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Dulce, embriagador y adictivo.

Tres palabras que se habían unido a mi diccionario personal los últimos años para poder definirlo con propiedad. Y aunque dos de ellas se consideraran fuertes o fuera de lugar para una joven de dieciocho años, no existían otras que pudieran encajar perfectamente como ellas.

Dulce, porque conocía las formas de llegar a mi con palabras o gestos tiernos y caballerosos.

Embriagador, porque el tono de su voz, su olor corporal, el sabor de sus labios, la sensación del roce de su piel, su mirada, su sonrisa, su tacto y su porte conseguían perturbar mi cordura y cada rincón de mi cuerpo.

Adictivo, porque aun cuando lo alejara de mi, no sería capaz de apartarme de él y estaría derribando y destrozando mi autocontrol.

Así se había vuelto él para mi, así consideraba lo dulce del amor.