El beso de Derfen
"Cuando el sabor de unos labios te perturben, sabrás que caíste en su hechizo"
Desde que era pequeña, a Clara le dijeron que nunca saliera de su zona de confort, que siempre estuviera preparada a las decepciones, a que las personas no eran como uno creía que eran, que las personas eran como la luz de la noche. Podían darte una esperanza cuando estabas en el agujero de la desesperación y provocar que cayeras al pozo sin darte cuenta.
Vivió en un orfanato, en el que por las noches escuchaba gritos de niños que añoraban tener una familia, escuchaba como los cristales se resquebrajan cada vez que escucha la palabra papa y mama.
Ella con tan solo once años, aprendió a que ella misma es su propia familia, porque por mucho que haya niños que se burlen de ella, llamándola cabeza de zanahoria, nariz de pinocho o cosas peores. Sabe que no son mejores que ella, que no saben cómo ser amiga de la soledad más profunda, que no pueden comprender como la soledad es capaz de recoger tus lágrimas con una delicadeza sobrenatural.
Y sabe, que ellos no pueden hacer lo que ella hace con su sola mirada.
Ella es capaz de escuchar las pulsaciones de un corazón roto que se escabulle del dolor tanto como puede. Debido a que ella intento hacerlo una vez, sin éxito.
Es capaz de sentir pasos por la noche y no sentir miedo. Debido a que desde siempre vivió con la oscuridad, empezó a ser amiga de esta cuando sus progenitores la abandonaron.
El abandono puede ser tanto emocional como físico. Las dos dañan, pero la primera destroza.
Por eso decidió dejar de sentir el día en el que sus padres le dijeron que ella siempre era la ocasionante de sus problemas, la golpearon del modo más cruel no solo con las dos bofetadas que le dio cada uno, sino también los bofetones verbales que esparcieron por cada centímetro de su piel.
Sintió como ondas expansivas penetraban sus oídos, cada palabra que expulsaban eran peores que la anterior el veneno que crearon se esparció embadurnando cada cicatriz que tenía su cuerpo, pero sobretodo su alma que parecía no tener cura.
Ella deseo morir, pero como las mariposas. Hermosa pero anhelante. Delicada, frágil pero no insignificante. Llenando de alegría no de tristeza la vida de las personas.
Notó como las olas chocaban entre un campo de fuerza, mientras sus padres la llevaron en una bolsa de basura al orfanato. Sabía el sabor de la asfixia de un aire no limpia.
Sabía lo que no todos podían comprender: hay padres que ni quieren a sus hijos, aunque los vieran arder en un fuego tan abrasador como una de las hogueras más inmensas, sonreirían viendo los huesos de sus nacidos con una satisfacción carente de humanidad.
—Joder, estoy sola —Susurro con la voz quebrada. Sabía que decir palabras malsonantes estaba mal, pero el frío la paralizaba en esa fría noche enfrente de un edificio que se caía a pedazos, pensaba que a los adultos que llamaba padres se habían ido, pero le dieron una patada en la tripa en esa fría noche de invierno.
—Esperamos que te pudras
— pronunciaron antes de irse.
Sentía sus huesos a punto de romperse.
Recordaba la esperanza que sintió cuando le abrieron la puerta, en ese orfanato.
Pero como toda luz que aparece antes de tiempo, sus ojos se abrieron cuando descubrió algo que la cambiaría por completo.
Esas sonrisas que la acogieron cuando no tenis a nadie, solo eran comisuras de decoración.
La comida tan deliciosa que le daban al principio, solo eran condimentos que disponían encima de su mesa para que se sintiera en su propia casa. Ella al principio no entendía nada, no comprendía por qué las risas no se escuchaban, el motivo por el que los niños la miraban como si la advirtieran de que estaba cometiendo un error. Su cerebro no podía unir las piezas. Hasta que lo vio.
Las primeras semanas fueron tranquilas, pero luego el reloj comenzó a marcar la hora. En las mesas del comedor, empezaron a desaparecer niños. Los que les servían la comida, empezaron a poner cantidades más pequeñas. Clara nunca se quejó, sabía que no tenía derecho a ello, pero algo dentro de ella le avisaba de que algo no andaba bien.
