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La copa de espinas†

"Cuando veas esa postura desafiando a todo lo que se anteponga, como su sola existencia te hace sudar, cuando sus ojos se claven en los tuyos como una estaca, sabrás que la copa le pertenece"

—Está lloviendo a raudales —expresó la joven con resignación. Odiaba que lloviera tanto en ese pueblo a kilómetros de la ciudad.

Rebeca aprendió desde pequeña que en un pueblo las mentes de las personas pueden ser tan cerradas que duele y había pocas ocasiones en las que no ocurriera. Tamborileaba sus dedos en la mesa de la cafetería, pensando en las lecciones de su padre. Durante su etapa de crecimiento hasta su madurez, siempre él estuvo allí.

Recordaba como un disco rayado todas las advertencias que le decía, puede que para su propia supervivencia en un pueblo que no tenía gran cosa que ofrecer, siempre le recordaba que cuidara de su hermana, que en la salud y en la enfermedad la familia era lo más importante y tenía muchísima razón, eso lo supo con tardía.

Todo se fue a la deriva cuando esos hombres vinieron al pueblo, eran tan solo dos, sus rostros eran rasgados, su tez tan blanquecina que la tiza no podría compararse con la suya, recordaba con sus dedos tamborileando con más rapidez, como una noche en la que salió de la cabaña para tomar el aire después de la discusión con su progenitor como los sucesos cambiaron de improvisto. En un segundo la cabaña estaba ardiendo, notaba en su piel esa sensación de una jarra fría empapando sus huesos, como las lágrimas invadieron sus ojos mientras observaba paralizada los gritos de su padre y hermana, también sentía como sus piernas reaccionaron como si de un resorte se trataran y entró corriendo sin pararse a pensar que estaba haciendo qué estaba sucediendo. Recordaba el peso sobre sus hombros que sintió cuando llevo con las fuerzas que tenía a su padre que se mantenía levantado pero con los ojos casi entrecerrados intentando guiarse con su hermana en mano.

Consiguieron salir a tiempo, pero lo que sucedió le marcó. Se sentaron en el pasto verde que ahora parecía negruzco, escucharon los gritos y pensaron que estarían viniendo los vecinos para alertar de que se necesitaba agua, pero los gritos que escuchaban eran de terror puro, ese que se cuela en tus entrañas y las retuerce a más no poder, ese que te sonríe con sorna y te traiciona.

—Hija cuídate, cuida de tu hermana y yo velaré porque vuestros sueños se hagan realidad —todavía sentía sus ásperas manos aferrándose a las suyas cómo si supiera cuál era su porvenir.

—Papá, por favor no me asustes. ¡¿Qué está ocurriendo?! —su voz temblaba, no podía controlarla. Lo único que hizo su progenitor fue pronunciar unas palabras ilegibles para sus oídos, juntó las manos de sus dos hijas, cerró los ojos resbalando unas lágrimas de sus ojos y alguien disparó a su cabeza.

Lo gritos de ellas no tardaron en pronunciarse cuando vieron aquella atrocidad, se levantaron y uno de esos hombres con capucha estaban enfrente suyo.

— ¡¿Qué has hecho?! ¡Por qué! —no podía dejar de gritar y exigirle a voz en grito que era lo que acababa de hacer.

Lo empujó con sus dedos golpeando su pecho, cuando vio sus rasgados ojos llenos de una oscuridad infinita se dijo a si misma que si tenía que morir lo haría mirando a los irises del asesino de su padre.

Pero nada ocurrió, solo sonrió mirando con insignificancia lo que había provocado y dio un paso para girar el eje de su cuerpo, pero la voz estrangulada de la pequeña se escuchó por primera vez y lo hizo detener.

—Me quitaste a mi padre sin escrúpulos. Y un día te quitaré el corazón que no tienes llena de satisfacción —recordaba cómo el pecho le subía y bajaba porque no podía creerse que su hermana pequeña hablase de ese modo. Pero entendía el motivo.

