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Capítulo 2


Fiona tragó saliva y observó con nerviosismo a su laird. Esperaba que Emily, que la estaba siguiendo de cerca, se mantuviera oculta y no se dejase ver. No le gustaban las mentiras —y estaba segura de que a Brodie MacPherson tampoco—, pero ya era demasiado tarde para rectificar.

Cuando algo más de dos años atrás llegaron a su puerta Emily y el pequeño Allard, con los pies casi destrozados de tanto caminar y tan delgados que tuvo miedo de que el niño muriera, no fue capaz de negarse a ninguna de las peticiones de la joven. Su historia la había conmovido y enfurecido a partes iguales; y aunque comprendía sus razones para que nadie supiera que se hallaba allí, habría preferido contárselo al laird. Él, sin duda, la habría acogido en el clan, porque no toleraba las injusticias. En ese momento, con sus profundos ojos grises clavados sobre ella, tuvo miedo de que pudiera leer en el fondo de su alma.

Bajó la cabeza y se enderezó con esfuerzo. Atrajo al pequeño junto a su costado, pasando una mano sobre su hombro. Habían aleccionado al niño sobre lo que debía decir en caso de encontrarse con algún desconocido en el bosque, pero no tenía la seguridad de que no fuera a hablar de más y la mentira se descubriera.

—Buenos días, laird MacPherson, os agradezco que hayáis salvado la vida de mi sobrino. —Un escalofrío la atravesó al pensar en lo que le podía haber pasado a Allard si él no hubiese estado cerca—. Estaba recogiendo unas hierbas y lo perdí de vista. Debió escaparse en ese momento.

Allard se removió a su lado, entre avergonzado y nervioso.
—No me escapé —protestó—, es que me aburría.
—Si quieres convertirte en un buen guerrero, lo primero que tienes que aprender es a obedecer órdenes —replicó Brodie, mirándolo con seriedad. El niño frunció el ceño.

—Pero tú me has dicho que lo primero que tiene que aprender un guerrero es el honor —lo contradijo.

—¡Allard!, no debes cuestionar a tu laird —lo reprendió Fiona. —¿Por qué no? Mamá y tú siempre me corregís cuando digo algo mal. —Eso es distinto —repuso contrariada—. Él es...

Brodie alzó una mano para detener la discusión. No era esa cuestión la que más le interesaba en ese momento.

—No tiene importancia —atajó—. ¿Eres la viuda de Munro MacPherson?
—Sí, lo soy.
—¿Y el chico?
Fiona desvió la mirada de los ojos del laird y la fijó en un punto indeterminado entre su hombro y el bosque que se extendía detrás de él.

—Es el hijo de mi sobrina —respondió con toda la firmeza que pudo, a sabiendas de que estaba mintiéndole y la mentira podría costarle cara—. Están de visita. Brodie asintió, a pesar de que la explicación no lo satisfacía demasiado.

—¿A qué clan pertenecen?
—A ninguno, son ingleses. Mi hermana vive en Inglaterra.

Al menos en eso no mentía. Hacía años que su hermana se había instalado al otro lado de la frontera, lo que había propiciado que ella viajase hasta allí para visitarla y se quedase durante algunos años. En ese tiempo consiguió trabajo como sirvienta en el castillo de Lingwood. Cuando murió la madre de Emily, siendo ella apenas una niña, sir Walter le pidió que se ocupara de cuidar a la pequeña, puesto que era la más cercana en edad a ella. Así fue como se convirtió en su aya y llegó a quererla como a una hija. Hasta el día en que su hermana recibió una carta proveniente de su hogar. Su padre se encontraba enfermo y las necesitaba. Puesto que su hermana se había casado, solo volvió ella para cuidar de él en sus últimos años. Luego se casó con Munro y ya no volvió a saber de la pequeña Emily hasta el momento en que se presentó ante su puerta, convertida ya en una mujer y con un hijo en brazos.

