Prefacio
Era se una vez, un bello bosque en el que jamás dejaba de ser primavera. En él había un estanque y sobre la superficie crecían nenúfares, lotos y un tipo de flor muy peculiar con forma acampanada de un violeta intenso del que salían semillas de colores. Estas parecían a punto de desprenderse y caer sobre la superficie de agua. Finalmente, cayeron, pero... antes de haber rozado siquiera el estanque, se alargaron hasta tomar la figura de diminutas niñas con orejas puntiagudas, piel blanca como la nieve y alas que les permitieron quedar suspendidas en el aire.
Cuatro princesas del reino de la primavera habían llegado al mundo y debían ser enseñadas por la gran reina Guilda que no tardó en aparecer tras un velo azulado. Su aspecto era memorable. Se trataba de una mujer de cabello azulado que llevaba una corona dorada, sus ojos claros tenían la misma tonalidad que su pomposo vestido celeste, y en la mano sostenía su inconfundible varita dorada.
Sus pies se posaron sobre una de las hojas de nenúfar que había en la superficie y animó a las princesas a que hiciesen lo mismo.
–Vamos a ver qué tenemos aquí... – echó un leve vistazo a las cuatro princesas del reino. Un buen día, una de ellas sería su sucesora en el trono, mientras que las otras se convertirían en sus doncellas. Se fijó en la primera cuyos cabellos eran negros y tenía los ojos grises. Luego, agitó su varita mágica para vestirla con un recargado vestido azul y le otorgó una varita plateada. – Tú serás Ada, el hada de la sinceridad, la fortaleza y el idealismo.
Después desvió la vista hacia la segunda que tenía los cabellos morados y sonrió, pues le bastó tan sólo una mirada para saber cuál era el poder que la dominaba.
Volvió a agitar su varita para vestirla de un bonito vestido del tono de su cabello y le regaló otra varita igual a la de su hermana.
–Tú serás Tina, el hada de la empatía, la afectividad y la intuición.
Miró hacia la tercera que era pelirroja con grandes tirabuzones, más redondas que las demás y tenía los ojos verdes. Sonrió y agitó su varita para vestirla de color verde.
–Tú serás Nessa, el hada de la envidia, los celos y la testarudez. Y tú... – reparó en la última princesa observando su gran belleza. Sus cabellos eran dorados, sus labios carmesíes y ojos azules como el cielo. Hacía mucho tiempo que no existía en el mundo un hada tan brillante como aquella. – Tú serás Ella, el hada del placer, la inmadurez y la vulnerabilidad.
Un bonito vestido rosa vistió a la niña y una varita mágica de color plateado, como el de sus hermanas, apareció en su mano izquierda.
Mientras, al otro lado de ese profundo estanque, junto a las raíces de antiguos robles, entre los champiñones y setas, pequeñas casas de madera ocultas entre la maleza se vislumbraban. En ellas vivían criaturas que poseían la magia ancestral del bosque, aquellos que en nuestro mundo llamamos Leprechauns.
Una de las puertas de una de las casas se abrió y tras ella apareció un hombre de avanzada edad y menguada estatura, que llevaba un traje de chaqueta con chorreras, desgastado y viejo, de un fuerte color verde, y un sombrero de copa sobre sus pelirrojos cabellos de los que salían hojas que habían perdido su color. Su larga barba tenía restos de musgo pegado a ella y era muy abundante.
El nombre de aquella criatura era Oak. Se abrió paso entre la vegetación y se acercó a unos extraños rábanos con apariencia singular que crecían bajo una pomposa seta. Las hojas que sobresalían de la tierra eran de un rojo intenso con betas verdes. Aunque, había uno de ellos que poseía hojas de una tonalidad distinta: eran negras con partes marrones.
Oak acarició las hojas de uno de los rábanos antes de sacar de su chaqueta una pipa de fumar y tras posarla sobre sus labios, esta se encendió mágicamente. Dio una calada y echó el humo sobre las hojas de aquellos rábanos. En seguida, estos empezaron a estremecerse y el hombre comprendió que ya estaban listos para su recolección.
Agarró un rábano por las hojas y tiró de él con toda la fuerza que le fue posible, sacándolo de la tierra. Este tenía una forma singular: era alargada con pequeñas rugosidades, como si fuese una patata. Algo extraño sucedió entonces, era como si algo vivo estuviese tratando de salir del capullo que lo contenía y no tardó mucho en rasgar la arrugada bolsa para abrirse paso hacia la vida. Un extraño líquido cayó sobre la arena mientras un niño salía de su capullo y se sacudía para librarse del exceso de líquido. Sus cabellos estaban formados de esas mismas hojas rojas con motas verdes de las que Oak tiró con anterioridad y su piel se fue volviendo blanca a medida que el aire lo secaba. Pequeñas pecas aparecieron bajo sus ojos y estos de un verde intenso buscaron la presencia del ser que lo había traído a la vida.
Sus peculiares cabellos hechos de hojas rojas se hondearon con la suave brisa, mientras Oak le daba la bienvenida.
–Bienvenido a vuestro hogar, Rómulo.
Ese sería el nombre por el que se le reconocería en el mundo, el mismo que el cuidador de los capullos daba en su nacimiento.
El pequeño ladeó la cabeza para apreciar mejor el lugar en el que había nacido, dándose cuenta de que el mundo era mucho más que la pequeña ciudad que había bajo los árboles, pues, al otro lado del estanque, había un majestuoso árbol en el que vivían las hadas que un día tendría que obedecer.
Oak agarró otro rábano, uno que parecía podrido, y al igual que el primero, este se abrió paso a la vida. A diferencia de su hermano, su piel era tan oscura como la noche y hojas marrones cubrían su cabeza. El niño de ojos chocolate se fijó en el anciano y sonrió. Parecía estar sano como cualquier otro de su especie, con la diferencia de que era distinto al resto.
El anciano no cuestionó aquel extraño suceso de la naturaleza, pues si aquel rábano había nacido de aquella forma, ¿quién era él para cuestionar los deseos de los bosques?
–Bienvenido a vuestro hogar, Daniel.
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