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Capítulo 1


Dana Chevalier


Iba tarde.

No.

A juzgar por la posición en la que se encontraba el sol y las sombras de los árboles, sumados a la poca gente que caminaba en las calles, debía comenzar a suponer que iba doblemente tarde.

¡Y todo por culpa de un despertador inútil y la ausencia de la señora Watson en la casa!

Donde quiera que estuviera la señora Watson esperaba que me escuchara, a mí, a mis lloriqueos infantiles y mis súplicas desatendidas por Dios.

Tropecé con los cordones sueltos de mis botas, logré mantener la compostura y evitar que los manuscritos terminaran volando fuera de mis brazos, haciendo un desastre en medio del parque.

La segunda vez no fui tan afortunado, sin darme cuenta pisé con fuerza el cordón rebelde y caí de bruces al suelo, con todo y el papeleo.

Me partió más el alma ver mi trabajo de meses desordenarse que notar mis rodillas ensangrentadas por culpa del impacto y los pantalones cortos, e inservibles luego de ese momento.

—¿Se encuentra bien? —dijo el único testigo de mi torpeza, levantándose de la banca en la que leía tranquilo el periódico hasta que un escritor retrasado llegó a recrearle una escenita a pocos pasos de distancia. Una mano enguantada se extendió en mi dirección, dolía tan solo ver el costoso material con el que aquel par oscuro de guantes estaba elaborado—. Permítame ayudarle, por favor.

Mi boca resultó ser igual de rápida que mi cuerpo, coordinándose por primera vez en toda mi vida, consiguiendo que pudiera hablarle a la par que me levantaba por mi cuenta, apresurándome a la vez a atrapar aquellos poemas rebeldes que se alejaban con el viento.

—No es necesario que...

Su mano atrapó una de las hojas, entregándomela con una sonrisa que me resultó sospechosa por el exceso de sinceridad en ella.

—Insisto.

No dije más, seguro de que la hora iba corriendo sin detenerse y el "doblemente tarde" pasaba a ser "triplemente". Necesitaba ayuda, así que dejé de ser necio y decidí aceptar la que el desconocido, con pinta de niño rico, me ofrecía.

Lo miraba de reojo, fingiendo que sus ropas no me causaban impresión y que su rostro no tenía ni una pisca de aura melancólica y atrayente. Volteó en mi dirección, sus labios se curvaron al atraparme en pleno acoso silencioso, al instante sentí las mejillas... no, no solo eran mis mejillas, todo mi cuerpo ardía en algún tipo de infierno perfecto.

Acababa de volverme Eva, pecando y disfrutando de ese pecado sin limitantes.

Evité mostrar mi fascinación a su persona, algo en verdad difícil por el increíble equilibrio que lograba tener entre su vestuario, su porte y la manera cuidadosa con la que se desenvolvía en el entorno, atrapando, a través de movimientos precisos, cada poema que volaba en el espacio entre nosotros. Yo me dedicaba a ordenarlos conforme me los daba, ignorando a propósito sus ojos cafés, acompañados de intriga y una cicatriz que se extendía en su rostro de lado a lado.

Mi lado curioso tenía preguntas; ¿cómo se lastimó? ¿Por qué un joven de la alta sociedad estaba herido? ¿Lo lastimaron en el colegio? ¿Fue una pelea? ¿Qué significaba para él una herida tan expuesta? ¿No le molestaba?

Mi lado racional las contuvo todas, raro, ya que casi nunca aparecía en los momentos en los que se le necesitaba.

Él siguió concentrado en su trabajo, empeñado al cien en ayudarme y no arrugar ni un centímetro de las hojas con texto escrito a mano. Le agradecí en silencio su cuidado, esas hojas significaban más para mí que mi propia vida.

Cuando creí que tenía todas las hojas, me puse de pie para agradecerle, congelándome al verlo embelesado con la letra del último poema que alcancé a escribir justo en la mañana.

—Eso...

—¿Lo escribiste tú? —interrogó, aunque más que una pregunta parecía estar haciendo una afirmación.

Abracé el pequeño montón de papeles, teniendo la presión que ejercía sobre ellos como una buena excusa que justificaba la falta de aire en mis pulmones.

—No...

Negué, conmocionado por todo el desastre que había causado.

—Interesante. —Me entregó el poema y luego sonrió, con una sonrisa traviesa que de seguro derretía a diario cientos de corazones.

Probablemente me estaba volviendo loco. Sí, debía ser eso. Aunque en el fondo seguía consciente de que había visto a aquel sujeto sonreír más veces en un lapso pequeño de tiempo que a la señora Watson durante todos los años que llevábamos viviendo bajo el mismo techo, que tampoco eran muchos a ser sincero.

Aun así, resultaba extraño, muy extraño.

—Yo... —dije de forma precipitada—. Agradezco su ayuda y lamento las molestias. Debo retirarme, con su permiso.

Después de decir aquello comencé a caminar, esta vez con más cuidado. Me detuve al sentir una mano sujetando firmemente mi hombro.

—Eres un buen mentiroso, veamos hasta donde llegan tus palabras carentes de realidad. —Su voz traviesa se mezcló con una chispa de fuego, logrando desencadenar algo cálido y feroz en mi interior.

Intenté apartarme primero; sin embargo, él fue más rápido y me soltó al terminar. No volví la vista atrás para verlo desaparecer, aunque supe que se marchó por el lado opuesto al que iba, llevándose su periódico consigo y una melodía extraña, cuya letra no entendí. Quizá no se trataba de ninguna de las canciones de moda en inglés o francés, de lo contrario, descifrar su letra habría sido tan sencillo como darle las gracias.

Le resté importancia al desconocido y a sus palabras en cuanto pasé por una de las tiendas de relojes y leí la hora en uno de sus productos de muestra colgado frente al aparador.

Había tardado demasiado en caer y recoger los papeles, ahora debía correr... Una vez más.


°°°

El ático seguía igual de desordenado que cuando me fui, las mantas en la cama se revolvían con la ropa sucia y la limpia, sobre el escritorio, infinidad de papeles desordenados adornaban el vacío de la madera manchada con tinta negra y dorada.

Mi par de zapatos viejos tenían un problema (aparte de estar rotos), había perdido uno y llevaba días sin encontrarlo, así que el restante aguardaba solo, en una caja abandonada en la esquina, al lado del librero que me gritaba rogando que aliviara su interior, que, por favor, sacara algunos volúmenes repetidos o los libros más gordos.

Ignoré el caos, sentándome en el suelo junto a la máquina de escribir.

No me importaba no haber comido en todo el día, incluso si mi estómago no dejaba de molestar, gruñendo y emitiendo sonidos curiosos a causa del hambre. Me preocupaba más no haber escrito nada desde el amanecer, tenía la necesidad de hacerlo. Luego de aquel encuentro con el desconocido, mi cabeza no dejaba de ser un torbellino y yo no podía seguir así.

Ross me dijo que debía entregar un nuevo poemario para fin de mes, así que tenía que ponerme a trabajar cuanto antes; no obstante, no quería escribir para Ross, ni para el periódico semanal que fue mi primer impulso en mi carrera y bolsillo. Quería hacer algo más, algo para mí.

Tomé una de las hojas sin usar y la coloqué en la máquina, no pasó mucho para que el blanco se mezclara con el negro de las letras, formando largos bloques que liberaban dolor, angustia y un fantasmal deseo de sobrevivir. ¿A qué? Todavía no lo descubría y pasarían años antes de que me diera cuenta de que de lo único a lo que quería sobrevivir, era a mí mismo.

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