Brodie pensó que aquello explicaba por qué el niño vestía el tartán de los MacPherson y no el de otro clan, también su aspecto delicado, como el de un querubín, y el acento más suave en su manera de hablar. Sin embargo, la mirada esquiva de la mujer le decía que estaba ocultando algo, igual que la madre de Allard —supuso que debía tratarse de ella— se escondía tras los matorrales que había frente a él. Aunque no le gustaba que le mintieran, la curiosidad de saber por qué lo hacían era más fuerte que su indignación.

—Mientras esté en las tierras de los MacPherson, es un MacPherson, así que tendrás que llevarlo a la fortaleza todos los días para que entrene con la espada. —Impartió la orden en voz alta y clara, consciente de que eso haría salir a la mujer inglesa de su escondite.

—Pero, mi señor, aún es un niño —protestó Fiona, cuyo semblante había palidecido.

Allard se revolvió, inconforme. No quería que le negasen aquella oportunidad de volverse más fuerte y convertirse en el protector de su madre.

—No soy un niño, tía Fiona. Además, él me lo ha prometido y yo he dicho que sí, y un hombre siempre tiene que cumplir su palabra, ¿no es verdad? —inquirió, volviéndose hacia el laird con mirada esperanzada.

—Así es, muchacho —admitió Brodie, al tiempo que ocultaba una sonrisa. El chico era espabilado y aprendía rápido—. Prometí que te enseñaría a blandir la espada y eso haré. Empezarás mañana mismo.

—Mi hijo no empuñará una espada —espetó Emily indignada, apartando los arbustos para llegar al claro. Su vista se clavó por unos instantes en el jabalí muerto y la apartó con disgusto. Tomó a Allard por los hombros y lo atrajo contra su cuerpo, como si así pudiera protegerlo del laird.

Mientras buscaba angustiada al niño, había escuchado a Fiona gritar su nombre con alegría, y el alivio había inundado su corazón de madre. Enseguida se había apresurado hacia el lugar de donde procedía el sonido. Sin embargo, una voz grave, como el lamento del viento entre los árboles, la había sorprendido antes de llegar al claro. Obedeciendo a un impulso y al instinto forjado por el miedo que la había atenazado durante los últimos años, se había ocultado, acercándose de la manera más sigilosa posible para no ser descubierta y poder escuchar la conversación.

A través del follaje había divisado la figura alta y corpulenta del laird, y un estremecimiento había sacudido su cuerpo. En ese momento, mirándolo tan de cerca, pudo percatarse de que el hombre poseía una apostura salvaje. Su cabello ondulado tenía una tonalidad cobriza; su rostro, de mandíbula firme, estaba cubierto por una barba y bigote ligeros. Emanaba de él un aura de fuerza, de poder y, sobre todo, de peligro, que se adivinaba en la frialdad de su mirada gris. Comprendió por qué lo llamaban el Lobo de las Highlands. Sin embargo, no pensaba retirar sus palabras. Mantendría alejado a Allard de la violencia tanto como le fuera posible.

Brodie se dio cuenta de que, a pesar de la firmeza de su tono, la mujer temblaba. Desde luego, no le cabía duda de que se trataba de la madre del niño. Ambos poseían el mismo cabello rubio —aunque el de ella era largo y lo llevaba recogido en una trenza— y los ojos del color de las avellanas. Mientras que Allard parecía un duendecillo del bosque, la joven asemejaba a una sìdhichean, un hada como las que aparecían en los cuentos que le narraba su madre de niño.

Quizá fue por el impacto de su belleza etérea, o bien por el miedo que desprendía su mirada, pero tardó en responder y su voz, cuando lo hizo, brotó de su garganta más brusca de lo que hubiera deseado.

—No me contradigas, mujer. El muchacho entrenará conmigo cada mañana y se convertirá en un guerrero. Palabra de MacPherson.

Le sorprendió la reacción que ella mostró ante sus palabras, dando un paso hacia atrás, como si temiera que fuese a golpearla. Frunció el ceño con disgusto. Jamás en su vida le había levantado la mano a una mujer. A pesar del temor evidente que le profesaba, la vio apretar los labios con tal fuerza que se tornaron blanquecinos.

—No pienso...

Fiona apoyó una mano en el brazo de Emily y la detuvo antes de que completara la frase. No podían permitirse ofender al laird.

