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11










—Te está mintiendo descaradamente, Em —replica Sylvie.

Abro los ojos muy impresionada por la mofa en el relato subversivo de Sally. No me extraña que me esté tomando el pelo respecto a la fauna que se encuentra en esta área del bosque; el lago Goose, en el condado de Modoc, no es lo más buscado para los días del spring break, ya que al ser privado en casi toda su extensión —sin contar la que pertenece al estado de Oregón—, los estudiantes escandalosos buscan actividades que requieran menos disciplina.

Al menos eso es lo que me ha explicado Sylvie, que es una amante de la naturaleza, una campista experimentada y además, practica el kayak; Erick, lleno de orgullo, me contó que en sus años de universitaria ganó en varias competencias de piragüismo.

—Tranquila, a Emma le asustarían incluso las ardillitas esas raras que vimos al llegar —comenta Natalie.

—Es el campamento 48 —sonríe Gabriel—. Lo más grande que veremos será algún ciervo mulo por aquí.

—¿Ciervo mulo? —pregunto.

Más de una mirada se posa en mí. Sin embargo, Gabriel es el único que mantiene una expresión altruista en cuanto a todos los miedos que he venido acumulando desde que me dijeron que este sitio en particular es conocido por su altura, su humedad y sus bestias campestres. Además, estaba dispuesta a acampar, pero no tenía idea de que habría tan poca gente en derredor.

Sí, trataron de tranquilizarme diciendo que al menos a quinientos metros hay una familia como de ocho personas, cuyos hijos mayores son jugares de fútbol profesional. Intenté que eso me aliviara, pero ni siquiera el tono cristalino del lago, el muelle y el sonido del afluente en el río Pitt han logrado minimizar mis nervios.

—Ya está bien —ataja Gabriel y se aproxima a mí de dos grandes zancadas—. Ven, Emma. Ayúdame a hacer la fogata.

—Yo no sé nada sobre fogatas —admito.

Le lanzo una mirada de recriminación a Nat, mientras ella y Sally cuchichean a mis espaldas. Sylvie es la encargada de que nadie —ninguna ardillita ni ciervo mulo— nos robe la comida, así que la veo acuclillada frente a las hieleras que Lou y Reed bajaron del Todoterreno una hora atrás. El sol está por caer y yo comienzo a tener frío, de manera que la idea de preparar un rico fuego —sigo sin saber nada de fogatas y los principios básicos del camping— es la mejor forma de ocupar mi mente.

Ya hay varias casas de campaña dispuestas alrededor. Reed y Lou se marcharon hacia el linde pavimentado para acudir a la caseta del guardabosque. Afortunadamente, no estamos del todo en medio de la nada. Allí hay servicio de electricidad, baños y una pequeña tienda dónde adquirir desde mosquiteros hasta cosas de higiene personal.

Trato de que los minutos me pasen desapercibidos mientras sigo las indicaciones de Gabriel, que me sonríe abiertamente. Creo que de los tres tíos de Reed, es mi favorito; una vez me escuchó Wonderwall y asegura que Oasis, a pesar de las habladurías, es una de las mejores bandas que existió nunca. Desde entonces no dejo de fijarme en su manera paternal de cuidar de Reed.

Ahora sé que los tres se tomaron muy en serio el hecho de que la madre de Reed se fue. Criaron al muchacho como si les perteneciera a los tres.

—Pon esos, Em —me pide el hombre, ya que ha cavado un hoyo en el suelo.

—Listo —digo y dejo caer dos troncos de madera que habíamos dejado de lado—. Supongo que tienen esto por costumbre.

—El campamento es una de las prácticas que nos conectan con los antepasados —se ríe él—. La yesca.

Me ha explicado que, por yesca, se le conoce al montón de papeles, astillas y varas pequeñas de las que se hace un ángulo para una fogata; en cuanto relleno más el hoyo, él enciende un cerillo y lo deja debajo de los dos troncos. Gabriel me dice que siga poniendo astillas y, una vez que el fuego empieza a arder poco a poco, me ordena que pongamos, entre los dos, troncos más grandes. Todo hasta que hemos formado una pira que me llega a la altura del ombligo. Aunque a él solo le llega a las rodillas.

En ese instante, me muevo a un lado y mi espalda golpea contra un cuerpo fisionómico bastante firme y sigiloso (ya que no lo había sentido antes).

—Emma es mejor con el fuego que tú —comenta Gabriel, tras enjugarse el sudor de la frente.

