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Capítulo 10.Hacer libre a un elfo.


Había evitado pensar en ese momento, desde el inicio, pero... debía enfrentarme a la realidad: un esclavo esperaba en mi habitación a que yo lo usase.

A cada paso que daba por aquellos silenciosos pasillos sentía pánico en mi interior. No tenía miedo de tener sexo con un hombre, lo tenía de hacerlo con un hombre que era idéntico a mi hermanastro Nando. Pero... debía dejar de huir y aceptar mi destino de una vez por todas. Yo no era una humana, la vida que viví en el mundo sin magia no me pertenecía. Era un hada.

Subí las escaleras de caracol que subían hasta la torre y me sorprendí cuando encontré la puerta encajada. Sin duda alguna, él ya estaba en el interior. Empujé la puerta y escuché como esta chirriaba, pensé en lo bien que me habría venido un poco de 3 en 1 para echar a las bisagras. Sacudí la cabeza, no podía entender cómo podía estar pensando en esa tontería en un momento como aquel.

Nuestras miradas se encontraron cuando entré en la habitación. Sentí frío y calor al mismo tiempo, ese hombre conseguía crear en mí todo un torbellino de emociones. Mi respiración creció y tuve la tentación de salir corriendo, incluso me aferré al plinto de la puerta, antes de fijarme en su postura.

Estaba sentado sobre una silla mientras otros siervos de su propia especie limpiaban su rostro lleno de pequeñas cicatrices aún ensangrentadas. Eso hizo que caminase hacia él, preocupada, haciendo la situación incluso más inverosímil.

—¿Qué...? — era incapaz de pronunciar palabra.

Desvié entonces la vista y me fijé en la palangana cubierta de sangre aguada y en los paños que, en lugar de ser blancos, habían tomado un color escarlata.

Los siervos que lo trataban se sintieron amenazados con mi presencia y se marcharon sin despedirse si quiera, dejándonos a solas en aquella enorme alcoba.

Caminé hacia él, sin poder dejar de mirar hacia cada una de las cicatrices por las que seguía saliendo sangre y recordaba lo duro que fue el enfrentamiento con el león. Consiguió morder a algunos, incluso pegar feroces zarpazos a sus oponentes. Daniel se llevó unos cuantos, pero... no lo vi tan mal parado cuando se presentó como pretendiente, ni siquiera en mi fiesta de la elección, así que... ¿qué estaba sucediendo? Posiblemente fuese porque las hadas lo habían hechizado, sabía cómo era la magia de las hadas.

—Princesa Ella...

La forma en la que su voz pronunció mi nombre hizo que recordase que nosotros ya nos habíamos visto antes. Él ya había pronunciado mi nombre de esa misma forma cuando era un niño inocente en el palacio presentando ante la reina sus mejores trabajos. Guilda no tuvo reparos en despedazar los vestidos frente a sus narices, insultarlo, golpearle y hechizarle, antes de ordenarle que desapareciese de su vista y amenazarle con que sí volvía a aparecer frente a ella, a respirar el mismo aire que ella, sería ejecutado.

Me quedé sin respiración en ese justo instante. ¿Cómo pude mirar para otro lado entonces? ¿cómo no pudo importarme el sufrimiento de otro ser? ¡Me detesté a mí misma más que nada en el mundo!

—Lo lamento. — Su mirada volvió a conectar con la mía. Parecía sorprendido de que me disculpase de aquella manera. Acorté las distancias entre nosotros y agarré uno de aquellos empapados paños, con la intención de seguir limpiando sus heridas.

Su mano agarró mi muñeca antes de haber rozado si quiera su piel y algo se esparció por cada parte de mi ser cuando nuestras miradas volvieron a conectar. Recuperó la compostura como si estuviese manteniendo una lucha interna contra él mismo, como si todo aquello estuviese mal, y lo estaba. No era de ese modo como debían ser las relaciones con los elfos de suelo.

—Puedo hacerlo yo. — Me quitó el paño y empezó a limpiarse torpemente.

—Ni siquiera sabéis dónde están — le quité el paño y volví a ocuparme de aquella tarea. Estaba tan concentrada que ni siquiera me percaté de cómo él me miraba, parecía fascinado.

Terminé de limpiar cada rasguño de su rostro y pronuncié el conjuro que hacía que estos se curasen rápidamente, entonces me fijé en su hermoso rostro, nunca antes, me había tomado tiempo en hacerlo. Ni siquiera con Nando, menos cuando él era un niño asustado por las decisiones de la reina.

—No deberíais haber venido hasta aquí. ¿Qué necesidad había de sufrir todo esto cuando ya Rómulo podía hacerlo? ¿acaso olvidasteis la amenaza de la reina?

—Lo recordáis todo — se percató al darse cuenta de ello.