—El chico estará allí mañana.

Emily vio cómo el guerrero asentía satisfecho y un nudo de angustia le oprimió el pecho. Ni siquiera sabía de dónde había sacado el valor para oponerse a él y negarse a acatar su orden, incluso a sabiendas de que podría golpearla por ello. Aunque el MacPherson la intimidaba, tenía que reconocer que no había usado su fuerza para imponerse, como hacían sir Bertram y su hijo Giles. Un solo golpe con aquellos brazos de músculos prominentes podría matarla. Se estremeció ante el pensamiento mientras se dejaba conducir por Fiona de vuelta al lago, donde habían dejado las cestas con la ropa para lavar.

Justo antes de desaparecer entre la espesura, se volvió a ver de nuevo al laird. No se había movido del lugar y las estaba observando. Cuando sus miradas se cruzaron, su corazón golpeó con tal fiereza en el interior de su pecho que sintió que le faltaba el aire. Giró la cabeza con brusquedad y comenzó a caminar con más rapidez.

—Mamá, me haces daño —se quejó Allard.

Ella se dio cuenta de que apretaba su mano con demasiada fuerza y aflojó su agarre, pero el temor y el nerviosismo la hicieron reaccionar con dureza.

—Te has comportado mal, Allard, nos has desobedecido a Fiona y a mí. ¿Sabes lo que podría haberte pasado? Te he dicho muchas veces que no debes hablar con nadie.

—Lo... lo siento.

El sollozo tembloroso atravesó la espesa capa de miedo que nublaba su mente y detuvo sus palabras. Se arrodilló junto a su hijo y lo envolvió en un abrazo de calidez y ternura.

—Perdóname, Allard. Tengo miedo de que te suceda algo malo —le explicó—, eso es todo.

El pequeño se retiró un poco y la miró con los ojos húmedos.

—Por eso quiero ser más fuerte —declaró en un susurro—, para que no me pase nada y para protegeros a ti y a tía Fiona.

Emily se mordió el labio inferior para que el llanto que la ahogaba no se derramara por las comisuras de sus ojos. Esbozó una sonrisa trémula y rozó con los dedos la tersa mejilla de su hijo.

Fiona dejó escapar un suspiro y acarició los rubios cabellos del pequeño.

—Algún día lo serás —le aseguró—. Tienes un corazón bueno y noble. Podrás conseguir todo lo que quieras.

—¿Incluso ser un guerrero como el laird? —inquirió esperanzado.
—Incluso eso.

Sus labios se curvaron en una suave sonrisa. Sin duda, Brodie MacPherson había impresionado al pequeño. No era para menos. Su envergadura, su destreza y la confianza en sí mismo que exudaba le otorgaban un aura que cautivaba a cuantos lo seguían. Había escuchado de boca de su esposo hazañas increíbles sobre él, que, aun siendo aquel un guerrero curtido, admiraba al joven laird. También sabía que era un hombre justo y un buen jefe del clan; atendía a todos, sin importar que fuesen ancianos, mujeres o niños.

Si Emily pudiera conseguir a alguien así como marido, no tendría que seguir ocultándose ni viviendo con el temor arañándole las entrañas. Pero comprendía que, después de lo que había vivido, fuese incapaz de confiar en un hombre, mucho menos de enamorarse de uno. Haría falta un verdadero milagro para que alguien lograra conquistar el corazón de la muchacha y desterrara con el amor y sus dulces caricias el miedo que quebrantaba su espíritu. Daría lo que fuera por volver a verla sonreír.

—¿Por qué le has dicho que Allard iría a entrenar? —le preguntó la joven cuando el niño se adelantó unos pasos por el camino.

Fiona suspiró.
—Es el señor del clan, Emily.

—¿Y eso significa que puede obligar a todo el mundo a cumplir sus deseos? —repuso con acritud.

