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14







—Te he dicho, como mil veces, que te quedes quieto.

—Me lo dijiste dos veces, Em.

—Reed, ¿no te he dicho que puedes ser un incordio también?

—No.

—Pues lo eres.

—Y aun así te gusto.

Sacudo la cabeza para evitar reírme. Sé que me delatarán mis mejillas, que mis ojos, si lo miro a los suyos, hablarán por mí y que no me quedará de otra que darle la razón; la realidad es que no es un incordio para nada, pero casi termino el bosquejo inicial —después de echar a perder cinco antes— y esta tarde no ha hecho más que ponérmelo difícil.

Está sentado en la misma posición de siempre; las piernas cruzadas, una punta del edredón cubriendo su entrepierna —lo acordamos para la sanidad mental de los dos—, y la espalda ligeramente encorvada para que se marquen más los músculos de su abdomen; elegí dibujar solo su centro. Haré de mi cuadro un resumen de la esencia de Reed. Porque, cuando supe lo de su lista de reproducción musical, me enterneció tanto que me vi obligada a remunerar el honor.

Mi cuadro, con su permiso, también se llamará Durmiendo entre flores. Cuando Natalie lo supo me miró con desconcierto, evadiendo el tener que preguntarme qué tan en serio íbamos. Supuse que no tendría que responder en ese momento, pero ella me obligó a hacerlo y no me dejó marchar hasta que le conté que ni Reed ni yo hablábamos sobre el tema.

Después de su cumpleaños número veinte, él se mudó a su departamento, donde nos encontramos ahora. Gracias al cielo, eso ayuda a que Natalie esté tranquila. Reed dice que son celos, y miedo, pero me siento mejor sin dar demostraciones de cariño delante de ella.

—Al menos podrías fingir que no te gusta molestarme —digo, y me giro para tomar un carboncillo—. Ya te puedes vestir.

En lugar de obedecerme, él se recuesta en la cama, quizás porque está cansado de haber tenido la misma posición durante casi dos horas; afuera ha comenzado a anochecer. Mayo ha entrado en California con unas temperaturas horrendas. Debido a ello, lo único que quiero usar son pantalones cortos y blusas de tirantes. Tampoco me dejo el cabello suelto ya que la incomodidad no tarda una vez que el calor hace lo suyo.

Además, ver a Reedy desnudo no ayuda; la temperatura de mi cuerpo reacciona con ímpetu en cuanto lo veo semidesnudo... Casi puedo sentir, cuando él se desprende de la camiseta y de los pantalones, que su piel clama por mi atención.

—Estás loquita —dice, al tiempo que se pone los calzoncillos—. No quiero molestarte. Pero admito que me encanta ver cómo tus mejillas se encienden. Puedes ser muy mandona si te lo propones.

—¡No es verdad! —exclamo.

Escucho el ligero chirrido que emite la cama una vez que Reed la abandona. Para cuando se acerca a mí y me abraza por la espalda, hago uso de todo mi autocontrol para no pegarme a él; es como si no tuviera ninguna manera de negarme a su cercanía, ninguna forma de repeler el sentimiento de lujuria que nace en cuanto busco sus músculos firmes, las formaciones que ya comienzan a ser fibrosas por el trabajo al que se empeña a someterlas.

Es como si mis terminaciones nerviosas, de pronto, supieran que hay otros tipos de arte que yo aún no conozco.

—No paras de decirme qué y cómo hacerlo —musita, contra mi oído.

Liberándome de su agarre, me giro en los talones para enfrentarlo. Efectivamente, no se ha molestado en ponerse ni la camisa ni los pantalones todavía, así que reviso muy rápido toda la extensión de su cuerpo y luego clavo la mirada en la suya.

Con una ceja elevada, Reed se estira y se agacha dos veces, recogiendo sus prendas donde las había dejado tiradas.

—Eso es porque este es mi lado profesional, bobo —susurro—. Tú te ofreciste y ahora te aguantas.