Quiso arrancarle la vida de cuajo a ese hombre, que sintiera en cada una de sus extremidades el dolor que hubo provocado en sus corazones, pero sabía con certeza que no sería capaz de ello, no porque no tuviera el valor suficiente sino que sabía mejor que nadie que ese acto no le devolvería al único pariente que le quedaba.

El hombre las miró de reojo y desapareció de la vista de las dos como si nunca hubiera estado.

— ¿Por qué no nos mataron? ¿Qué hizo mi padre para que lo mataran? —se preguntaba ella despertando de la realidad que desearía que fuera un simple sueño y no una pesadilla vivida.

Dejó que el tiempo corriera, se miró en el espejo cómo sus rizos dorados le llegaban hasta sus caderas y sus ojos tan verdes que mirárselos en el cristal de la ventana le hipnotizaron.

— Rubí, ¿puedo pedir otra tarta de chocolate? —miró a su hermana de tan sólo nueve años, solo habían pasado seis meses desde que todo ocurrió.

Algo que no entendía era la clara insistencia que su pequeña tenía de llamarla de ese modo.

—Has tomado mucho —los ojos del mismo tono que el suyo decayeron un poco—. Pero si me dices porque me llamas así te tomas dos trozos más.

Los ojos de la pequeña rubia se iluminaron de gozo y con los dedos un poco manchados de chocolate se los limpió mientras movía los pies de un lado a otro e iluminaba con sus irises toda la instancia, abrió la boca y comenzó a relatar.

—Te llamo Rubí ya que eres uno, me acuerdo que una vez papá te llamo así y cuando le pregunté me dijo que toda tu es como uno, brillas sin proponerlo, eres fuerte cómo tu sola. Y tenía razón, sin ti yo ya estaría muerta.

Cuando la escuchó las lágrimas salieron de imprevisto de sus ojos, resbalando por sus mejillas, la camarera la miró por un segundo mientras ponía en la mesa los dos trozos de chocolate que habían pedido, pero se retiró lo más rápido posible ya que, entendía que preguntando qué le ocurrirá no solucionaría el dolor que sentía en su interior.

—Te amo tanto, que las palabras faltan para describirlo —sus manos se unieron en la mesa de esa cafetería, brillaban tanto que era tan conmovedor.

Pero de repente, Rebecca vio a los dos hombres de su pesadilla apartando a toda persona de su camino, el terror en su rostro se esparció por el de los demás de igual forma, no querían ni imaginar lo que ocurriría.

— ¡Helena, vámonos ya!—a su hermana pequeña la agarro de la mano y salieron corriendo por la puerta de los baños de los hombres, daba igual que ese no fuera su correspondiente, lo único que importaba era salir vías e ilesas de esa situación. Se cerraron en el cubículo del medio, si mal no recordaba había una ventana que daba al exterior, ni idea tenia del motivo por el que se les ocurriría poner una.

—No sé qué ocurrirá, pero debemos ser fuertes. Por nuestro padre y por nosotras mismas—mientras le explicaba esto mismo a su hermana se escucharon gritos, cristales colapsando, disparos a diestra y siniestro, también el triste aroma de la muerte que hizo que Helena temblara mientras su hermana impulsaba su pierna para que entrara por la ventana que les llevaría hacia quien sabe dónde.

Tenían miedos, todos la tenían.

Cuando se cercioro de que Helena ya había salido le toco su turno, noto los golpes en la puerta, su corazón acelero a mil pulsaciones a punto de destrozarla, la puerta salió volando e unas manos le agarraron de la pierna que sobresalía un poco, agarrándose con fuerza de un árbol se impulsó con todas sus fuerzas se libró de esas garras huesudas y su cuerpo cayo golpeando las ramas del ser vio pero valió la pena. Se orientó con premura sin importar la sangre que se derramaba por la parte superior de su cabeza, miro por si su hermana estaba bien, estaba en perfectas condiciones, y ella recordó con añoranza que siempre fue una niña imperativa que no dejaba de subir de un lado a otro como un mono.

Helena ayudó a su hermana a levantarse, esta con sus huesos adoloridos miró a la ventana y observo que allí estaba el mismo hombre que mató a su padre.