—Los escoceses no son como los ingleses —le recordó ella.
Emily se detuvo y la miró. Sus ojos eran dos pozos de angustia.
—Son hombres —espetó con dureza, como si eso lo explicara todo—. Solo saben imponer su voluntad y usar la fuerza sobre quien no acepte inclinarse ante ella. No quiero que mi hijo se convierta en alguien así. No quiero que la violencia rija su vida.

Fiona dio un paso hacia ella y la abrazó, mientras maldecía en silencio al inglés que había destrozado el alma de la joven, aunque no había podido quebrar su voluntad. Acarició su cabello y la sintió temblar entre sus brazos.

—No todos los hombres son así. —Le habló con dulzura, esperando que sus palabras calaran hondo en su interior—. Tu abuelo es buena prueba de ello. Brodie MacPherson también lo es —añadió con tiento—. Tal vez sea rudo, como la mayoría de los escoceses, pero jamás usaría la fuerza contra una mujer. Es un hombre honorable, y eso es lo que le enseñará a tu hijo.

—Pero también lo adiestrará en el arte de la espada —se lamentó. Sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas.

La mujer la apartó un poco para mirarla y chasqueó la lengua. Emily necesitaba alguien que le mostrara lo que era el amor, pero también necesitaba comprender la realidad que la rodeaba. No podía vivir el resto de su vida encerrada en una cabaña, presa del miedo y de los recuerdos.

—¿Y no es eso bueno? Allard debería crecer fuerte y seguro de sí mismo, capaz de defenderse para que nadie pueda hacerle daño —le dijo con tono firme—. ¿Crees que le haces un bien manteniéndolo alejado de todo? Lo único que conseguirás será criar a un hijo débil y temeroso. Emily, los MacPherson son guerreros fuertes y valientes, y todos los clanes los respetan. Allard no hará nada que no haría cualquier otro niño del clan.

Emily se retorció las manos en el regazo. Sabía que Fiona tenía razón. También en el castillo de Lingwood había escuderos, niños y muchachos que se preparaban para ser caballeros.

—Es tan pequeño todavía.

—Quizá si aprende a defenderse pueda olvidar el miedo y superar las pesadillas que lo atormentan por las noches —señaló Fiona, sabiendo cuánto le preocupaba eso.

Sus palabras no fueron en vano. Vio cómo los hombros de la muchacha se hundían en una aceptación resignada y suspiró agradecida. El laird no era ningún tonto, y más valía que comenzasen a hacer las cosas bien si no querían tener problemas.

—Está bien, dejaré que ese hombre entrene a Allard. Pero si veo que alguna vez vuelve con alguna herida, yo...

—¡Mamá!

Emily se volvió sobresaltada. Al ver que su hijo sonreía, respiró hondo e intentó tranquilizarse. Comprendió en ese momento lo que Fiona trataba de decirle: no podía dejar que Allard se convirtiese en alguien como ella, un conejillo asustado que vivía su vida encerrado en una madriguera. Él tenía derecho a ser feliz, a tener amigos y jugar con ellos, a sentirse seguro y confiar en sí mismo.

—¿Qué es lo que sucede? —le preguntó, acariciando su cabello cuando se detuvo ante ella.

—Toma. —Sacó de detrás de su espalda, donde las había ocultado, un ramo de campanillas silvestres y se lo ofreció—. Siento haberme portado mal. No volveré a hacerlo. ¿Me perdonas?

Ella se agachó para que sus rostros quedaran uno frente al otro y acarició su mejilla con ternura. Allard había venido al mundo de forma inesperada, convirtiéndose en un regalo del cielo. Lo amaba más que a nada y no iba a permitir que nadie se lo arrebatara. Descubrió la preocupación y la incertidumbre que asomaron a los ojos del pequeño al ver que no respondía y se apresuró a hacerlo.

—Solo si me das un beso.

Golpeó con un dedo su propia mejilla y él plantó de inmediato sobre ella un beso húmedo mientras le rodeaba el cuello con sus bracitos.

—Ahora ya no estás triste, ¿verdad? —le preguntó cuando se separó de ella. Emily sacudió la cabeza.
—No, no lo estoy. Porque un beso...
—... es la mejor medicina para curar el corazón —completó Allard sonriente, recordando lo que su madre le había enseñado. 

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