—Si alguien me hubiera dicho que mi primera relación formal de noviazgo sería de este modo, me habría preparado mentalmente.

Tuerzo una mueca sin saber qué decir al principio. Reed se enfunda sus vaqueros, se pone la camiseta y se acerca a mí de dos grandes zancadas. Lleva puestos solo sus calcetines y, una vez que me rodea con sus brazos, noto que se me acelera el pulso al comprobar que ya sé qué decirle a Natalie cuando me pregunte si esto es serio o no.

Aunque, si me lo pienso un poco, no es que hubiera podido ser de otro modo.

—Eres un novio desgastante —mascullo.

Él sonríe de lado, me planta un beso rápido en los labios y luego se aparta.

—Tengo hambre —dice, yéndose a través del marco que divide su habitación y el enorme espacio que dispuso como sala de estar.

—Tú siempre tienes hambre —replico, a pesar de que sé que no me está escuchando.

Empiezo a recoger mis cosas y, poco a poco, voy guardando mis utensilios en un maletín que uso para mis clases. Escucho el ajetreo de la ciudad por la noche, que va en aumento; pronto tendré que volver a mi sitio, y eso me provoca una sensación de abandono en el pecho. Estoy muy acostumbrada a pasar tiempo con Reed. Ya me he dicho que necesito salir más con mis amigas, incluso he decidido acudir a las fiestas de Tally más seguido.

Pero es que... cuando lo miro, recuerdo y me justifico diciéndome que esta es nuestra etapa de descubrimiento; me digo que no estoy haciendo nada malo, que cualquier chica de mi edad, cuyas emociones está experimentando, se sentiría de esta manera.

—Emma... —Reed se encuentra de pie en una pilastra; su ceja rubia, la izquierda, se enarca con suficiencia; lleva el móvil en la mano y una máscara, en resumen, de impaciencia—. Tengo que ver a Jamie dentro de una hora.

Luego de volverme a mirarlo, sacudo la cabeza.

No le hemos dicho nada a Jamie, por supuesto; empiezo a cansarme de tener que ocultar algo que me hace tan feliz; pero es que su situación ha empeorado mucho. La primera semana que Reed pasó aquí, Jamie lo llamó varias veces y trató de que no nos contara nada. Ha mantenido uno que otro pleito con Mara a causa de su actitud enervante y de su poca paciencia. Sin embargo, todos creemos que lo que le impide continuar con su intento de estar «cómodo» al lado de la profesora, es su interior, algo que yace dentro de él y que no quiere dejar salir.

—Yo puedo irme sola, si quieres —digo, tratando de sonar indiferente.

—No digas tonterías —sonríe Reed, mientras se marcha—. Como algo rápido y nos vamos. Ven...

—No tengo hambre —espeto.

Cierro el segurito de mi bolsa y avanzo con ella al hombro, en dirección de la cocina. Los muebles que Reed dispuso para su sitio son de tonalidades grises y cafés. Las mesitas en tono chocolate me han encantado, sobre todo porque Reed prometió que podía pintar en ellas; aún no están barnizadas de manera que será muy sencillo.

En la alacena donde Reed está recargado, a su lado, hay una taza gigante con un girasol pintado a mano; mi regalo por su recién cumpleaños que festejamos primero con su padre, luego con Jamie y Nat... Y por último él y yo solos. Aquí, viendo una película.

Sin pasar de la primera base, claro.

Tarde o temprano tendremos que decírselo —murmuro, tras suspirar sonoramente.

Reed le da un trago al té que se está tomando.

Lo observo mirar al techo, con gesto inexpresivo.

—Trataré de que sea más temprano que tarde —dice.

—Es que no estamos haciendo nada malo —insisto—. Él ya es un adulto.

—Y le gustas —me interrumpe.

—Otra vez con eso —repongo, cruzándome de brazos—. No es relevante; aquí lo que importa es lo que yo quiero.

—¿Me quieres a mí?

Resoplo aire y Reed sonríe.

