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23







Para que Renoir encontrara más inspiraciones que en los retratos de algunas damas, tuvo que pasar por guerras y muchas calamidades. No fue sino hasta mucho tiempo después de ellas que encontró su alma impresionista. Así que no puedo quejarme. No cuando tengo unos padres que me aman, amigas que se preocupan por mí, dos gatos preciosos, y demasiadas ganas de vivir. Vivir bien.

Ni siquiera sé si debería, en este momento, dejar de mirar la pared del frente, en mi habitación. Está llena de distintos bosquejos; el último que añadí fue el dibujo de mi padre mientras, asimismo, dibujaba el árbol de su jardín. Creo que nunca antes había tenido tantas ganas de sentirme abrazada por ellos, segura, ansiosa por mirarlos y agradecerles lo mucho que me han dado.

Por sus esfuerzos.

Por sus sacrificios.

Y quizás de paso, si estuviera ahí, en esa pequeña casa de un barrio pobre y solitario, les contaría que no sé qué hacer. No sé si tomar la oportunidad que me están dando. El papel de la carta que me ha llegado hace como dos horas aún está desplegado junto a mí, como un corazón diseccionado, la promesa de un futuro, la mirilla de un caleidoscopio, con todo y sus colores multifacéticos.

—Emma, es tarde —dice Nat, dando pasos presurosos en el interior de mi cuarto.

Voy vestida de gala esta noche, pero mis músculos se sienten a la intemperie y mi cuerpo es más friolento que en otras ocasiones. Desde el concurso hace un mes, no he tenido valor para decirle a Nat y Reed cómo me siento. Me pasaba antes. Y estaba un poco desacostumbrada a esa sensación opresiva.

Hoy, es como si hubiera retrocedido.

Detesto sentirme así, como si debiera algo, como si hubiera sido yo la mala de este cuento. Ya me miré al espejo varias veces para jurarle a mi yo romántico que las decepciones de alto calibre, como esta, pasan a menudo, cada día que transcurre. Sí. En alguna parte del mundo hay un hombre engañando a la mujer que tanto lo ama; en ese rincón inhóspito está una mujer abandonando a un hijo; una hija aborreciendo a su madre, cayendo en las drogas, destruyéndose.

Y yo estoy aquí, triste porque me ha llegado la oportunidad de mi vida y lo primero en lo que pensé es en Reed. Ya traté de una y mil veces, en estos ciento veinte minutos, de preguntarme qué me dirá él cuando se lo diga.

Antes de que Jamie fuera a parar al hospital por esa congestión alcohólica, habría podido jurar que Reed me apoyaría. Pero hoy tengo mucho miedo; mis ideales se deconstruyeron cuando no llegó al concurso, cuando se disculpó tantas veces y esperó pacientemente a que se me pasara el enojo. O la decepción. Lo más terrible de esto es que las decepciones calan más profundo que un momento de ira. Puedo enojarme, sí, y al siguiente minuto ser la persona más feliz del planeta Tierra. Sin embargo, la decepción provoca miedo.

Y yo odio tener miedo de mis emociones.

—Las chicas organizan un evento en Navidad. Tal vez deberíamos comprar...

—Voy a pasar Navidad en Isleton. Con mis padres.

Una mirada de incomprensión, al principio, me es devuelta. Veo cómo Natalie titubea y al minuto que le sigue a este apoya la espalda en un taburete. Sus brazos cruzados sobre el pecho hacen que parezca indefensa.

—Pensé... Pensé que haríamos algo, como cada año.

—Este año no es así —insisto. Me pongo de pie casi de un salto, y sujeto la carta del director del Museo—. Me ha dado una punzada nostálgica y necesito estar con ellos en estas fechas.

Un asentimiento por parte de ella me tranquiliza, aunque sé qué es lo que está pensando.

—Reed ya sabe, me imagino —inquiere, mientras yo me pongo un abrigo.

Estamos por partir a la función nocturna de la obra de la que es asistente, en la que Giovanni es director de escena. Suspiro profundamente y me acomodo el cabello. Sobre mi cómoda, junto a mi cuaderno de bosquejos, dejo el sobre con la carta dentro. Es una misiva escrita en computadora, pero la firma es de un hombre serio, tal vez de modales discretos y una perspicacia increíble.