—Emma es mejor que yo en un montón de cosas —Reed dice, al tiempo que se coloca a mi lado.

Me mira por unos segundos con una sonrisa esbozada en los labios. Su tío, que nos observa a los dos por turnos iguales, se cruza de brazos y observa el resultado hermoso del fuego. Calcularon bien el lugar en el que hemos tendido las casas de campaña, así que echo un vistazo solo para comprobar que en efecto los árboles no comenzarán a incendiarse de un momento a otro.

Reed lleva puestos un vaquero y una camiseta de manga larga, probablemente de algodón; lleva el pelo despeinado y las mejillas sonrosadas, me imagino que por la caminata que ha hecho con su padre hasta la caseta de vigilancia. Como se ha guardado las manos en los bolsillos del pantalón, me es imposible no fijarme en su postura desgarbada, que amerita el más liviano de los estados.

Luego de pestañear varias veces, me acomodo el pelo a los lados de las orejas y me marcho hacia Nat, sin decirles nada a Gabriel y su sobrino, que han empezado a charlar sobre un tipo que se accidentó ayer por la tarde mientras practicaba en los rápidos.

—¿Quieres ayuda? —le pregunto a Nat.

Está peleando con una manta que quiere, insistentemente, introducir en su bolsa de dormir. Sin esperar una respuesta, tiro de la punta opuesta del costal de tela impermeable, mientras ella logra por fin dejar dentro la manta calentita.

Ella se inclina para guardar y acomodar su bolsa en la casa de campaña. La mía la he puesto ya, por lo que me adentro encorvándome y me dejo caer al lado de Nat una vez que la escucho emitir un suspiro de alivio. A diferencia de ella, yo clavo la mirada en el techo de tela sintética, obsesionada con descifrar qué tipo de casa de campaña es esta. Reed dijo que eran las habituales; canadienses, creo recordar.

—Jamie tendría que ver estas cosas con nosotros —dice Nat.

—Sí. Le dije que era una pena. —Trago saliva para evadir la sensación de amargura en el paladar.

Natalie apoya su cabeza en la palma, y con el codo en el suelo, me observa.

—Así que... ¿cómo son sus besos?

—Creo que ya sé por qué Reed es amigo de Jamie —digo; ignoro su anterior pregunta, porque ya sé que la ha hecho para molestarme; cuando no dice nada para apostillar, continúo—: La madre de Reed está viva. —Resoplo aire—. Resulta que abandonó a Lou. Pienso que de alguna manera eso los hace semejantes.

—Por supuesto —concuerda ella, irguiéndose—, abandono por parte de una mujer. —Ella sacude su cabeza; se ha amarrado el pelo rubísimo en un moño desaliñado—. Me gustan más los métodos de Reed para superar sus problemas, sinceramente. Desearía ser como él en ese aspecto. Y a lo mejor en ello radica mi aversión por él. A veces es difícil mirar a personas que también tuvieron dificultades y que, sin embargo, no hacen mierda a los demás.

—¿Crees que deberíamos insistir para que vaya al terapeuta? —inquiero.

También me incorporo y analizo mis pensamientos. Ambas estamos sentadas con las piernas cruzadas y los brazos en medio de ellas. Afuera, a través de la abertura en nuestra casa de campaña, veo el movimiento de los otros; Reed sigue con su tío Gabriel junto a la fogata, pero se les ha unido Erick y ahora llevan botellas de cerveza en las manos. A sabiendas de que Natalie no tardará en ir a pedir la suya, compruebo que no hemos abandonado el tema de conversación.

Ella se encuentra absorta en sus pensamientos, por lo que me obligo a esperar...

—En esta ocasión —susurra por fin—, no estoy hablando de Jamie.

—No he sabido que tú le hayas hecho daño a nadie...

Frunzo las cejas, sin comprender el gesto lívido de Nat.

—Eso es porque me daría vergüenza confesarte que hago lo que odiaría que te hicieran a ti —dice.

—Oh, Nat.

—Ahora que lo pienso —me interrumpe—, darme cuenta de que a ti te gusta Reed y de que tú le gustas a él y de que Jamie está en medio como si él pudiera merecerte alguna vez, me ha hecho pensar que yo no me merezco a alguien como Reed; o sea, hay mujeres y hombres jodidos a partes iguales. Creo que es igual de malo que una Emma se encuentre con un Jamie tanto como es malo que cualquier Reed se encuentre con una Natalie.