—La verdad es que me gustas para pasar el rato; la universidad comenzaba a ser aburrida —musito, en tono circunstancial; Reed se muerde el labio inferior y, alentada por su aspecto, digo—: Quería arruinar los sueños de todas las que andaban detrás de ti.

—Qué ruin, Emma. Menos mal que no soy virgen.

—No te ofendas, pero, con veinte años, dudo que tengas el currículum de un experto —me encojo de hombros.

—¿Estamos hablando de sexo genuino? Estoy decepcionado, Em, apenas llevamos saliendo un mes. Creí que tenías principios.

Echo la cabeza atrás, a punto de soltar una carcajada. Al recuperar el aliento y mirarlo otra vez, mientras él engulle el último trozo de su baguette de atún, encuentro que su mirada soñadora está ahí de nuevo.

—Cumplo veinte ya casi —replico—. Puedo hablar de un montón de cosas sin que me riñan.

—En ese caso, no, no soy un experto, pero para ti, seguramente sabré lo necesario.

—Yo no he dicho que voy a tener sexo contigo —sonrío.

Él sacude la cabeza, se limpia las manos con una servilleta, y después de acercarse más a mí, tira de mi cintura tan fuerte que pongo las manos contra su pecho para no perder el equilibrio; durante varios segundos, todo lo que hace es olisquear mi pelo, mi cuello y recorrer el contorno de mi cintura con la mano libre.

Intento apartarme en dos fallidas ocasiones y, a la tercera, Reed se reclina para mirarme.

—¿Ni siquiera pisarás conmigo la segunda base? —me pregunta.

—No sabría qué hacer ahí —digo, y le pongo un dedo sobre los labios.

Reed cierra los ojos y, al abrirlos, musita—: En su momento, lo sabrás —deposita un beso casto en mi mentón antes de apartarse, liberándome de su abrazo—. Aunque, por ahora, no me molestaría esperar varios meses en la primera.

Me ha dado la espalda, yéndose tan rápido que apenas alcanzo a escuchar que me comenta que tendremos que tomar un taxi hasta mi departamento; de lejos, también oigo que me propone hacer una pijamada... Mis pensamientos viajan a esa posibilidad... Internamente, me prometo no derrumbar esa valla al menos hasta saber que... Hasta encontrar cómo explicar lo que siento y tener la certeza de que Reed se siente igual.

—Técnicamente no estaríamos haciendo nada nuevo —comenta él, una vez que ha vuelto de la habitación.

—No, técnicamente, no; pero no es usual que la novia duerma en la cama del novio si no... —bajo la mirada.

Los pasos de Reed, viniendo en mi dirección, provocan que mi corazón dé un vuelco.

—Yo dormiré en el sofá —dice, acunando mi rostro en sus manos—. Pero no quiero perder el hábito de ver una película contigo y dormirme con el aroma de tu cabello pegado a mis fosas nasales. No sabes lo bueno que es para mis nervios.

—Reed, tú no eres nervioso.

Él se encoge de hombros.

—Lo soy cuando te tengo tan cerca.

Esbozo media sonrisa mientras pongo las manos en su cintura; tengo que ponerme de puntillas para alcanzarlo mejor, pero no me molesta. De hecho, empiezo a disfrutar de esto, de saberme más pequeña junto a él y de poder abandonarme a sus besos cálidos y tiernos de vez en cuando. Este mes ha sido como un recordatorio de que la vida, dependiendo de la persona, se vive o transcurre sin ningún chiste

Reed y yo fomentamos el uno con el otro la confianza, sin saber ni esperar que diera estos resultados.

O quizás es solo lo que me pasa a mí con él.

Sus labios juegan con los míos en un beso pausado a veces, lento otras, rítmico otras tantas; sus suaves, compasivos y dulces; aún tiene el aroma del té de limón impregnado en ellos. Una de sus manos baja hasta posarse en mi cadera, al tiempo que la otra desciende para sujetar con sutileza mi cuello y nuca. Mientras pasan los segundos me percato de que, dentro de nada, este se convertirá en un beso largo.

