Capítulo 12
Dana Chevalier
—Tuve miedo, creí que te mataron.
Kenai detuvo sus movimientos, terminando de exprimir el agua del trapo con un ligero temblor en las manos.
—Estoy bien. Ni siquiera participé en el enfrentamiento. —Limpió mi rostro, obligándome a cerrar los ojos por unos segundos—. Eres tú quien me preocupas. No sabía que tu tolerancia al alcohol era mínima.
Desvié la mirada, evitando su rostro y el tema. Mi memoria dolía cada que intentaba recordar la manera en la que llegué a casa, pero, estaba bastante consciente del sonido de las voces, gritos y un par de productos hechos añicos en el transcurso.
En el lapso previo a la oscuridad, hubo breves momentos que pasaron borrosos antes de esfumarse en la bruma pesada, quedándose dormidos en el fondo. Una parte de esos recuerdos tenía el rostro de Triss intentando sacudirme o llevarme lejos, me hablaba y yo no lograba entenderle.
—Gracias. —Giré el rostro, Kenai retiró el trapo que estuvo a nada de pincharme el ojo—. Por sacarme de ahí.
—Tienes una suerte inusual. —Tuvo más cuidado al seguir limpiando los rastros de alcohol en mi rostro—. No suelo encargarme de supervisar los negocios, fue una ocasión especial.
—Me alegra que hayas sido tú.
Sonrió a medias, regresando el trapo a la jarra.
—Si no hubiera sido yo te habrían echado a la calle, incluso aunque tu amigo interviniera. Hiciste un gran escándalo.
—No lo recuerdo.
—Es mejor así. —Se puso de pie, tomó la jarra del suelo y la colocó sobre la mesa, evitando que tocara los papeles ordenados en una esquina—. Hay cosas que es mejor dejar en el pasado.
Extendió la sábana doblada al final de la cama y me cubrió, sellando mi cuerpo debajo de un calor abrumador. Detuvo sus movimientos cerca de mi pecho al ser atrapado por mis brazos, que se adherían a su cuello, obligándolo a arrodillarse para estar a mi altura; su nariz liberó aire en mi cabello y sus labios dejaron un beso en mi frente, podía sentir el aleteo de sus pestañas revolviéndose con algunos cabellos sueltos, bailando alegres una melodía tranquila.
Respiraba fuego: su perfume y el ligero aroma a alcohol. Mi garganta ardía al tiempo que mi corazón se calentaba, se unía a sus latidos, sincronizando un ritmo que se dividía en dos.
—Te extrañé.
Sus brazos dejaron de sostenerme, deslizándose por debajo de mi espalda, pegándome más a su pecho, dejando que escuchara su canción.
—Yo también —murmuró, apartándose para verme a los ojos—. También te extrañé, Dana. —Tomó mi mano y la apretó, sobando mis dedos con su pulgar—. Espero lo entiendas, tuve que ausentarme para arreglar unos asuntos. Se acabó, Dana.
Un bloque de hielo golpeó mi rostro, dejando que mi alma y la luz se escaparan.
—¿Qué? ¿Qué se acabó?
Volvió a abrazarme, acariciando mi cabello despacio. No habló hasta que mis latidos volvieron a unirse a los suyos.
—Mi vida en la mafia, ha terminado.
—¡¿De verdad?!
—Sí. —Uno de sus dedos envolvió un mechón lacio que quedó fuera de mi trenza—. Durante este mes soy libre de quedarme a tu lado todo el tiempo que desees, me ausentaré el primer día del mes que viene y, por fin, todo esto habrá terminado. Seré libre y nadie más va a intentar matarnos.
—Es maravilloso, Kenai —dije, escondiéndome en su hombro, humedeciendo la tela de su camisa blanca con gotas de agua de mar—. Es maravilloso.
—Una cosa más. —Recorrió perezosamente la línea de mi columna vertebral, subiendo y bajando, bajando y subiendo—. No es momento para hablar de esto, todavía tienes que descansar. —Regresó mi cuerpo a la comodidad del colchón, cubriéndome con la cobija y una sonrisa de luz de luna—. Buenas noches, Dana.
No dejé que rompiera el agarre entre nuestras manos.
—¿Te irás?
Se sentó en la silla que jaló del escritorio para limpiarme minutos antes. Negó con la cabeza y apretó mi mano.
—Estaré aquí cuando despiertes. Esta vez no tengo planeado escapar. —Se acercó más a la cabecera, tan cerca que la letra de la canción que comenzó a tararear en susurros llegó a mis oídos como notas finas cargadas de profunda melancolía.
°°°
La habitación dio vueltas un rato, la luz que entraba por la ventana abierta, mezclada con el frío de la mañana, terminaron por despertarme y hacerme recuperar el hilo de razón en la realidad.