Su sonrisa es amarga, temblorosa. Cuando logra mirarme, hay una expresión de tortura en sus ojos. Estiro la mano para sujetar la suya.

—Lo único que tienes que hacer para cambiar, es querer hacerlo.

—Por eso te digo que es muy difícil de aceptar —suelta, en tono dolido—. Le he roto el corazón a varios muchachos decentes. Personas que de seguro no se merecían eso por mi parte. Pero no quiero darme cuenta de que me cerré las puertas yo solita.

Después de eso, no sé qué decirle. Es bueno saber que no siempre es una persona que controla todo cuanto la rodea, mucho más si ese todo gira alrededor de sus emociones; segura de que Natalie no quiere en realidad exteriorizar eso que lleva dentro con mucha dificultad, empiezo a gatear hacia la salida.

Hago un asentimiento para que me tome atención.

—Son unas mini vacaciones que no debemos desaprovechar —le espeto.

—Sobre todo tú, Em —masculla, sonriendo—. Reed no te quita el ojo de encima.

—Su padre y tíos están aquí —replico.

De un salto, me pongo de pie, seguida por Nat.

—Te invitaron por una razón —alude Natalie, más sonriente si se puede, y entonces se marcha hacia la fogata.

No se tarda ni dos minutos antes de pedirle algo a Sally, que de inmediato le ofrece una botella a la muchacha. Yo no soy muy fanática de las bebidas alcohólicas de ningún tipo, aunque si mañana hace un calor decente, no me negaría a ella. Desvío la mirada hasta Sylvie, que también me devuelve el gesto.

Frente a frente con ella, me doy cuenta de que se está poniendo un suéter de punto. Una vez que sus manos salen a través de las mangas, su sonrisa me ensancha. Ella se encarga de terminar con los últimos centímetros de distancia que nos separan.

—Voy a dar un paseo por el meridional del lago, ¿quieres venir? —me pregunta.

—Gabriel mencionó a un ciervo mulo...

—Ay, ignóralos —se ríe la mujer—. Ven, te gustará.

La sigo sin rechistar más.

Sylvie es una mujer culta, humilde, y de gustos sencillos; trabaja como administradora de una oficina de bienes raíces para la que, la empresa con la que trabaja Erick, hace diversas contrataciones. Así fue como se conocieron. Tiene pelo corto, hasta los hombros, castaño oscuro y piel apiñonada. No he admirado el tono de sus ojos, pero, a simple vista, parecen ser marrones.

Ella se abre paso a través de un sendero. El sol todavía ilumina gran parte del camino. Sin embargo, al salir al área limítrofe del bosque con el lago, descubro una de las puestas de sol más impresionantes que he visto en mi vida. Sylvie avanza sobre la arena mojada hasta el claro, con pasos seguros. Yo llevo puestos Converse, así que me siento un poco insegura al principio.

Al instante siguiente, cuando Sylvie me hace una seña para que continúe, troto hasta alcanzarla. Lentamente, y llenándome los pulmones de este aire, nos encaminamos en dirección de la gravilla. Hay sonidos varios alrededor. Incluido el de la pacífica corriente lejana del río, no hay nada que pudiera perturbar a la naturaleza en este sitio. La costa, que sobrepasa los cien kilómetros, tiene un halo impoluto en cada rincón que se mire.

Sylvie se pone las manos en la cadera, contemplando el atardecer.

—Amo California, Dios mío —dice.

Me río ante sus palabras porque no es la primera vez que escucho a alguien decirlo esta semana. Sigo el curso de su mirada e, imitándola, me siento sobre la grava. Las rocas de río que recubren la pequeña cala del claro están frías. Puedo sentirlas a través de la tela de mi jean. Aun así, la sensación es inigualable.

—¿Cuánta profundidad tiene? —pregunto, para romper el hielo.

Sylvie hace un recuento mental, supongo, porque demora varios minutos (los ojos entornados) antes de responder—: Siete metros en estas épocas. Un siglo atrás, debió de haber sido impresionante.

—¿Se está secando?

—Es un lago glacial —dice Sylvie, su tono de tristeza—. No me extraña que varias de sus partes se hayan drenado. Tiene una historia muy importante, la verdad.

—Me siento ignorante —sonrío, un poco avergonzada—. Sé muy poco sobre ríos y lagos.

—Nadie sabe mucho, en realidad; los que sabemos es porque estamos un poco obsesionados con la naturaleza. Incluso creo que ninguno de tus cuadros son paisajes, ¿cierto?

