12 de enero del 2015

Roma, Italia.

Creo que algún día estuve enamorada, mucho más que eso. Mi forma de amar era enfermiza, la falta de límites de mi padre me hicieron no conocer límite alguno en cualquier aspecto de la vida.

No tenía límite de alcohol, ni hora de llegada y ni siquiera tenía un límite de notas en la escuela para que consideran darme tanta libertad. Así que crecí siendo una enamoradiza de lo peor.

Para mí eran las únicas opciones, las opciones que mi realidad me tendió para que escogiera o me fuese sin nada. Era continuar en ese límite donde la autodestrucción y la rebeldía se borraban o mezclaban un poco, dónde los noticieros o te tachaban de mala influencia o sacan excusas con titulares como: «Adolescente fuera de control», «La hija de Armando Ruggiero de nuevo en el ojo público». Eran columnas agotadoras que se debatían entre bueno o divertido. Nunca fue algo malo.

En uno de mis paseos, Gigi y yo decidimos viajar a Roma. Mi padre estaba en una reunión importante así que yo solo quería ver a mi novio.

Tenía diecisiete años, acceso libre a lo que quisiera y un novio famoso que seguramente me extrañaba.

Creo que me extrañaba más la tipa con la que lo encontró revolcándose que él y se espanto. La pobre tonta se arrodilló cubierta con una sábana para pedirme perdón y excusarse con que él la sedujo, que fue muy convincente y la gota que colmó el vaso fue cuando dijo que prometió darle dinero para su familia cuando terminarán.

Giovanni Cappelli me rompió el corazón ese día, no porque fuese la primera infidelidad. Fue porque la chica que estaba suplicando era mi hermana.