Comenzaron a correr, el pueblo era un caos, los arboles ardían, los gritos mataban, la tristeza sucumbía y el miedo acechaba.

Las dos con las manos unidas buscaban su supervivencia entre la marea intentando salir a flote. Pero pensó que por desgracia no podrían salir de allí con vida, hasta que por sus ojos vio un coche, seria de alguno de sus amigos que habría vuelto hace unas semanas para visitar a la familia, algo que era frecuente.

Vio con horror la mano de un chico joven con las llaves de su coche, estaba muerto con la sangre saliendo de su pecho, con repugnancia pero agarrándose las lágrimas que querían salir de su rostro, cogió las llaves. Se metió con su hermana a toda prisa en él y arranco como pudo. El coche no era perfecto, pero por lo menos les ayudaba a salir de ese lugar lleno de malezas y una guerra que les habían declarado sin los pobladores de pueblo supieran el motivo.

Pero noto la presencia de otro vehículo seguirlas, el bombeo de la sangre parecía que no iba a circular con seguridad, la oscuridad se cernía por todos lados y el presentimiento de que puede que no salieran vivas estaba bien presente. El silencio sepulcral en el coche excepto por el de sus corazones, les mataba.

Sombras eran las que veía. Por todos lados, en todo momento. Veía las sombras de niños llorando, de ancianos, mujeres, hombres, maridos esposas, pidiendo clemencia, que no se les quitara la vida, era aterrador ver como sus ojos perdían toda la carencia de luz que alguna vez hubo habido.

Una figura abultada, algo oscuro que no vio choco contra el coche, haciendo que la sangre se esparciera por los cristales y las dos gritaran, pensando al mismo tiempo que el vehículo que tenían detrás suyo les empujara con tal brutalidad que este dio una vuelta de ciento ochenta grados, haciendo que sintieran esa sensación de estar en el vértigo de la muerte, como esta volcaba sus experiencias por la borda demostrándolas que esa no sería su escapatoria.

Sus ojos se cerraron, pero unas botas de goma negra anduvieron por esa oscuridad creciente, como pudo las saco de allí, no quería que murieran sino todo lo contrario. Su capucha negra las cubrió para que no pasaran frío y las metió en el vehículo, no había expresión alguna en su rostro rasgado, solo cumplía órdenes.

Unas órdenes que le resultaban más egoístas que los deseos que tenía de no seguir manchándose las manos.

Cuando Rebecca despertó, noto como todos sus huesos parecían estar quebrados, se asustó de sentir su cuerpo posado en una silla de madera la espalda le dolía, miro por si su hermana estaba con ella y se alegró de que estuviera, pero ellas tenían un problema: estaban atadas de pies y manos, e lo más escalofriante de todo es que estaban rodeadas de ratas pequeñas con los ojos rojos y bien abiertos. Rebecca no se había percatado hasta entonces, seguramente por la inconsciencia de su mente, pero su hermana, su dulce Helena, estaba gritando a más no poder, las lágrimas eran de sal pero se las podría comparar como unas de sangre, tan roja y densa que inundaría a toda una especie.

— ¡Ratas no, ayúdame, por favor! ¡Rubí, haz algo! ¡No os acerquéis a mí, ratas inmundas!—olfateaban mientras tanteaban el terreno, como si cuanto más miedo olieran sus pasos se incrementarían. — ¡Sus dientes!, ¡No, que alguien me ayude!

Rebecca actuó de inercia aun doliéndole la cabeza dando punzadas, también sentía terror, estaban como en una especie de habitación-cárcel, con fuerzas intento separar las manos o piernas pero no funcionaban, el tiempo corría sin tener compasión, arrimo la boca a las cuerdas ya que, no estaban atadas detrás de la silla, mordido con rapidez, sin importar la desagradable fricción de estos.