En la epístola, me enviaron la esperanza que necesitaba estos días. Es la prueba fidedigna de que, cuando algo no sale como quieres, quizás es lo mejor. Lo que más te conviene. Lo que te sana más rápido y te ayuda a levantar los trozos de eso que perdiste intentándolo.

—Es que casi acabo de decidirlo —confieso—. Anoche recordé que el cumpleaños de mi madre es en enero y como no podré ir a verla, pienso que es mejor que se lo adelante.

—Si tú lo dices —replica Nat, el ceño fruncido.

—Pues claro.

He sonreído, pero quiero llorar.

Cosas contradictorias y no por eso inexplicables.

—Sería mejor que nos dijeras que sigues enojada con nosotros por haber faltado a Casablanca.

Le lanzo una mirada recelosa y, sin decir nada, sujeto mi bandolera para colgármela del hombro. Natalie me observa unos instantes para, después, darse la vuelta. Se pierde en el interior de su pieza como si hubiera querido huir de mi silencio. Papá siempre me dijo que una mirada es tan poderosa como el discurso más largo de un candidato a la presidencia del país. Y con esto, me atrevería a decir que es cierto.

Miré a Nat con un poco de indignación...

Antes de empezar a cavilar de nuevo, siento cómo Rose y Renoir entran en mi alcoba, mientras él se frota en mis pantorrillas, con su cola levantada. La gatita, que es más quisquillosa a la hora de recibir cariños, se queda admirándome desde la cama, a donde ha saltado cuando llegó. Así, confiando que Reed reaccionará como creo que lo hará, abrazo a Renoir y lo llevo hasta la cama, depositándolo ahí, junto a su hermana.

Natalie sale casi al mismo tiempo de su habitación, ya abrigada perfectamente. También se ha peinado muy bonito y le cuelgan de los oídos unos pendientes para los que ahorró demasiado.

—Reed piensa igual que yo, ¿sabes? —masculla ella a mis espaldas.

En mitad del pasillo, me giro a mirarla.

—De verdad, no quiero hablar de esto.

—¡Es que ese es tu problema! No quieres hablar ni con tu novio, ni conmigo. Y está mal, Em.

—No, no está mal. Lo que sucede es que ustedes saben que hicieron algo horrible conmigo y no tienen idea de cómo justificarse para que yo vuelva a mostrar mi cara de estúpida y hacer como si no hubiera ocurrido nada. —Miro en todas direcciones sin reparar en el rostro de Natalie, cansada hasta el tuétano de que finjan—. Ya no me importa si  siguen limpiando el culo de Jamie hasta que se queden sin vida propia, pero para mí, eso se terminó.

—Ya te pedí perdón —susurra ella, decaída.

Sonrío otra vez.

Pero la verdad... La verdad es que mis sentimientos no apuntan para nada a la diversión.

—Y yo le pedí a Reed que no le permitiera a Jamie que lo manipulara de nuevo. No me hizo caso, así que no tengo por qué hacer lo mismo con ustedes. —Niego con la cabeza—. Es más, a mí me parece que ahora que son confidentes y que se han unido para reparar la vida del inútil de Jamie...

—Tiene VIH. Jamie. Hace un tiempo que lo sabe.

Lágrimas anegan los ojos de Nat en cuanto lo dice. Titubeo unos segundos, buscando la manera de explicar que incluso así... Incluso así...

Parpadeo dos veces, camino hacia la sala y me dejo caer en un sofá.

Esta vez, sin embargo, me prometo no llorar. Hago un recuento de todos estos años protegiendo mi integridad como persona, guardándome para el indicado, para una persona que supiera valorar emociones mucho mejor que un buen retrato o una fotografía de un rostro bonito. Mi vista, clavada en un punto ciego al frente, recorre con pasos dolorosos el viaje que significa formarte como adulto. Decidir quién serás, cómo, cuándo...

Hasta cuándo...

—Será otro de sus engaños.

—Nos lo dijo el médico —lloriquea Natalie.

Sigo sin poder creer que esté llorando tan desconsoladamente y que sea yo quien se mantiene impertérrita, como si no hubiera oído nada.

—VIH —musito, saboreando la palabra—. Una enfermedad incurable, peor que...