Tenía mucho por lo que quejarme; primero, hacía mucho frío como para dejar la ventana abierta. Segundo, el terrible mareo y dolor que me llevaron a pensar que en lugar de cabeza tenía una bala de cañón que giraba y giraba sin parar. Y tercero, bueno, en realidad no existía una tercera razón, o más probablemente, terminé olvidándola al ver el saco de Kenai puesto sobre el respaldo de la silla de mi escritorio, mientras él entraba al cuarto con una bandeja de alimentos.
—Qué bueno que estás despierto, tengo un par de cosas por las que regañarte —dijo, entregándome la bandeja que cargaba un plato de huevos con pan y fruta picada—. Tuve que salir a hacer las compras porque resulta que en tu despensa no existía nada comestible. Dana, ¿qué estuviste comiendo estos días?
—¿Agua? ¿Frutas? ¿Pan? ¿Nada? —Intenté recordar—. Dependía del día.
Su expresión se oscureció, de inmediato tomé los cubiertos y me metí un buen bocado en la boca, consiguiendo un pretexto perfecto para no tener que conversar.
—Dependía del día. —Kenai se sentó en la silla, con los brazos cruzados y una de sus piernas descansando en la otra—. Tienes que comer. Sé que la escritura es importante para ti, pero si no te alimentas bien no tendrás fuerzas para trabajar. ¡Sé un poco más responsable de ti mismo, tienes veinte años! —Suspiró, alborotando sus rizos todavía más con una sacudida de su mano—. Y si no me equivoco cumplirás veintiuno el mes que viene. Si ya eres un adulto, ¿puedes al menos actuar como tal?
—La edad física no determina la mental —reproché, apresurándome a comer para que su mirada no fuera el comienzo de más reproches.
Por suerte no lo fue, su agridulce enojo se disolvió conforme comí hasta no dejar nada. A pesar de que me llené a la mitad no dije palabra alguna y terminé, porque sabía que con él mirando no quedaban posibilidades de dejar de lado lo que sobraba.
Al sentir mi estómago a punto de reventar y con una rebanada de pan sobrante, decidí poner a prueba mi mejor estrategia: llevar a cabo una conversación que evitara que se diera cuenta de que me era imposible seguir.
—¿Y bien? ¿No tienes nada que hacer hoy?
—No. —Retiró la bandeja sin ocultar su sonrisa. Se comió la última rebanada de pan y luego agregó—: Por este mes soy todo tuyo, Dana.
Su guiño travieso desencadenó un sonrojo que me emparejó el color de piel con el del cabello y un ritmo cardíaco al que jamás iba a terminar de acostumbrarme.
°°°
—Esa nube tiene forma de un perro.
Kenai entrecerró los ojos, cubriendo con mi sombrero la luz solar que nos cegaba cada que las nubes seguían su recorrido en el cielo.
La tarde en el parque se sentía distinta con él a mi lado, parecía una escena atrapada en un libro, de esas que te llenan de éxtasis y te hacen querer hacerlas realidad.
Con la entrada de la primavera venían también los trinos de las aves, el sonido tranquilo del viento y su carrera a través de los árboles, que tiraban hojas a los transeúntes que pasaban por debajo, regresando a sus casas luego de un largo día en las oficinas o los talleres.
—¿De dónde le ves forma de perro? —inquirió pasados unos minutos—. Siento que se parece más a un gato.
—No, es un perro.
Giró su cabeza, recorriéndome con recelo.
—¿Qué tienes con los perros?
—¿Qué tienes tú con los gatos?
—Que son maravillosas mascotas. Deberíamos tener uno también.
Le empujé el hombro, haciendo que perdiera el agarre del sombrero, que terminó cayéndole en el rostro, lo apartó, bajándolo a su pecho y me regresó el ataque.
—Nada de gatos —dije.
—Nada de perros tampoco.
—Yo soy quien paga el apartamento.
—Y yo pagaré los muebles. —Cruzó las manos debajo de su cabeza—. Tengo derecho a oponerme a que adoptes a un perro mitad bestia.
Me coloqué de lado, recargando mi cabeza en el puño cerrado que formaba una de mis manos.
—¿Por qué no te gustan los perros?
—Son bestias, ya lo dije. Tienen colmillos, muerden, ladran, te arañan.
—Y son fieles.
—Yo también puedo serlo —dijo, frunciendo el ceño—. Fiel, quiero decir, no un perro.
Eso me hizo reír y fue cuestión de tiempo para que su expresión gris se borrara y riera también.
Ahí me di cuenta de que el invierno no solo abandonaba a la ciudad, sino que también a las personas, permitiendo que, lentamente, una primavera cálida ocupara su lugar, llenando sus corazones y sus vidas.
°°°
Todavía no aprendía a leer por completo los diferentes silencios de Kenai; algunos oscuros y otros pasajeros, llenos de comodidad o preguntas.