—No, creo que se me da mejor entender la naturaleza de las personas. Por eso pinto retratos. —Suspiro, y abrazo mis rodillas; la gravilla chirría una vez que recorro las piernas—. En ciertas ocasiones, comprendo mejor a la gente si la miro a través de un cuadro. Cuando mi madre se enfermó, jamás la entendí mejor hasta que empecé a dibujarla una y otra vez. Y cada vez que la veo tiene una expresión diferente. —La miro por el rabillo del ojo. Me impresiona notar que está mirándome directamente, atenta a mi retahíla—. Juraría que, si junto todos sus dibujos, puedo hacer una cronología; del antes y el después de la enfermedad.

—¿Es muy grave? —Sylvie pregunta, en voz baja.

El viento ha empezado a soplar más...

—No. Al menos no lo es tanto. Es solo que mi madre es una de esas personas que se mueren lentamente a causa de un pensamiento; muy sensible.

—Debe de estar orgullosa de ti; porque me pareces una muchacha muy perspicaz y sencilla.

Un ligero rubor recorre mis mejillas. La observo ponerse de pie. A la par, escucho el sonido de unos pasos hollando la gravilla. Todavía sentada, me giro a la espera de encontrarme con Erick, que ha venido a buscar a su novia. Pero al que veo es a Reed. Lleva un par de botellas destapadas colgando de sus ágiles y largos dedos. Sylvie le pone una mano en el hombro, le sonríe, y se estira, mirando alrededor una vez más.

Clavo la vista al frente mientras Reed se sienta a mi lado.

—Será mejor que vaya a ver que ese trío no vaya a comerse toda la comida —alude, para despedirse de mí.

Inhalo aire con profundidad y me encojo en mi sitio, consciente de que ese ha sido un pretexto terrible para dejarme a solas con Reed. A decir verdad, no sé si agradecérselo o compaginarme con el viento para desaparecer. No sé si lo que quiero es continuar con lo que empezamos en el departamento o si quiero preguntarle si él también se siente igual de culpable que yo.

No sin sentirme la persona más egoísta del mundo, acepto la botella de cerveza clara que me ofrece Reed. Está destapada. Noto que, al extenderla hacia mí, él aprovecha la oportunidad para acercarse más, y en el camino roza las puntas de sus dedos con las mías. Luego yo agarro fuertemente el cuello de la botella y finjo que el paisaje enfrente es más hermoso que su rostro, su mirada y su sencillez en conjunto.

Claro, es mentira. Pero no puedo decirle sin quedar como una muchacha primeriza que, de hecho, no tiene ni idea de qué se hace cuando se ha llegado a la primera base. He hecho otras cosas... O sea, he estado en la segunda base. No obstante, cada vez que me vi ahí, fue con una persona que no era incorrecta. De cierta forma, hacía lo mismo que Reed con todas sus relaciones; las terminaba.

A pesar de eso, trato de relajarme porque yo siempre termino con esas relaciones que no me hacen sentir bien conmigo misma.

—Jamie me pidió que no me involucrara contigo. ¿Tienes algo que decir al respecto?

Reed le da un trago perezoso a su cerveza, antes de flexionar una pierna y apoyar ahí el brazo. Apenas su mirada se posa en la mía, sé que escucharé una cosa que no me gustará oír. Eso pasa cuando te permites conocer la naturaleza de las personas; puedes anticiparte a sus reacciones más terribles, incluidas aquellas que te afectan de primera mano.

Decidida a no mostrar emoción alguna, imito su gesto de beber de la botella.

—Te prometo que voy a hablar con él —murmura.

—Estaría encantada de saber acerca de qué.

—De ti, Emma, por supuesto —dice él, sonriendo.

Es muy obvio para mí que la sonrisa dibujada en su rostro no refleja ninguna diversión. Por eso, y porque la tensión se ha incrementado con la frescura del ambiente y los sonidos vírgenes alrededor, me quedo callada unos instantes. No quiero estar enojada debido a sus sentimientos de culpabilidad. Ya que yo también los estoy experimentando.

Lo único que me queda, al final, es ser sincera con él y conmigo misma.

—Si Jamie sintiera algo por mí, algo romántico, no me trataría como a veces lo hace —digo.

—No voy a justificarlo ni a culparte por ello —espeta Reed, poniendo su vista en mis ojos—. Es difícil comprender el cómo ama la gente de la talla de Jamie. Pero, el que tú ames diferente, no quiere decir que lo que él siente...