De los peligrosos.

Lo sé por el latido desembocado de mi corazón. Lo sé por la sensación de miedo que me ha nacido en el pecho...

—En dos semanas es el festival de despedida en la fraternidad de Reese —me espeta; entrecierro los ojos porque no sé a dónde está yendo (no voy a fiestas en fraternidades)—. ¿Quieres venir conmigo?

—Eh, no creo. Pero si te invitó a ti, ve. Por favor, no dejes de hacer cosas con tus amigos por mi culpa —suplico.

Reed me besa las dos mejillas, y me da un leve empujón hacia la mesa de granito donde dejé mi bolsa. Me la echo al hombro tan pronto como veo que él agarra las llaves de la repisa, para irnos.

—Es una causa benéfica, según me dijo —me cuenta, al salir del loft—. No le creo en lo absoluto porque siempre termina ahogado de borracho —dice, sonriendo—. Pero Jamie estará ahí y no quiero dejarlo solo en una barahúnda de alcohol.

Trago saliva al escucharlo. Estoy a punto de sentirme culpable y, sin embargo, empujo ese horrible sentimiento a ninguna parte. No lo quiero en mí. Y, a pesar de que quiero pedirle que cuide de él, me obligo a seguir oyendo.

—Si Jamie estará ahí, ¿por qué querrías que yo fuera? —pregunto.

Reed estira la mano y entrelaza mis dedos con los suyos, avanzando con paso firme hacia el elevador.

—Espero que ya lo sepa para entonces —sonríe y se lleva mis dedos a la boca.

Está dejando un beso ahí cuando noto que vibra mi móvil. Es un mensaje de Nat que dice que llegará tarde hoy.

De nuevo.


*


El día de hoy Jamie está más parlanchín que nunca. A estas alturas de nuestra amistad, dudo que esté en un error al pensar que, después de ese extraño cambio de actitud tras haber pasado un mes entero quejándose y de mal humor, en cualquier momento nos contará el motivo de su felicidad. Me siento terrible por pensar así de él, pero es que...

—Se lo dije a Reed con June —sonríe de pronto.

Sigo masticando la galleta de chocochispas que Nat me ha dado para mi batido. Jamie está sentado justo frente a mí, de modo que me es bastante perceptible el cómo solo yo soy su foco de atención.

Dejo caer la mirada y examino atentamente la superficie de la mesa.

—Jamie... —advierte Reed.

—Siempre te digo que tengas cuidado, ¿o no? —repone Jamie.

Levanto la vista para comprobar el semblante de Reed, cuyos ojos están clavados en mí. Natalie nos mira a ambos de hito en hito.

—¿Quién es June? —cuestiona Nat.

—La hermanita de Gaya, ya sabes; una chica muy guapa. Estudia medicina, creo —responde Jamie.

En otra situación, habría confirmado que sí, que June estudia medicina y que sí, es muy guapa. Pero lo que Jamie nos cuenta en realidad hace que me queden cero ganas de entablar ninguna conversación. La fiesta en la fraternidad a la que Jamie y Reed fueron ayer, tendría que haber sido el límite; se supone que Reed le contaría sobre nosotros, ya que ha sido imposible que se lo diga en las semanas pasadas.

Mientras estudio las boronas de la galleta en mi plato, descubro que no quiero mirar ni a Reed ni a Natalie, ya que me siento triste... Me siento tonta y sí, un poco celosa. Sin embargo, hago una gran inspiración y me remuevo en mi asiento. Tanto Reed como yo salimos de trabajar hace dos horas; vinimos a cenar a su departamento y yo estaba segura de que algo bueno ocurriría esta noche.

Estaba segura de que nada empañaría mi felicidad y que por fin podría dejar de fingir...

—Está sobre él hace un rato ya —continúa Jamie—. Pero anoche usó una estrategia que, al parecer, dio resultados...