—Así es. Y... esta vez, no me quedaré mirando mientras hieren a un siervo inocente. Lo que mis hermanas y la reinan le hacen a vuestra especie es cruel.

—Es la ley. Además, yo ya he conseguido lo que siempre quise. — Le miré, sin comprender. — Ser un pretendiente de una princesa y que esta me eligiese como su siervo.

—¿Eso es lo que siempre quisiste? — asintió. — Pero... es injusto, Nando. Mereces más que eso, mereces amar y ser correspondido, mereces...

—¿Cómo me habéis llamado? — recordé que él no era el mismo Nando que yo conocía. En aquel mundo era una persona distinta, aunque tuviese su mismo aspecto.

—Olvídalo. A veces olvido que vos no sois esa persona. — Me agarró de la muñeca, haciendo que un sinfín de sensaciones me dejasen fuera de juego y tiró de mí para que no me fuese a ninguna parte, lo hizo tan fuerte que perdí el equilibrio y me senté sobre sus piernas.

—¿Conocisteis a alguien que...? ¡Oh, disculpadme, princesa! — me soltó y esperó que me pusiese en pie, pero no lo hice, estaba más ocupada mirando hacia su bello rostro. — Mi intención no era...

—Conocí a un hombre en el mundo no mágico que era vuestra misma imagen, Daniel.

—¿Ah sí? — asentí. — ¿Y cómo era él?

—Un capullo integral — contesté, haciéndole sonreír.

—Entonces, no nos parecemos en nada. — sonreí, pues era cierto. Daniel no era Nando por mucho que se pareciesen. — ¿Vos y él...? — Sin darme cuenta me fijé en sus apetecibles labios y en la forma tan especial en la que se movían. Sus palabras se quebraron al darse cuenta de la trayectoria de mi mirada, por lo que él terminó mirando a los míos también.

Sin saber bien cómo, en un estúpido arrebato, terminé besándole, dejándole tan sorprendido, que durante los primeros segundos no hizo nada, pero que, con el paso de ellos, terminó devolviéndomelo. Y... así nos enfrascamos en un beso tan impresionante que me volvía loca. Pero...

¡Oh, cielos! ¿Qué estaba haciendo?

Me retiré con rapidez, dejándole con ganas de más y me puse en pie de un salto. Me sentía como una estúpida.

—Esto no está bien.

—¿No lo está? — negué con la cabeza. — Es la tradición. Es lo que hacen las princesas después de haber elegido a su siervo.

—Yo no os he elegido porque me gustéis — dije, molesta con toda aquella situación. Él se puso en pie, molesto con mis palabras. — Tan sólo quería salvaros la vida.

—Entiendo. — Parecía a punto de echarse a llorar y me aterró ser la causante de sus desgracias. — No soy suficiente para vos.

—¿Qué? ¡No! ¡Claro que no!

—¿Cómo podría gustaros? ¿cómo he podido ser tan estúpido? Soy un mestizo, el único elfo que...

—No tiene nada que ver con eso. — Insistí, pero él estaba decidido a seguir menospreciándose.

—Sed sincera, princesa. Si mi color de piel fuese distinto...

—No es por eso, ya os lo he dicho. No soy alguien que se fije en esas tonterías. Además... vos sois guapísimo, cualquier hada estaría encantada...

—Cualquier hada menos usted. ¿Qué es lo que tengo de malo? ¿por qué no podéis usarme?

—Porque no sería justo para vos. — Él no entendía mi actitud. — Quizás vivir tanto tiempo en el hogar de los humanos me haya cambiado, pero... no estaré con alguien que no me haya elegido a mí de la misma forma en la que yo lo elegí a él. No quiero un esclavo.

—Mi especie no tiene esa opción, princesa. Los elfos de suelo no podemos elegir.

—Quizás ese sea el problema... que yo quiero daros esa oportunidad, Daniel.

—¿Y si decido que no? ¿me echaréis de vuestra alcoba y dejaré de ser vuestro esclavo?

—Os quedaréis si queréis quedaros. Pero... no os obligaré a hacer algo que no deseáis.

—Puedo decidir yo, ¿eso decís? — asentí. — ¿Y si quisiese darme un baño de espuma en vuestro baño, podría hacerlo?

—Ya os he dicho que sí.

Mientras que Daniel se bañaba y disfrutaba de su primera elección como un hombre libre, me metí en el vestidor con la intención de ponerme un pijama con el que dormir y me sorprendí cuando encontré ropa de hombre del mismo color que la mía. Debía ser así cómo funcionaba. Sí. Era justo de ese modo. El siervo de cada princesa vestía el mismo color que ella, y puesto que el rosa era el mío, el parecería un hombre gay con aquellas prendas. No pude evitar reírme al imaginarle con algunos de esos trajes.



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