—Se acaba de mudar con su profesora. Los vi teniendo sexo en la biblioteca. Sexo con mucho sudor, palabrotas y gemidos.

Reed enarca una ceja. Lo escucho suspirar y, tras bajar la mirada, ladea la cabeza para ahora mirarme a mí.

—Ese tipo de reacciones en ti son lo que me hace pensar que en determinado momento tú te vas a dar cuenta de que, a quien siempre has querido, es a él.

Luego vuelve a mirar a la puesta del sol. Dentro de nada, el astro mayor se habrá ocultado por completo y nosotros estaremos rodeados de oscuridad, grillos cantores y el castañeteo de las ardillas.

Espero que los ciervos mulos se hayan ido a dormir temprano. Y, mientras pienso en ello, estudio el perfil de Reed; me bebo todo el contenido de la cerveza de dos tragos. En el último, Reed se me queda mirando. Su cerveza aún está por la mitad. Los dos nos escudriñamos por largos segundos; segundos cadenciosos, muy lúgubres, llenos de algo que no sé explicar.

Niego con la cabeza, y dejo la botella a un lado.

—Jamie me abraza mucho —susurro, tan bajo que creo que no va a escucharme; sin embargo, su mirada atenta me dice lo contrario, así que digo—: Pero, cuando tú me abrazas, la piel se me eriza. —El gesto serio de él me abrasa la carne. A pesar de eso, lo miro a los ojos para que le quede claro de una vez—. Creo que no se puede ir en contra de los deseos de tu piel. Es ella la que elige.

» Aunque, bueno —me pongo de pie, y Reed hace lo mismo—, no es que un día yo haya mirado diferente a Jamie.

—No sé qué, con exactitud, está pasando entre nosotros —murmura él; dos metros de distancia nos separan—. Pero voy a hablar con él.

—Reed, lo que está pasando entre nosotros es obvio.

—¿Vas a dejar que siga siendo tu modelo? —me pregunta.

Se acerca dos pasos a mí. Ayudado por sus piernas largas, no le toma mucho acortar la distancia. En realidad, solo nos separan entonces algunos centímetros. Yo me siento nerviosa de su cercanía, sí, pero también estoy segura de lo que le dije; mi piel reacciona de inmediato. Son primero mis antebrazos los que se ven víctimas de una electricidad a la que no sabré acostumbrarme nunca.

La he sentido muchas veces. Cuando me da un audífono para escuchar música en su teléfono. Cuando no alcanzamos autobús y tenemos que ir caminando a casa. Cuando se despierta por mi insomnio. Y, mucho más, cuando me hace reír a pesar de que me estoy muriendo de estrés o de tristeza o de esas cosas que me suceden una vez por mes.

Todo eso, en un aproximado de ciento ochenta días.

—Sí, si prometes responder ante las consecuencias —espeto.

Reed pestañea, y asiente.

—¿Tú vas a responder por ellas? —añade en el acto.

—Siempre lo hago. Pero debes saber una cosa —Tuerzo una mueca; me divierte tener que decirlo, y también me extraña de mí misma. Reed estudia mi rostro y vuelve a curvar su ceja, para instarme; me relamo los labios antes de proseguir—. No voy a tener sexo contigo...

—Está bien —se ríe Reed.

La comisura izquierda de sus labios se estira, en un intento por darle credibilidad a lo que ha dicho.

Bajo la mirada un segundo, doy un par de pasos lejos de él y, girándome en los talones, le digo—: Para eso, quiero estar enamorada de ti. —Siento que la cara me arde por completo; evado esa emoción y lo miro a los ojos; él tiene los suyos entornados y me observa como si, por contrario a lo que acabo de decirle, quisiera devorarme; le da un sorbo a su cerveza para disimular, pero el acto solo incrementa mi excitación—. Tienes talento, Reedy. Sé que no te va a costar mucho. Además, posees una ventaja muy grande; eres el tipo con mayor potencial que he conocido.

Su expresión demuda en una de sorpresa, pero no una buena sorpresa. Esbozo una sonrisa ya que me parece dulce que se rasque de esa manera la ceja derecha, y que cambie el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Me parece dulce incluso que se haya colocado esa máscara de celos en el rostro y que, con los músculos del cuello y la cara tensos, se aproxime a mí. Reed podría ser intimidante si no transmitiera esa paz interna a donde quiera que va.