Cuando consiguió con una maniobra extraña soltarse, vio con horror como unas ratas se acercaban a su hermana que no dejaba de gritar con los ojos cerrados, se dio prisa y con la silla sin mirar sus pelos las golpeo para que se apartaran. Cuando estuvieron sueltas vio la puerta de madera y probo, estaba cerrada, una rata saltó hacia su rostro ella la aparto con sus manos mientras sus manos temblaban al solo tacto. Retrocedió y con todas sus fuerzas golpeo con su hombro la puerta que se resquebrajo con el impulso que hubo ejercido. Cuando atravesaron la puerta lo que se encontraron no se lo esperaban. Cerraron la que tenían detrás para que esos roedores no las persiguieran.

Los dos hombres encapuchados estaban allí, mirando hacia donde habían entrado.

—Pensaba que las ratas os matarían, pero me equivoque—aplaudió el de los ojos rasgados y el que estaba al lado suyo de cabello rizado e ojos azulados estaba en un sillón que parecía un trono.

Rebecca y Helena como si estuvieran coordinadas corrieron hacia él, intentaron golpearlo si hacía falta morderlo, pero este las esquivo con rapidez.

— ¡Sois unos monstruos! ¡¿Cómo os atrevéis a hacernos esto?! ¡Qué os hemos hecho! —grito con indignación Helena.

Y descubrieron a su pesar que estaban pagando por un crimen que nunca les hubo concernido, su padre siempre les había mentido. Él mató al padre de esos dos en un pasado en un accidente de coche. Pero no les tenían compasión, todos cometemos errores, pero el error más grave que habían cometido ellos dos era llevarse por el rencor y pagarlo con un pueblo entero. Era una calamidad lo que habían hecho, que solo Dios podría perdonar.

—Gracias a vosotros personas inocentes han muerto, solo por vuestro estúpido rencor que no justifica vuestros actos. ¡Asesinos! No os merecéis ni que se os miren al rostro. Deberíais tener vergüenza—con indignación expresaba Rebecca con esos rizos que hipnotizaban, el lugar en el que estaban era lúgubre e irrespirable.

—Qué pena, mi corazón se está rompiendo—el de cabello rizado expreso con la burla patente.

Helena corrió mientras veía como estos se acercaban a ellas con un cuchillo en una sonrisa de la reencarnación del propio diablo.

La niña sin titubear agarró de una mesilla una copa producida de espinas, no importó que estas se clavaran en su piel y le provocaran unas muecas de dolor indescifrable.

Pelearon con dientes y uñas, a patadas y cuchilladas. Daba igual que por su piel se dibujaran los claves signos de los cortes, no se daban por vencidas. Y Helena golpeo con todas las con la copa de las espinas sus cabezas. La sangre escurría por sus dedos. Manchando con su sangre más limpia que la de ellos sus rostros.

El hombre del cabello negro y ojos azulados murió al instante por su golpe pero el otro tenia agarrada del cuello a su hermana mayor, era duro de roer, le dio una patada para que se apartar y con ganas de vomitar, abrió la puerta y las ratas comenzaron a venir al acecho por el de los ojos rasgados, ellas consiguieron salir del lugar, con la sangre manchando sus ropas pero su cuerpo entero.

El pasar del tiempo les trajo una mejor vida fuera del pueblo, hablar de esa situación con un psicólogo de confianza les ayudo a superar —o eso era lo que querían hacer creer a los demás, la verdad—, esas traumáticas noches.

Ellas sabían que nunca serían las mismas, que lo que les ocurrió les hizo fortalecerse de un modo que muchos no podrían imaginarse.

—Este solo es el fin de un comienzo— expreso Rubí con convencimiento. Unieron sus dedos meñiques en una tarde en un parque rodeado de flores.

—Prometido—respondió sonriente una dulce e entrañable Helena con dos coletas en su cabeza.

El miedo está en todas partes. Pero cuando dos almas llenas de miedo se enfrentan a lo que sea, a pesar, de que no tengan esperanzas de salir ilesos de los problemas. La esperanza él es ingrediente perfecto deparando a puede que una salvación que derive en trazos de luz que antes no divisabas.

Y la copa de espinas, siempre les recordaría, que la fortaleza se forja en los momentos de debilidad que pueden llegar a convertirse en momentos de tenacidad.

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