Con sus ojos, una noche en la que escuchaba gritos paralizantes, se levantó con premura. Hubo niños pequeños que le suplicaron que fingiera que nada ocurría, le imploraron por su bien que no deseaban verla sufrir, a ninguno más. Pero ella dijo que debía ver que estaba ocurriendo. Grave error. Era mejor estar ciega en vida, que en la muerte.
Se guio por los pasillos blancos. Estaban desolados, con una tranquilidad que ella en su interior no sentía.
Bajó por escalones que estaban por el fondo del pasillo.
Sus ojos se abrieron de par en par. Había celdas con cuerpo diminutos humanos, algunos no se distinguían, por los golpes que albergaban sus cuerpos, estaban vivos. Con disgusto se percató de que eran los niños con los que alguna vez compartió comida, algo de ropa y algún juego a escondidas.
Sus rostros estaban demacrados, la sangre se escurría por sus cuerpos, todo estaba oscuro, excepto por una lámpara que iluminaba una de las celdas. Los gritos y la sangre por el suelo hicieron que quisiera darse la vuelta.
Pero vio que una de las que se encargaban de ellos la retuvo por los hombros.
—Deberías haberte quedado durmiendo pequeña rebelde. Ahora te quedarás viendo —sus ojos eran tan oscuros por la maldad que tenis su interior que demostraba.
— ¡No! ¡No! ¡No! —sus gritos le rompían los esquemas, ya había visto suficiente.
Quería que alguien la rescatara.
Quería morir mientras con una silla de tortura, hacían que mirara con terror, la abominación humana infringir dolor a niños inocentes. Que deseaban unas familias que los amaran incondicionalmente. Sin pedir nada a cambio, solo un amor tan puro como una flor renaciendo, creciendo con fuerza y ganas.
Sus padres tuvieron razón en algo, se estaba pudriendo su corazón.
Durante horas vio horrores, pesadillas en la vida real.
A la mañana siguiente estaba en la habitación compartida con otros niños, mientras cruzaba sus manos sobre sus piernas y se balanceaba de un lado a otro.
—La vida duele. No son puñales, no es la sangre, no son las caídas, no es el peso sobre los hombros. Son las personas las que duelen. —una risa que no le pertenecía broto de su interior. Sus ojos se salían de sus órbitas.
Estaba desquiciada, no durmió durante tres días. Tres días en los que se escondió debajo de la cama.
No le importó si la veían. La esperanza se fue.
Una noche escuchó palmadas, iguales a las pulsaciones de un corazón que ya no tenía o eso pensó.
Escucho como una niña del mismo cabello pelirrojo que el suyo, era arrastrada en contra de su voluntad, hacia una pequeña cárcel. Ni quiero verlo, pensó con tristeza.
Pero una voz en su cabeza le imploró con rabia que qué derecho tenía a quedarse quieta sin ayudar a alguien que necesitaba creer que alguien la ayudaría.
Actuó sin pensar, asaltó al adulto con una pala que encontró en el suelo.
— ¡Suéltala!
Su grito se escuchó por todas partes.
Los ojos del hombre le miraron con la pura burla en sus ojos, pero subestimar a alguien no es poder, puede ser la propia debilidad en segundos. No lo pensó, había recabado en algún lugar de su ser las energías que necesitaba. Había visto bastante, había sufrido lo suficiente y el trauma la había hundido con una satisfacción dolorosa.
Hubo golpes dirigidos a su cuerpo, mordidas, arrastres por el suelo, pero rendirse no era una opción. Aprendió en todos esos meses a aguantar los golpes físicos, aprendió a separar la piel de la mente. Un arte tan mortal como admirable.
Luchó con todas sus fuerzas, para salvar una vida que no era suya. No importaba la sangre de sus heridas, los rasguños de su alma o los gritos de su silencio que descargaba en cada golpe que profería.
De algún modo, consiguió darle un golpe en la cabeza que lo mató al instante. Su respiración subís y bajaba con dificultad la otra niña le abrazó temblando.
