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Degustador

La prestigiosa pastelería Buen amigo, se encontraba en la esquina dónde la avenida de la armonía desembocaba en la famosa Plaza de las Victorias. La cual estaba decorada por ocho estatuas que representaban los triunfos del reino.

Las estatuas proyectaban majestuosas sombras desde el lado opuesto del local, dándole un aspecto único y siniestro.

Las vitrinas daban a unas de las vías más destacadas de Zuloban, donde encantadoras damas con crinolinas desfilaban tomadas del brazo de pomposos caballeros con altos sombreros de copa.

Los ómnibus tirados por caballos cedían el paso a bicicletas y automóviles perseguidos por remolinos de vapor.
Los perros callejeros perseguían a los gatos que venían de los jardines reales, divirtiendo a los clientes sentados en las mesas del interno del local con sus peleas.

Durante el día, las charlas y las miradas hambrientas de los presentes, llenaban de orgullo a las camareras y asistentes que se movían entre el enorme mostrador y los asientos, satisfaciendo cada pedido con una sonrisa.

Pero cuando en lo alto del campanario los silbidos de los mecanismos oscilantes marcaban las siete, las luces se apagaban y con ellas las maquinarias. Las idas y venidas alegres venían reemplazadas por la quietud de la noche.
Los pasteles y galletas descansaban cubiertos con paños de algodón, los dulces rellenos y tortas dormitaban en campanillas de vidrio refrescadas por el aire que se elevaba de las bodegas.

Más de un guardia desaceleraba el paso durante la patrulla atraídos por las delicias y olvidando sus deberes.

El pequeño Fedrit no podía dormir porque estaba preocupado por su padre. Durante dos días lo había visto consumido por la ansiedad y el nerviosismo. Su pobre padre había pasado horas y horas en el cuartito donde solo, estudiaba y daba forma a nuevos manjares.

Poco antes de la cena, había creado una nueva golosina, pero aun así, no parecía tan entusiasta como de costumbre. Cada vez que inventaba un postre nuevo, su entusiasmo se extendía hasta Cavana Hill y su risa superaba la torre de Babel.

Esta vez por el contrario, parecía extremadamente preocupado y angustiando. Verlo de esa manera había llevado a Fedrit a querer descubrir el problema que lo aquejaba.

Esperó a que su madre, abuela y hermanas se durmieran para salir a hurtadillas de su habitación.

Descendió por las escaleras que conducían a la planta baja abrazándose a sí mismo por el frío de la noche.
Abrió la puerta de la cocina con mucho cuidado y en el interior, las enormes bocas de los hornos se abrían vacías y negras como las fauces de un animal mitológico. Junto a ellos, un autómata inclinado hacia adelante el cual parecía como si estuviera descansando, pero en realidad, solo esperaba la ola de vapor que desde la campana atravesaría las tuberías de la pared animándolo y dándole a su vez, un aspecto maligno y tenebroso.

Fedrit pasó junto a él haciendo algunas muecas. Superó las largas mesas de masa y adornos llegando a la puerta detrás del mostrador de la pastelería, abrió la puerta lentamente y estiró la cabeza hacia la oscuridad.

Más allá de los escaparates podía ver las pálidas e inmensas esculturas de la plaza. Se deslizó por los cajones y estantes de mármol pulidos con aceite de almendras hasta llegar a la abertura por donde pasaban las camareras mientras escuchaba las voces que provenían desde el salón de té.

Escondido por el manto de la noche, Fedrit se arrodilló inclinándose con cautela para no ser descubierto.

Y allí estaba la silueta de un hombre opacada por la luz de las lámparas. Un hombre de baja estatura, robusto y monolítico. Los enormes brazos terminaban en manos pequeñas, las piernas rechonchas dibujaban un arco incómodo, el cabello castaño erizado y cara redonda con patillas pobladas.

Era su padre... Ernesto jefe y propietario del negocio, pero no estaba solo, frente a él, sentado en la mesa justo en el centro del salón de té, se encontraba el extraño cliente nocturno.

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