Seguridad
Arrojó el cuchillo quién sabe a dónde, antes de flexionar mis dos piernas y deslizar mi pantalón por ellas. Mi espalda dolía por la posición en que me tenía.
«Este malnacido no va a soltarme las manos».
En efecto, en sus planes en ningún momento estuvo el soltarme las manos. Al contrario, sus intenciones para mí eran claras. Evidentemente, en esta posición él tendría absoluto control de mí, si no lo detenía a tiempo.
Aprovechando que solo dejó una mano en mi muslo para bajarse el cierre, toda mi fuerza se situó en la otra pierna, en la cual al verme en peligro, simplemente la aterricé en sus genitales sin pensar en las consecuencias que esto pudiera traer.
Él retrocedió entre fuertes quejidos y sujetándose su hombría, mientras que yo forcejeaba con las sogas, hasta que por fin pude soltar mi brazo derecho. Intenté ser rápida, pero cuidadosa, porque mi dedo estaba hinchado y con un terrible moretón. Cualquier movimiento que hacía, solo empeoraba el dolor, pero me tenía prohibido rendirme.
La silla se fue hacia el lado e intenté arrastrarme lejos de ella, y por supuesto de ese sujeto. Localicé el cuchillo, pero no tuve tiempo de llegar a el, cuando sentí su fuerte mano aferrarse a mi cabello y tirar de mí hacia él.
—¿A dónde crees que vas, maldita perra?
De un preciso y rápido movimiento, le di con el codo en la nariz y parte del labio inferior. Ni siquiera lastimado y sangrando, quería soltar mi cabello o dejarme ir.
Viendo que no tenía muchas opciones, opté por ponerme de pie, darme la vuelta, soportando el dolor que me ocasionó en la cabeza el torcer mi cabello de esa forma.
Le di varios rodillazos seguidos en el área de la ingle y, aunque logré mi cometido de que dejara ir mi cabello, su respuesta fue casi instantánea. Su puño en el costado me dejó sin aire. Evidentemente, había una enorme brecha de diferencia y fuerza entre los dos.
Ni siquiera me dio oportunidad de defenderme, su segundo puñetazo en la cara me sacó de base. Y es que me golpeó con odio y furia. El dolor que corría por la zona era desesperante e insoportable.
Al verme en desventaja fue donde seguramente mi instinto de supervivencia despertó. Porque tenía claro que no iba a permitir que se saliera con la suya. Tomé su cabello con mi mano sana y tiré de el hacia abajo, mientras le propinaba un golpe en la cara con la rodilla. Su mano buscaba aferrarse a mi brazo al no poder abrir los ojos de la hinchazón en el rostro.
Era mi oportunidad, por eso no la desperdicie y le proporcione varios puños con la única mano que podía hacerlo. Tumbarlo no fue tarea fácil, pero tampoco lo fue mantenerlo en el suelo mucho tiempo, pues por enfocarme en inmovilizarlo primero, olvidé un grandísimo detalle, y fue esa navaja que traía integrada el cerco de su zapato, la mismo que vi aquella vez en los zapatos de Sebastián.
Su patada me atravesó el filo de esa navaja en mi abdomen. Por más pequeña que fuera y poco profunda, fue con tanto odio y fuerza, en el mismo intento de defenderse, que el dolor se extendió más allá de esa zona. Eso era seguro.
Caí de rodillas, presionando mi abdomen y percibiendo el calor de mi sangre en la palma de mi mano. Lágrimas se deslizaban por mis mejillas y no podía evitar quejarme del intenso dolor que se expandía por la herida.
Oímos los suaves pasos de alguien que había entrado al cuarto. Levanté la mirada pensando que sería carnada fácil ahora, pero no se trataba de ninguno de sus hombres, era Sebastián.
Su aspecto no era el mejor, pues ni siquiera tenía su saco puesto y la camisa que está supuesta a ser blanca, se encontraba llena de sangre, igual que su rostro. No sé si era suya o no, pues su expresión neutral no me servía de nada para descartarlo o confirmarlo.
Se aproximó a paso lento hacia nosotros con las manos dentro de los bolsillos. Su hermano se veía muy confiado y tranquilo, como si la presencia de Sebastián aquí no representara ningún peligro para él.
—Ahí tienes a tu chica— le puso la mano en el hombro a Sebastián—. Solo por ti, se la dejaré pasar por esta vez. Después de todo, ahora estamos a mano.
Pensé hasta último momento que Sebastián no le haría nada, que realmente le pasaría por alto lo que me hizo, pero su mano le torció la muñeca y con un solo y preciso golpe en la pierna, lo hizo caer de rodillas. Aún sin soltarle la muñeca, luego de habérsela dislocado, la otra mano la sacó del bolsillo, revelando un cuchilla de hoja larga y puntiaguda, la cual atravesó en el centro de su pecho, aflojándole un segundo alarido. Fueron puñaladas seguidas, que no le dieron oportunidad de defenderse o evitarlas.
Todavía respiraba y se quejaba, cuando la cuchilla atravesó su cuello cinco veces corridas, provocando un horripilante sonido que en mi cabeza quedó grabado, tanto como la sangre que emanaba cada vez que retiraba la cuchilla abruptamente.
Y así, sin ninguna palabra o mostrar alguna emoción, arrojó su cuerpo contra el frío pavimento. Sus ojos bien abiertos parecían observarme. Su cuello hacía unos movimientos, como si aún estuviera respirando, pero dudaba mucho que ese fuera el caso. La sangre se esparció y tiñó el suelo con suma rapidez.
No salía del impacto todavía. Me costaba asimilar todo lo ocurrido frente a mis ojos. La cantidad de sangre y su peculiar olor, todo hacía más escalofriante la situación.
Sebastián limpió la hoja de la cuchilla de su pantalón negro y luego la guardó dentro del bolsillo. Incluso limpió la sangre de sus manos en la ropa, para luego extendermela.
—Vámonos.
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