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  Two of a kind
We'll find a way
To do what we've done
Let me be the one who shines with you
And we can slide away 

Slide Away.

***




—Emma, espera. Por favor.

Deja de seguirme, Jamie.

—Entonces para. Habla conmigo.

En mitad del camino de piedra, respiro muy hondo, me giro sobre los talones y automáticamente me enfrento con una mirada penetrante y azul. No hay ninguna nube en el cielo de Sacramento, así que las facciones de Jamie son lo primero que observo antes de sacudir la cabeza y cerrar los ojos.

Por algún motivo que desconozco, me siento avergonzada y furibunda.

—El sexo no es malo —dice él.

Noto que lleva la hebilla del pantalón suelta aún y no puedo creer cuán sucia me siento por ello —aunque no haya una razón lógica—. Por instinto, abro los ojos con impresión y me cruzo de brazos.

—Soy consciente de ello —explico—, pero esa era tu profesora de sociología y te ha dado dinero.

—No me has preguntado para qué o por qué me dio dinero.

—Ni que fuera necesario. —Me siento tonta, defraudada y llena de indignación; se lo demuestro frunciendo gravemente las cejas—. Escuché bastante bien los motivos por los cuales te pagó.

—Exactamente, ¿por qué estás enojada?

—Cínico.

Retomo el paso tras darme media vuelta. Sin embargo, una mano áspera y de dedos fuertes rodea mi brazo, al tiempo que siento un tirón que me regresa a mi sitio.

Jamie me contornea y, con la mano izquierda, se echa los mechones de pelo castaño y lacio hacia atrás. Lo único que pienso al mirarlo tan despeinado y sonrojado de las mejillas, es en su reciente actividad detrás de los estantes más escondidos en la biblioteca del campus.

Enarco una ceja esperando una explicación.

—El dinero no cae del cielo, y lo sabes —dice.

—Pero hay otras formas de obtenerlo. Formas más... decentes.

—Es cuestión de perspectiva. A mí me parece indecente que le pongan piña a la pizza.

—Imbécil —refunfuño.

Jamie esboza una sonrisa mientras me sujeta por los hombros.

He entendido su punto y, sin embargo, la ira no remite...

De donde nosotros venimos, es común que falte el dinero. Tanto Natalie como él y yo, nacimos en un barrio deplorable de Sacramento, donde la seguridad no es prioridad de nadie y tienes que andarte con cuidado las veinticuatro horas del día. El más afortunado, hace dos comidas completas y un desayuno penoso.

El padre de Jamie trabajaba en una fábrica que cerró el año pasado. Estuvo a punto de dejar la universidad en el segundo semestre para volver y ayudar con los gastos de su familia; sus dos hermanos pequeños y su madre, que padece cuadros profundos de ansiedad e incluso estuvo internada por la depresión que le dejó un aborto hace años.

A pesar de ello, nunca noté nada en él. Nada alarmante, a decir verdad.

—Tú me conoces —señala, mirándome con sus ojos de oso de peluche.

—Eso creía —admito—. Mira, lo siento; pero no voy a fingir que no estoy decepcionada de ti. Pensé que... No sé. Pensé que...

—Te entiendo.

—¿En serio? —pregunto, curiosa.

Jamie enarca una ceja. La expresión que adopta en seguida hace que me dé un vuelco el estómago a causa de la confusión. Otras veces he querido estrangularlo; siempre se ha alardeado de ser el muchacho más problemático, el que no se toma a nadie en serio, aquel por el que suspiran las muchachas con ganas de vivir una aventura romántica.

Consciente de que no voy a cambiar de opinión, me muerdo el labio inferior, y echo un vistazo alrededor de los jardines. El otoño le da un color hermoso al lugar. Si hubiera sido otro día, habría querido sacar una foto y luego realizar un bosquejo.

—Los amigos hacen eso, Em. Se entienden.

—No sé si aplique en este caso —replico, azorada.

—Aplica.

—¿Aplicaría si yo estuviera teniendo sexo por dinero con hombres que podrían ser mi padre?

Por un momento, cuando entorna sus grandes ojos, creo que he conseguido que siga la línea de mi molestia. Una mueca torcida se forma en su rostro al minuto siguiente, dándome a entender que le importa más bien poco el cómo me afecta haberlo visto.

Jamie va embutido en uno de sus pantalones negros que se le ciñen a las piernas. Me doy cuenta de que está ansioso porque se guarda las manos en los bolsos y balancea el cuerpo, como si estuviera apoyando el peso sobre sus talones. Después, tras suspirar, da un paso hacia un lado.

—Gracias a esto —dice, lacónico—, ni Nat ni tú tendrán que pasar por lo que implica el usar tu cuerpo como medio de transacción.

—¿A qué te refieres?

—Olvídalo —bufa y lanza una mirada detrás de mí—. Escucha, tengo hambre y un puñado de deberes. ¿Nos vamos?

—Dime de qué estás hablando —le exijo.

Como no parece interesado en explicarme, niego con la cabeza y empiezo a caminar otra vez. Salvo que en esta ocasión me aseguro de ir más rápido. Oigo sus pasos viniendo detrás de mí; la manera en la que mis tímpanos reciben los sonidos de su cercanía es casi ensordecedora.

Una vez abandonar el campus y avanzar directo hacia la parada, saco mi teléfono para entretenerme en algo; quiero llegar a casa, encerrarme en mi pieza y escuchar a Oasis hasta quedarme dormida...

—No vas a olvidarlo, ¿cierto? —inquiere él, al ponerse junto a mí.

Finjo que miro la calle para comprobar si viene el autobús que me conducirá al edificio. De un momento a otro, lo que hay en mi pecho se convierte en algo cargado de miedo; Jamie puede ser un poco intenso a veces, pero forma parte de mi reducido círculo de amistades; la forma en la que lo estoy mirando ahora... no puedo permitir que los demás se enteren.

—No le diré a nadie lo que vi porque me da demasiado asco —espeto.

Jamie me mira de soslayo, pone la vista en un punto al frente y sacude levemente la cabeza. Cuando el autobús llega, subo sin pensarlo dos veces, pero él se queda ahí en la acera, pensativo.

Yo me estoy sentando en un lugar al frente del vehículo cuando noto que saca su móvil, se lo pone en el oído y se gira sobre los talones; lo sigo con la mirada mientras avanza en dirección de la facultad, con la misma confianza que lo caracteriza.

Un nudo se forma en mi garganta y pienso que volverá a la biblioteca a terminar lo que, seguramente, interrumpí. 

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