Capítulo 15
Dana Chevalier
No sentía mi cuerpo, medio entumido por la risa y por sus manos, que no paraban de atacar la zona de mis costillas, haciendo que me retorciera entre la cama, las sábanas y la ropa que teníamos que acomodar en la maleta para el viaje.
—Dilo —pidió de nuevo, dándome un respiro agitado en medio de tanto caos—. Di que los gatos son mejores que los perros.
Inhalé por un tiempo, despacio porque dolía pasar aire por la risa desbocada que generó un dolor punzante desde mis hombros hasta mi vientre.
—Los... —comencé a decir, agarrando con fuerza sus manos, lejos de mi torso—. ¡Los perros siempre serán mejores que los gatos, Kenai!
Mala elección de palabras.
Consiguió zafarse de mi prisión con demasiada facilidad y reanudó su agresivo ataque, invadiendo mi piel por debajo de la camisa arrugada. No se detuvo por un largo rato hasta que se cansó de permanecer sobre mí, apoyado a medias por sus rodillas, mientras inmovilizaba mis piernas con las suyas.
—Tu pésimo gusto para las mascotas es lamentable, Dana —dijo, levantándose de la cama sin ocultar su sonrisa altanera de victoria.
—Es mentira, los perros son increíbles.
Se volvió solo para pellizcar mi nariz y hacer un gesto de desaprobación. Al levantarse por segunda vez, caminó hasta la silla del escritorio, que cargaba con mis mudas de ropa dobladas, a diferencia de las suyas que terminaron regadas por toda la cama y sobre mí.
Las contó una a una, separándolas por categorías en el proceso.
Camisas con camisas, pantalones con pantalones.
—¿Es todo lo que vas a llevar? —Asentí. Kenai comenzó a guardarla en el interior de una maleta de cuero negro—. Dobla la que está sobre ti, por favor, y pásamela.
Así lo hice, recolectando las prendas en una pequeña montaña y luego, doblándolas una tras otra, mientras Kenai se encargaba de hacerles lugar junto al resto de pertenencias que irían en su propia maleta.
Un nuevo silencio se extendió entre nosotros. Un tipo de silencio agradable y efímero, que terminó cuando dejó las maletas debajo de la mesa y me hizo señas para que me acostara, siendo él quien se encargaría de apagar la luz.
°°°
Lo vi levantarse a media noche, un poco después de comprobar que yo dormía. Igual que las noches anteriores a lo largo de esa última semana de marzo, se sentó delante del escritorio, miró un tiempo la luna y encendió una vela, tomó un sobre, una hoja y una pluma con tinta azul. Comenzó a escribir.
Una carta.
Dos.
Tres.
Diez.
Una gota de sudor mojó el papel, su muñeca se frenó y él tuvo que presionarla largo rato sobre las vendas. No demoró demasiado, casi de inmediato volvió al papel y la tinta.
Perdí la cuenta de cuantos sobres ocupó y de cuantos papeles había en la pila de hojas que usó por completo. El sueño pesaba, mis párpados aleteaban cada vez más lento y mi visión se borraba, siendo él lo último que alcancé a distinguir cuando perdí la batalla contra Morfeo, hundiéndome en su abrazo por completo.
°°°
Era primero de abril.
Un día precioso a pesar del extraño presentimiento que acechaba como una sombra, aferrada a mis hombros y corazón.
—Date vuelta —pidió Kenai, sujetando mi listón azul entre los dedos y un peine de madera en la mano opuesta.
Obedecí, permitiendo que peinara mi cabello. La trenza de ese día fue diferente a las demás, no era simple y recta, sino curva, comenzaba desde las raíces, cerca de la parte derecha de mi frente, bajaba en gajos, rodeando mi nuca, y terminaba libre al otro lado, como una corona griega a medio hacer.
—Es hermosa —dije al verme en el espejo de la sala.
—Tú eres hermoso. —Besó mi cabeza, dejó los utensilios sobre la mesa circular en el centro de los sillones, tomó la camelia roja que descansó por un tiempo en paz y la dejó caer en el interior del bolsillo de mi saco, sonriendo satisfecho—. ¿Estás listo? Te veré en la noche.
—Kenai —llamé, deteniéndolo a pocos pasos de la entrada.
Mi corazón se agitaba, dolía con cada marcha. Unas gotas de sudor frío escurrieron por mi frente, las borré enseguida, intentando mantenerme bien.
Bien.
Estaba bien.
Corrí a él, lanzándome a sus brazos que no dudaron en atraparme y rodearme. Dejó caricias en mi espalda y besos en mi frente, aun así no quería dejarlo ir.
—¿Pasa algo, Dana?
Forcé a mi mente a calmarse, obligué a mi corazón a que bajara su ritmo y a mis manos a dejarlo.
Su aroma se impregnaba a mi cuerpo, llenaba mis pulmones, al igual que la presión que, hasta hacía poco, ejerció sobre mi cintura.
—No tardes en volver.
Me atrajo de vuelta. Noté su sonrisa contra mi pelo y la satisfacción en sus ojos, llenos de un brillo complacido.
—No es por mí por quien deberías preocuparte, poeta de las alas rotas. Vas tarde, de nuevo. —Tomó mi muñeca y tiró de mi cuerpo fantasma, llevándome por el pasillo, las escaleras y la salida, parando en la acera que conectaba con la calle transcurrida por vehículos animados—. Estaré bien, sé cuidarme.
—Te veré en la cena, entonces —dije, acariciando su mejilla, en la que floreció un tímido beso.
—Hasta la cena, Dana. —Pellizcó mi nariz, me hizo un guiño y se separó.
Giré antes de ver cómo se iba perdiendo en la distancia; sin embargo, algo dentro de mí me obligó a volver la mirada antes de cruzar la esquina.
Dentro de mi pecho mi corazón se hizo pequeño al ser testigo de cómo la silueta del hombre que amaba se alejaba más y más de mí, hasta que me fue imposible distinguirla en la lejanía.
Estiré mi brazo intentando alcanzarlo, pero, ya era tarde, Kenai había desaparecido.
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