—No ha dado ningún resultado. No digas estupideces —dice Reed, levantando la mirada.

Lo hago también y, por desgracia, en el camino nos encontramos, pero yo aparto la mía porque no sé si tengo suficiente valor de seguir escuchando el relato.

Natalie, sin embargo...

—Me muero por saber qué pasó —dice, en un tono que delata su enojo.

Observo cómo Reed se pasa una mano por el pelo, clara alusión de su nerviosismo.

—Accidentalmente —nos espeta Jamie, eufórico (de verdad parece no darse cuenta de mis expresiones torturadas y de la cara lívida de Reed)—, la chica le tiró una cerveza encima. Se ofreció a limpiarla, claro. Un buen pretexto para meterse en la misma habitación que Reed.

—No pasó nada —se defiende el otro—. Cuando vi que estaba detrás de mí...

—... La acompañó a su dormitorio —lo interrumpe Jamie, al tiempo que se introduce una dona de azúcar glas en la boca—. Cada vez me sorprenden más las chicas.

—Y a mí no dejan de sorprenderme los muchachos —ataja Natalie.

—Es un buen acto de caballerosidad —digo, en voz baja; Jamie se me queda mirando con aire aprensivo, y por la manera en la que lo hace decido continuar—: Me alegro de que sea así.

—Yo también —admite Jamie, encogiéndose de hombros—. Es una buena chica y tremendo...

—Da la casualidad de que a mí no me gusta —lo interrumpe Reed.

A pesar de lo que ha dicho, mi corazón parece haberse saltado varios latidos por el esfuerzo que le supone seguir haciéndolo. Trato con todas mis fuerzas de mantenerme indiferente. Quiero dejar en claro que esto no me afecta, que puedo aceptar que estas cosas ocurren todos los días. Es lo bonito del amor; sabes que lo sientes cuando te duele así.

Antes de levantarme de la silla, echo un último vistazo a mis amigos, y me relamo los labios.

—Tú ya lo sabes —farfullo, la voz quebrada—. Puede que te lo parezca, pero no soy idiota, Jamie. Y gracias, de cualquier modo. Me aclaras la mente porque ahora sé que no se puede confiar en ti...

Instintivamente le regalo una mirada de reprobación a Reed... Quien se levanta al mismo tiempo que yo y da un paso hacia mí. Me cruzo de brazos al notar que intenta explicarse y, quizás porque quiero poder pasar por alto el malentendido, quizás porque ya comencé a quererlo mucho, me quedo de pie en mi lugar, detrás de la silla.

Jamie no se ha movido un centímetro...

—No sé de qué me hablas —espeta, ufano.

—Cierra la puta boca de una vez —dice Natalie y se dirige a Reed, haciendo un aspaviento cuando agrega—: Habla, te escuchamos.

Una sonrisa tira de las comisuras de los labios del aludido.

—No me importa lo que diga, voy a escucharte a ti —susurro.

—Caminé hasta encontrar un taxi, es todo. Jamie se iba a quedar y mis intenciones no son estar en lugares así.

—Está bien —asiento—. Ahora necesito mi espacio...

—No, Em. A ver —Él se lleva las manos a la cabeza y suspira profundamente—. Quédate. Habla conmigo.

—Lo haré, pero no ahora —mascullo.

Tras apretar las quijadas, Reed niega con la cabeza, se vuelve hacia Jamie, y dice—: Sé que te prometí algo, y he tratado de hablar contigo, pero cada que lo intento cambias de conversación. —Jamie se limita a escudriñarlo, la mirada entornada—. Emma y yo...

—Te lo advertí —ataja Jamie, poniéndose de pie.

—Lo sé y lo siento —continúa el otro; Natalie me lanza una mirada de apremio, pero yo no sé qué hacer ni sé si debería intervenir—. Jamie, de verdad espero que lo comprendas.

—Pues no lo hago; nunca te pido nada. Eres, quizás, el único amigo de verdad que tengo y casi te supliqué que no lo hicieras.

