunca seremos ellas, no somos italianos. Tenemos un código propio y estoy segura de que dentro de ese código está permitido matar a tu hermano si de esa manera salvas Atwood. —Apunté de nuevo, esa vez no tenía planeado fallar. Ya había sido suficiente, no soltaría el gatillo, no erraría el tiro. La sonrisa de Taylor se congeló y comenzó a perderse—. No te preocupes, cuando llegue el momento, te veré en el infierno.

Acto seguido la bala cortó nuestro mundo y lo hizo pedazos.


°°°

La pistola cayó de mi mano, quedando a escasos centímetros de mi agarre, que batallaba por volver a sostenerla.

Había ardor en mis dos muslos, ahí donde las balas del enemigo perforaron con precisión, orillándome a la derrota vergonzosa cuando caí de rodillas, recibiendo un tercer impacto en la muñeca.

La sangre manchaba la alfombra, ensuciaba el piso, quizá también un poco de la pared detrás de mí. No lo sabía.

Taylor avanzó recto, confiado e imponente hasta quedar delante mío. Alzó uno de sus pies, el zapato negro de charol rozó mi mentón y lo elevó, forzándome a ver su rostro excitado por la placentera victoria de un hombre sin escrúpulos.

Apreté los labios, saboreando el óxido y la pólvora. Él apuntó a mi cabeza, alzándola más al presionar el cañón de su revólver en el centro de mi frente.

—Tomé Atwood a través de una traición, por eso siempre me preparé para caer por una. —Me agarró por el pelo, bajó el pie, pisando una de las dos heridas expuestas a través de la tela rota de mi pantalón—. Eres fuerte, Dakma. Eso es algo que debe reconocerse, pero no por eso estoy dispuesto a ceder mi posición, mucho menos a una mujer. Las mujeres solo sirven para estar detrás un hombre, siempre ha sido así y no tiene por qué cambiar —dijo, liberando la fuerza en mi cabello. Se confiaba. Se confiaba demasiado. Pasó una de sus manos por su frente, dramatizando el cansancio, claramente irreal, que agobiaba su cuerpo—. Tampoco te preocupes, le diré a Alaí que no llegué a tiempo, te asesinó un miembro de Belto. ¿O quizá de la comisión? Como sea, serás tú quien me espere en el infierno.

Su tiro no estuvo errado, la precisión con la que Taylor disparaba podía estar por debajo de la de Kenai, no obstante, no se acercaba en nada a la terrible técnica de Belto.

Tenía habilidad, destreza y lo más importante: experiencia.

Aún así, tantos años siendo el Capo, sin nada mejor que hacer que quedarse sentado en un sillón, analizando estrategias y ordenando, lo debilitaron en velocidad y humildad, algo que hizo que me subestimara.

Ese fue su único error.

Quitó el pie un segundo antes de apretar el gatillo y con eso tuve para tomar mi arma y rodar a un lado, evadiendo el primer, el segundo, el tercer y el resto de los impactos.

Se escucharon gritos de los pisos inferiores, llamadas de alerta, pánico y caminatas rápidas de los habitantes que se empujaban para salir del edificio.

En pocos segundos el lugar se llenó de miedo.

No tenía tiempo que perder, la policía llegaría en cualquier momento y solo encontrarían un cuerpo. Ya fuese yo o Taylor, uno de los dos iba a morir y solo nos quedaba un tiro para decidirlo.

Volvió a acorralarme contra el piso, esta vez dejando que me hundiera en los charcos de sangre que dejé aquí y allá.

—¿Últimas palabras? —preguntó.

La sorpresa llegó después, cuando mis pies torcieron los suyos. Perdió el equilibrio y yo aproveché esa pequeña brecha para lanzarme sobre él. Las posiciones se invirtieron, el revolver quedó a centímetros de su alcance y antes de que se le ocurriera siguiera reaccionar, me apropié de él y tiré del gatillo.

Un nuevo charco rojo se propagó en la sala.

Estaba hecho.

Recogí mi pistola y la enfundé, entré a la cocina buscando un trapo, un cuchillo y un botiquín que el descuidado de Kenai guardaba siempre en la alacena, detrás de los platos soperos de porcelana.

Afuera, el ruido iba en incremento, las voces de las personas se elevaban con clamor, le hablaban al cielo, le hablaban a su Dios. Escuchaba llantos, gritos y algunos rezos.

Dejé de oírlos cuando mis dientes mordieron la mordaza improvisada que hice con el trapo, siguiendo el dolor de tener un cuchillo clavado abriendo una de las heridas lo suficientemente grande para que un par de pinzas pudieran ingresar y extraer la bala.

Una a una, el martirio creció.

Por ratos se nublaba mi vista, agonizaba, el dolor me cegaba desde lo más profundo y la sangre no dejaba de manar.

Hacía frío.

Tenía frío.

Acabé empapada en un sudor helado y fluidos rojos que arruinaron un bonito conjunto, carísimo, además. Necesité puntadas y un vendaje apretado que no pude terminar del todo por la intromisión de nuevas voces y patadas en la puerta de entrada desde el otro lado.

Olvidé por completo lo que estaba haciendo, até un nudo con fuerza, arrancándome un quejido que se perdió entre los gritos de la policía y el escándalo de los civiles. No perdí tiempo en esconder las pruebas ni en acomodar los objetos, llegué a la ventana que conectaba con la escalera para incendios y me trepé.

La pérdida de sangre se hizo notoria cuando el mundo giró, perdí algo de estabilidad al caer en la zona de metal adherida a un costado del edificio.

Miré al interior por última vez, consciente de que, luego que la policía lo encontrara, ya no volvería a ver el cuerpo de Taylor York en mi vida.

Era el momento de la despedida.

—Lo único que va a estar detrás de un hombre es su espalda, una mujer no tiene por qué ocupar ese lugar —dije, reconfortándome con la pequeña ilusión de libertad que me daba el estar afuera—. Ah, y cuídate en el infierno —agregué. Luego cerré la ventana, descendiendo con prisa sin permitir que la policía viera siquiera a mi sombra huir de ahí.

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