—Peor que todo lo que te puedas imaginar.

—Debieron decírmelo —espeto.

—Jamie no quería, y tampoco yo, sinceramente. Ahora... No iba... No iba a contártelo, pero es que no lo soporto más. No soporto esto de haberte desilusionado así cuando me necesitabas. No puedo con ello.

—No es tu culpa, Natalie —suspiro.

No quiero llorar.

No voy a llorar.

Jamie es como mi hermano —continúa mi amiga, casi hecha pedazos.

Otro motivo para estar enojada con Jamie.

—Quizás deberíamos quedarnos en casa después de todo —murmuro, tras rascarme una ceja.

—Necesito esos créditos. Lo sabes.

—Giovanni entenderá —repongo.

Natalie se sienta a mi lado y empieza a explicarme que no puede contarle nada de esto a nadie, que ni siquiera Jamie puede enterarse de que lo sé. No dejo de prestar atención a sus palabras llenas de impotencia y dolor, a pesar de que tampoco me concentro del todo, ya que estoy haciendo una lista terrible en mi cabeza; VIH.

Pensamos que podíamos ayudarlo —digo, pasados unos minutos—. Pensamos que tocaría fondo, y así lo hizo.

—No se le desea esto ni al peor de tus enemigos.

—Natalie, tienes que despertar —me apresuro a decir, irguiéndome—. Así como la gente que comete errores lidia con sus consecuencias, tú tienes que lidiar con tus buenas decisiones, que también tienen consecuencias. Eso es lo único que espero, de ti, de Jamie... de Reed. Porque es lo que yo voy a hacer.

Los ojos de Natalie se cierran por unos instantes, y luego se pone de pie para quedar enfrentada conmigo. Es un amasijo de nervios, ahora mismo, aunque bien podría decir que está conteniéndose a cada minuto que pasa. Su rostro inmaculado tiene marcas de expresión en la frente, por el llanto, y se ha cubierto las ojeras con correctores, luces y otras cosas que yo nunca he sabido cómo usar.

Los ojos son la ventana del alma. Mi madre siempre me lo ha dicho.

Y cuando Natalie deja a la vista ese interior... Solo entonces sé que las personas más valientes no son las que toman grandes riesgos. Son las que yerran una vez, reconocen su error, se levantan, y lo intentan una y otra y otra vez hasta lograrlo. Por fin.

—Eres valiente, Nat. Y Reed. Y la madre de Jamie es valiente por intentar salir del hoyo. Ella merece saber lo que le pasa a su hijo. Merece estar con él. —Respiro hondo, y echo un último vistazo al reloj de mi pulsera—. Si Jamie quiere mi apoyo moral, no voy a dudar en dárselo, pero eso no quiere decir que voy a detener mis planes, que tanto me han costado, para quedarme a vigilar sus pasos. Y si él me lo pidiera comprobaría mi teoría de que es un egoísta insufrible cuyas aspiraciones en la vida dejó enterradas por algún lugar, en alguna cama. Cuando dejó de importarle su seguridad física y emocional e intentó socavar el pretexto de que sus padres tienen la culpa. Sí, lo educaron de forma bruta, pero también a ti. —Me muerdo el interior del labio—. Sé que sueno dura y que...

—No —ataja Natalie, más serena ahora—. Es cierto.

—Llega un momento en el que debemos desprendernos del cordón umbilical, podrido o no, y empezar a tomar decisiones para nosotros. Jamie tomó las suyas. Yo las mías. Es complicado y triste y me duele, no voy a decir que no, pero... No sé qué más podría hacer por él cuando él no hizo nada por sí mismo. La cosa es que esto pudo haberle ocurrido a cualquiera... pero él ha decidido ser horrible y de eso el virus no tiene la culpa. Así que...

Por fortuna, cuando mis ojos están a punto de llenarse de lágrimas, Natalie se limita a asentir y me indica que sí, deberíamos marcharnos ya. Deberíamos ir a un evento donde mucha gente sonreirá, y quizás también sonreír un poco para olvidarnos de la sombra de tristeza que caerá en esta etapa de nuestras vidas.

Aunque Jamie ocupa muchos de mis pensamientos mientras nos adentramos en el elevador, la cara del director del museo sigue siendo mi prioridad. 

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