Noto que Reed agacha un momento la cabeza y, al siguiente, se coloca las manos en la cadera.

—Traté de no... No quería herirte, pero ahora tú estás con Mara y yo no he tenido manera de evitar enamorarme de ella. —Jamie sonríe, sacudiendo la cabeza; Reed, en cambio rueda los ojos—. Esto... sí, estoy enamorado de ella.

—Eso no me importa. Ya lo sabes.

—Debería de ser suficiente para ti, si en verdad la quieres.

—Y una mierda, Reed. Supongo que niño mimado una vez, así lo será siempre. Tienes que tenerlo todo.

—No es así.

—Como sea —dice, antes de darse la vuelta y caminar hasta la puerta.

No regresa sobre sus pasos ni tampoco nos llama a ninguno cuando, sentados a la mesa de nuevo, Natalie nos comenta que está empeorando de alguna forma. Es ella quien trata de aliviarnos y nos asegura que no tenemos la culpa de nada.

Necesito, con urgencia, creerlo. Si no, me sentiré mal lo que resta del curso. Me sentiré mal hasta que no vea que Jamie está mejor...

—Es obvio que ya se había dado cuenta —dice ella, luego de pensárselo—. Por eso te evadía —le explica a Reed, que no se ha dignado a mirarme; de hecho, tiene cara de funeral—. Oye, bombón, no te aflijas.

—Cómo no hacerlo, si se veía fatal —comenta el otro.

Cuando levanta la cabeza, se limita a mirar a Natalie. Le hago un gesto para que entienda que, ahora mismo, necesito un poco de espacio con él. Quiero que hablemos y que pongamos las cartas sobre la mesa. No deseo que este extraño triángulo amoroso me afecte, ni que arruine mi idea de una relación limpia, sin pesadez.

Reed, por otro lado, parece haberse quedado con la mayor parte del veneno en las palabras de Jamie...

—Voy a ir a buscarlo. ¿Eso te hace sentir más tranquilo? —pregunta ella.

—Un poco, sí. Gracias, Nat.

—No lo hago por ti —le responde, mientras se yergue—. Mejor me voy, Em —me mira, las cejas enarcadas—. Nos vemos en casa...

—Sí, tomo un taxi.

Ya que la puerta se cierra a sus espaldas, me percato de cómo Reed sigue evitándome. Soy yo quien se acerca a él con pasos taciturnos y lo encuentra en mitad del hall del vestíbulo; sus ojos, tras resentir mi presencia, se posan en su mirada de iris claros. Parpadeo en varias ocasiones hasta que me escuecen los ojos.

Miro hacia otro lado cuando se me llenan los ojos de lágrimas...

—Es fácil enamorarse de alguien como tú, ¿sabes? —sonrío. Reed no hace nada ni parece querer hablar—. Siempre he dicho que no hay nada mejor que un corazón roto a causa de un amor como este.

—Em... —musita él, en tono bajo, cerrando los ojos.

—No hace falta que me digas nada si lo que vas a decir es que no podemos continuar —espeto—. Pero sí quiero que te quede claro que, si terminas, no hay vuelta atrás. A mí las relaciones tóxicas no me van de ninguna manera. Y odiaría estar en una de ellas.

—Tú viste la reacción de Jamie. Viste cómo se puso.

—Por Dios, Reed, ¿de verdad no ves que te está manipulando?

—Yo tengo muchísimo. Tengo a mi familia, y él...

—Si de verdad hubiera querido algo conmigo, no estaría ahora mismo con Mara, revolcándose con ella. Perdóname por tener esta idea tan absurda sobre el amor; nadie me dijo que las palabras hirientes, las humillaciones y los chistes a mis costillas son la demostración más genuina del interés romántico de alguien hacia mí. Soy medio tonta también, me enamoré del equivocado; de ese que eres tú la mayor parte del tiempo, cuando no actúas bajo la influencia de una persona que me quiere solo porque es a ti a quien deseo yo.