Cada silencio con él era diferente y se reflejaban a través de sus ojos, su rostro o el espacio tranquilo que quedaba entre ambos. Por ello me extrañó salir del baño y no escuchar los ruidos habituales que genera una persona al cocinar. Me vestí con prisa, tomando la ropa puesta con anterioridad sobre el colchón de la cama y me asomé a las habitaciones continuas, conectadas entre sí a través de un pasillo corto.
—¿Algún problema? —pregunté, terminando de secar mi cabello con una toalla que iba a juego con los mechones lacios y rebeldes que terminaban debajo de mis hombros.
Kenai dejó los platos de la cena sobre la barra que separa la cocina con un espacio en blanco, en el que debería ir una sala y un comedor.
Asintió.
—¿Dónde vamos a comer?
—En el suelo está bien, siempre y cuando lo limpiemos.
Se mantuvo callado un rato, con la boca entreabierta y los ojos desenfocados, pasando de mí al piso y del piso a mí.
—Es oficial, urge tener un comedor —dijo resignado, tomando el mantel de la barra para colocarlo en el piso—. Hace mucho que no me sentaba a comer así. Había olvidado lo incómodo que es.
Tomé asiento en frente, dejando la toalla a un lado para poder manipular bien la mermelada que le untaría al pan.
—Mañana me encargaré de cocinar —comenté, pasándole el cuchillo para untar.
—¿No te gusta ser quien lave los platos?
—No es eso, es que hoy cocinaste todo tú solo.
Se encogió de hombros, dejando su pan al lado del pequeño platillo de fresas y crema.
—Está bien. Me tocará ser el que juzgue tu comida y diga que el pescado se pasó de sal.
Eso era venganza, venganza en toda regla, y él lo sabía bien porque no contuvo su mueca de diversión al recibir una mirada que estaba destinada a fulminarlo.
No dijo mucho luego de eso, nunca decía mucho mientras comíamos, procuraba tener la mirada baja y centrarse en su plato, aunque sus ojos me revelaban que se mantenía alerta, analizando con sutileza el panorama. Comía sin hacer ruido, masticaba despacio, bebía sin derramar y manipulaba los cubiertos con ligereza, evitando que chocaran entre sí o pudieran tener un contacto que emitiera ruido.
La precaución y el miedo detrás de cada acción me ahogaba. No pregunté nada porque no hizo falta ser un genio para descifrar el mensaje detrás de los detalles que formaban a Kenai.
Podía ver años de historia en sus cicatrices, que contaban cosas sin necesidad de palabras, entendía algo del pasado con el comportamiento que tenía, podía ver a través de su espera callada. A pesar de que terminaba primero no se levantaba, no alzaba la mirada.
Quizá no lo hacía de manera intencional, quizá ni siquiera era consciente de esos patrones, pero ahí estaban, en su manera de esperar que yo me pusiera de pie primero, en ser él quien recogiera, sobresaltándose cuando le recordé que era mi trabajo.
No se alejó, aprovechando que yo estaba ocupado, recogió el mantel, lo sacudió y lo dobló. Permaneció recargado en la barra, viendo los platos y las burbujas que escapaban de la espuma; una llegó hasta él, explotando cuando tocó la punta de su nariz.
—¿Dónde dormiste ayer? —pregunté, despejando mi mente del peso que conllevaba leerlo a profundidad.
—En el suelo.
—Ya veo. —Coloqué el último tenedor a un lado del lavabo, secando mis manos en la toalla que llevaba sobre los hombros—. A partir de hoy puedes dormir conmigo, no tengo ningún inconveniente.
—¿Vas a patearme?
—No si no me robas la cobija.
—Suena justo.
Me siguió de cerca, una vez dentro se detuvo cerca del escritorio.
—¿Qué lado quieres?
—¿Acaso importa?
—Para mí es muy importante.
—Elige tú entonces. —Colgué la toalla y esperé—. ¿Qué lado quieres, Kenai?
—El que está cerca de la pared, si alguien se va a caer de la cama no quiero ser yo. Muchas gracias —respondió, sentándose en la orilla para desatar los cordones de sus zapatos. Una vez lo hizo los dejó debajo de la silla, desató los primeros botones de su camisa y bajó las mangas que mantuvo remangadas para poder cocinar sin mancharse de harina.
Apagué la luz, caminando en medio del cuarto iluminado por los rayos de la luna. Me acosté en mi lado, viendo las sombras que se reflejaban en el techo, creando historias y visiones sin forma definida.
—Duerme bien, Kenai —dije.
—Duerme bien, Dana.
Sonreí y dejé de ver el cielo, al final de cuentas, la estrella que yo buscaba estaba en la tierra.
Kenai ya me observaba, sonrió al tener mi atención, yo hice lo mismo, estirándome para contornear su rostro, él apretó mi nariz, causando que cerrara los ojos por su pellizco.
—Camelia roja —dijo y mi sonrisa se agrandó. Volvió a pellizcar mi nariz, luego fue mi mejilla, al final dio un rápido beso en mi frente y me atrajo a él, tarareando, ya no para la luna, sino para mí.
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