El semblante de repentino enojo que tiene en la cara, solo hace que lo desee más.

—¿Hay más candidatos, acaso? —me pregunta.

Recojo la botella de la cerveza. Sopeso todas mis posibles respuestas y, con ganas de apiadarme de él, me vuelvo.

La impaciencia ilumina su mirada.

—Tú sales con chicas todo el tiempo —repongo.

Una sonrisa irónica surca su cara.

—Salía —me corrige—. Y ya que estamos: no me acostaba con cualquiera.

—Menos mal que tienes cuidado. Yo te gano en ese aspecto: tampoco les doy besos —le apunto con el dedo.

Él lo atrapa de un movimiento rápido y, de un tirón, me hace caminar hasta su cuerpo. La calidez de su abrazo me rodea con rapidez, la misma con la que mi pulso se acelera y mis terminaciones nerviosas responden a los latidos de pronto frenéticos de mi corazón.

Echo la cabeza atrás para mirar a Reed a los ojos. Él, mientras tanto, apoya su palma extendida en mi espalda baja...

—No sabía que te gustaba.

—Reed, solo estoy bromeando —lo interrumpo.

—Dios, Em, lo hiciste parecer algo terrible. Creí que...

—Un día de estos voy a empezar a actuar como tú; creyendo y suponiendo cosas; a ver si te gusta.

Le pongo las manos en el pecho y, aunque quiero hacer todo lo contrario, me separo unos centímetros.

Es una situación muy particular... Y me extraña saber que quiero repetirla. Quiero poder hablar de mí, así, abiertamente, sin que la gente crea que soy una boba por ser una muchacha que espera el amor como quien quiere encontrar un tesoro perdido. Lo que veo en los ojos de Reed no es más que la misma comprensión de siempre. No puedo creer cuán maravilloso es eso.

—A mí me gusta todo de ti —dice él.

Ruedo los ojos, y sacudo la cabeza.

—Estamos discutiendo algo importante —replico—. No puedes decir cosas como esas cuando estamos en mitad de una discusión en forma.

—Sí que puedo, Em.

—Es un truco barato, eh.

Vuelvo a sacudir la cabeza. Reed se ríe de ello.

—Qué te puedo decir; soy un cliché.

—Si no me lo dices, no me doy cuenta —digo—; hay que volver. Tengo hambre.

—No —Reed intercepta mi cintura cuando comienzo a caminar; me rodea con sus brazos luego de haberme dado la vuelta—. Dame un beso, primero.

Sonrojada por la ligereza de su petición, coloco las palmas contra su pecho y trato de empujarlo. Pero, obviamente, me aprieta más contra sí.

—Creo que ya bebiste demasiado —musito; siento cómo pega su frente a la mía; una de sus manos sujeta mi cuello y me obliga a mantener esta postura; su aliento golpea justo en mis labios; tiene el olor de la cerveza de malta, más una mezcla de su loción de siempre—. Reed, basta.

—Emma, apenas me bebí dos. —Levanta las dos manos y acuna mi rostro en ellas—. Hacía tiempo que no me sentía tan feliz. —Una sonrisa aparece en su rostro, dejando en claro lo que ha dicho—. Se siente tan bien poder decirte que eres la muchacha más bonita, dulce e inteligente que he conocido. —Su abrazo se hace más posesivo—. Siempre creí que me alejaba de ti por Jamie, pero creo que era por respeto a ti. De haber sabido lo que sientes te habría pedido una cita hace mucho. Confía en mí. Me encantas.

Un ligero beso, rápido y suave, es depositado en mis labios.

Con los ojos todavía cerrados, le pregunto—: ¿Cita en qué plan?

—En plan quiero que seas mi novia.

—¿En serio?

—Totalmente.

Entonces rodeo su cuello con mis brazos y, poniéndome en puntitas, me acerco a su boca.

—Creo que te ganaste ese beso.

—¿Solo uno?

—Está bien: dos.

—Es muy poco —se ríe, agachándose para besarme rápido.

Sus labios hacen un leve pero firme tirón de mi inferior. Cuando se separa, Reed me mira con algo más que añoranza.

—Que sean besos largos —digo.

Él niega con la cabeza, al tiempo que repone—: Los besos largos los reservo para cuando te enamores de mí.

Al besarme por fin, de nuevo, noto que ejerce una presión tierna a mi boca, como si, poco a poco, quisiera devorarme.

Pero aguardando por algo... 

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