Un silencio profundo se hace oír en medio de nosotros. Al ver que no va a decir nada, que cualquier cosa que diga es totalmente inservible, me giro sobre los talones, agarro mi bolsa y, mientras me la cuelgo, dejo que bajen las lágrimas que pugnaban por salir. Al principio, me siento ridícula por ser tan sentimental.

Mi voz interior me recrimina por ser esta criatura que se boicotea a sí misma.

—Es una pena, habría tenido sexo contigo sin dudarlo ni esperar meses —farfullo, resuelta a irme.

Doy dos pasos hacia el vestíbulo y, cuando paso por su lado, él se interpone en mi camino, y de inmediato levanta las manos para sujetar mi cara. Me cuesta mucho resistirme al impulso de apartarlo de mí, porque mi lado orgulloso me exige que me dé mi lugar y que me marche. Sin embargo, la Emma que siempre perdona a Jamie, la que escucha atentamente a Nat y entiende su reticencia a enamorarse, mira a Reed a los ojos y suspira.

Me siento casi aliviada de verlo tragar saliva, y que de sus ojos también brotan de ese tipo de lágrimas por las cuales se escriben poemas y canciones.

—Perdón —dice, limpiándome el agua de las mejillas—. Te quiero, perdón.

—A Jamie se le va a pasar lo que sea que le esté ocurriendo —digo, y también uso mis dedos para quitar las lágrimas de sus mejillas, que van sonrosadas por la excitación.

—Vamos a ver esa película antes de que ocurra otra cosa —me insta.

Luego de hacer una mueca, porque lo cierto es que no sé si es buena idea, lo sigo sin chistar hasta su habitación; hay muchos espacios vacíos en el loft aún, así que Reed ha decorado primero el sitio donde duerme, ya que es ahí donde está también la TV.

Lo observo buscar el film en el catálogo de la aplicación de streaming, y leo un mensaje que me envió Nat hace poco menos de un minuto. Reed está sentándose a mi lado cuando, de la nada, una llamada entrante ilumina la pantalla de mi móvil.

Es Jamie.

Una parte de mí quiere responder para estar segura de que todo va bien... La otra está tan molesta con él, que al siguiente minuto, una vez que la pantalla ha dejado de parpadear, me acomodo en el colchón quitándome los Converse y apilo dos almohadas. Reed sigue jugando con el mando de la TV, buscando la película que prometimos ver la semana pasada.

Ya que la introducción comienza, él también se trepa en la cama y, después de darme un beso en la mejilla, se posiciona a mi lado. Es la misma forma en la que hemos visto películas siempre; hay familiaridad en sus ademanes, en sus atenciones, en cada cosa que hace para estar al pendiente de mí.

Ambos odiamos comer mientras vemos algo en la televisión, pero, casi por la mitad del film, Reed se levanta para servir té frío en dos vasos; me entrega uno sin preguntarme si quiero, y él se bebe tan rápido el suyo que compruebo en el acto cuán sediento se encontraba.

Catch and release está por terminarse cuando recargo, cansada de la misma posición, la cabeza en el hombro de Reed, quien no se hace esperar y, repantigándose en la cama, nos hace quedar totalmente acostados en ella.

Una Gray muy confundida, vestida de novia y sentada en un sofá que ha guardado en el depósito, se encuentra pensativa en la escena, justo en el momento en el que pongo la palma sobre el abdomen de Reed. Él, durante la llegada de Fritz al depósito, sujeta mis dedos y se los lleva a la boca. Me da un par de besos en los nudillos, pero luego gira mi palma y deja dos besos más en mi dorso.

Un segundo más tarde, se pone mi mano en la mejilla.

—No me gusta que llores por mi culpa —comenta, en un susurro.

En la película, Fritz acaba de despedirse de Gray y ella se ha quedado muda...

Decido que yo no soy Gray... No dejaría pasar una oportunidad como esta ahora que me la están ofreciendo.

—Vales la pena —musito.