—Si fuiste capaz de anteponer tu vida a la de otra, solo para no ver tu mismo sufrimiento en sus ojos. Todavía tienes un corazón que no ha sucumbido a una oscuridad tan negra como las sombras —todo se había detenido. Se encontraba en una habitación blanca, enfrente de él había un joven muy apuesto.
Sus ojos azules como un cielo despejado y su cabello rubio con toques oscuros le dieron la bienvenida, sumando a sus facciones remarcadas. La sangre resbalaba por la frente de Clara.
Se había quedado embobada mirándolo boquiabierta. En su interior pensó que era el hombre más hermoso que había visto en su vida.
— ¿Quién eres? —fue lo único que pudo pronunciar.
—Soy Derfen, el dios del beso. —ella se sonrojó.
Pensó en su mente que solo era una niña, nunca había besado a nadie, tenía tan solo once años.
Pero Derfen la escuchaba, con ternura.
—Tienes dieciocho años Clara. Te has refugiado en tu yo de once años para refugiarte del dolor, o más bien, del trauma.
No se lo creía, pero con un espejo afirmó que era cierto lo que él decía.
— ¿Qué quieres? —estaba insegura, tanto daño pasaba factura.
—Hacerte olvidar de las pesadillas que solo han derivado a tormentas en tu vida.
— ¿Cómo?
Pero la pregunta no servía. Derfen la besó, con una pasión fuera del mundo, con un amor incondicional, con unas ganas que sobrepasan los cosquilleos que sentía todas las partes de su piel.
Ella correspondió con extrañeza, notando lo perturbador que le parecía toda esa situación, pero dejándose llevar por la delicadeza de sus labios, el tacto suave de sus dedos en su cintura.
Lo que ella no sabía es que, es beso mataba.
Mataba sus pesadillas, los malos recuerdos que había tenido durante siete años, las imágenes tan reales que presenció protagonista de muertes inocentes.
Derfen le estaba devolviendo la humanidad que necesitaba, le estaba absorbiendo el dolor que aguantaron sus millones de lágrimas durante tanto tiempo, le daba la oportunidad de ser libre, guardando dentro de él los recuerdos de la chica que no recordaría que los monstruos la acecharon durante tanto tiempo.
Derfen sabía que sería condenado a soñar con las sombras que ella vivió durante una eternidad agotadora. Pero prefería arriesgarse.
Cuando terminó de saborear sus labios, ella se desmayó en sus brazos.
Hizo que los demás niños vivieran una vida lo más normal posible, haciendo que estos lo miraran a los ojos curó sus heridas, convirtió sus sombras en luces sus heridas se convirtieron en sus propias cicatrices.
Después de un tiempo, nadie recordaba nada, no se conocían entre ellos. Vivían una vida alterna.
Pero ella sentía el presentimiento de que algo había olvidado, aunque se encontraba feliz sentía cada vez que se tocaba los labios que algo dentro de ella faltaba. Un fragmento puede que un poco roto.
Una mañana de un fin de semana que andaba hacía un para correr, vio en la lejanía un cabello rubio, con cicatrices en los brazos trabajados descubiertos, con una mirada azulada triste que se ilumino cuando la observó correr con esa coleta alta.
Ella se detuvo, se giró y por una extraña razón sus miradas se cruzaron con una intensidad a prueba de balas.
—Hola, Derfen.
—Hola, Clara. Tan clara como el cielo que surco con mis alas.
Los dos sonrieron.
Si el dolor es parte de uno, la felicidad igual. Si el terror paraliza y un corazón bombea, si los gritos silenciosos rompen las paredes con furia. Si la euforia alegra corazones, y las canciones de un corazón son más fuertes que cualquier adversidad, dime algo:
¿Quién dijo que el beso de Derfen no existe en la realidad? Esa calidez de sus plumas capaz de hacer olvidar cualquier pesadilla anteponiendo su felicidad a la de otros.
El mundo necesita más besos de Derfen y la tenacidad de Clara.
Debido a que vencer a los monstruos de tu cama no debe ser siempre hecho en solitario.
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