Él gira la cabeza a mirarme y, cuando sus ojos buscan mi mirada, soy consciente de que es la primera vez que nos quedamos así, en una soledad que se siente tibia, casi incorrecta.

En un intento por reacomodar todo, me incorporo sentada sobre el colchón y me muerdo el interior del labio. Reed hace lo mismo, salvo que se limita a mirarme; eso es lo que me preocupa, porque, si le hago caso a esa mirada, dentro de nada me inclinaré sobre él y le demostraré qué tan segura me siento a su lado.

Por fortuna, no soy yo quien da el primer paso y él se adelanta hacia mí, poniéndome una mano en la nuca. Me ha atraído con tal suavidad que sus dedos, en lugar de hacer presión sobre mi piel, marcan un compás dulce. El mejor que he sentido nunca. El que no podría comparar con nada.

Cuando por fin sus labios atacan los míos, en una caricia necesitada, casi bruta, yo ya tengo una mano en su hombro y la poderosa sensación de que parar sería el único error. Él se arrodilla frente a mí y, para pedirme que lo imite, tira de mis hombros; la película sigue corriendo, y entra un aire cálido a través de la ventana.

Un halo de luz vespertina sigue inmiscuyéndose en la deliciosa y justa oscuridad que gobierna la habitación... Reed se aparta un poco de mí, y desliza la mano por mi clavícula...

—Dime que no... —susurra, tan pronto llega al primer botón de mi blusa.

—Sigue —le pido.

—Em...

Tras decir lo último, a mí se me erizan todos y cada uno de los vellos del cuerpo. Siento sus dedos deambular por el valle de mis pechos en cuanto el tercer botón sale de su ojal...

Abro los ojos para observar cómo lo hace, cómo me desprende de la tela y mi piel queda parcialmente expuesta hasta el ombligo. A continuación, la dulce textura de sus labios suaves se amolda al hueco que hay entre mis senos; Reedy, que se ha encorvado un poco para estar a mi altura, mientras yo arrugo la tela de su camiseta en los hombros, usa sus dedos temblorosos para quitar el broche frontal de mi sostén.

Luego de acariciar con su nariz mis pechos, se reclina para mirarme.

—No tiene que ser hoy —me dice, al cubrir cada uno de mis senos con sus manos—. No hoy que ha sido terrible.

—Lo sé —admito, en un jadeo, cuando siento un masaje tierno en mis pechos—. Solo... sigue.

Él asiente con torpeza, haciendo caso en cuanto se da cuenta de que estoy tirando, más torpe también, de los bordes de su camiseta. Se la saca de un movimiento sutil y desperezado. Coloco las manos en su pecho, donde se le marcan líneas de músculo firme, delgado, y joven. Luego hago que mis dedos exploren su piel hasta que llego a sus hombros, de donde me anclo para que tenga mayor espacio frente a mí.

Desde mis cimas, Reed dibuja líneas con los dedos, y las desliza a través de mi barriga; las mueve hacia mis caderas, de donde tira para acercarme a él. Mis pezones se rozan con la piel desnuda de su torso; pronto, lo único que hago es dejar que me toque... Dejo que acune mi trasero y me atraiga con sugerencia en contra de su excitación.

Varios besos húmedos me son entregados en el cuello, en la clavícula...

Entonces, arrastrando la punta de la lengua hasta allí, les hace una suave caricia a mis cimas. Primero una y luego la otra. Así hasta que son dos montículos fríos y erectos. Entumecida de deseo por él, entrelazo mis dedos con las hebras de su cabello; doy ligeros tirones a sus mechones cuando me ataca un estremecimiento debido a que, de vez en cuando, no es su lengua sino sus dientes los que juegan con mis pezones.

Reed se reincorpora, mirándome comprensivo. Vuelve a besarme, pero esta vez sus labios tienen una promesa al hacerlo. Yo me percato de que la desesperación de su beso ha despertado algo dentro de mí. Algo nuevo, e incomparable.

Algo que me será difícil reemplazar con sueños. 

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