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XXXIV: La canción que nunca muere.

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   En la costa, Roger La Belladona, corría directo hacia Sao, quien le daba órdenes a Ruby, Sebastián, Nico, Fedora y muchos más. Las tropas volvieron a igualarse. Ajax ayudaba con los botes que acababan de llegar de las comarcas.

   —¡Capitana! —gritó desesperada. Sao se dio la vuelta asustada ante la urgencia en la mano derecha de Lilith—. ¡Grimn tiene a Lilith! ¡Se la llevó al castillo!

   De alguna manera, la noticia viajó por el humo en ese mismo instante. No hubo necesidad de hablar, las tropas enteras comenzaron a marchar al palacio. Todos irían en busca del Ángel.
   Los Centinelas les siguieron confusos, intentando detenerlos. Pero la fuerza de los corazones siempre superó la de los músculos.

   Roger le dió un par de órdenes a Ajax, quien tomó a los heridos y se marchó a ayudar a Freyja, mientras la Belladona se quedó organizando a sus tropas.

   La noticia llegó rápidamente a Kaira, quien con la desesperación en su galope apresurado, se integró en el Bosque Cenizo en busca de Lilith. Tenía que esquivar a la multitud que marchaba hacia el palacio, temía lastimar a alguien con Karma. Por lo que se integró en el lado del pinar donde no estaban los heridos.
   Meena estaba con ella, luchaba por no caerse del caballo, que se agitaba muchísimo debido a la velocidad en la que corría, como si los nervios de Kaira fueran suyos propios.

   Un Centinela estiró la mano y tiró de Meena, esta cayó al suelo, se levantó rápidamente. Boris apareció a su lado y acabó con el guerrero al instante. Kaira frenó su carrera en cuanto pudo, observó que Meena estaba perfectamente y volvió a golpear las riendas.

   —¡Kaira, espérame! —gritó Meena en vano, viendo a Kaira integrarse en el pinar del Lago de los Poetas Muertos, con la única compañía de Karma.

   La Reina cabalgó como lo había hecho miles de veces con Angus, sonreía. Y creyó que quizás había muerto cuando un Angus de humo comenzó a seguirles con alegría. Los zorros seguían al caballo fantasmal como si de un visitante regular se tratara. Juntos, rodearon el Lago de los Poetas Muertos.
   Los loberos de Grimn aparecieron de la nada misma, le cortaron el paso de pronto y mordieron los tobillos de Karma. Kaira se asustó y cayó al suelo, distraída al ver como perdía de vista a Angus y los zorros entre la maleza.

   Rodó por el césped y las flores, oyendo como Karma luchaba por llegar a ella desesperado. De rodillas en el suelo se incorporó, tres loberos rabiosos gruñían frente a ella. Karma los saltó y se puso entre medio, dando pisotones al suelo y resoplando, la estaba protegiendo.
   Un perro enorme apareció detrás de Kaira, esta se dio la vuelta asustada. Costus avanzaba con el lomo erizado, la mirada clavada en los loberos que amenazaban a Kaira. Los pájaros del bosque chillaron.

   Su respiración agitada, se incorporó lentamente y sentada sobre sus rodillas observó el césped congelado donde sus palmas habían estado segundo atrás.

   Un lobero, el más grande de todos, pasó por debajo de Karma y saltó hacia Kiara.

   —¡No! —gritó esta, cerrando los ojos y estirando las manos hacia adelante.

   Se hizo el silencio, solo oía los gruñidos de Costus y la respiración enfadada de Karma. Abrió los ojos, los perros le miraban atentos, como fascinados con ella. Kaira se puso de pie lentamente, aún estirando las manos hacia adelante. Oyó chapoteos en el agua, giró la cabeza y vio a una sirena de humo que la observaba con una sonrisa. Segundos después se hundió y desapareció. El viento agitó el cabello de Kaira y con este llegó el entendimiento. Bajó los brazos y observó la manada de loberos, detrás de ellos en la maleza vio unos zorros curiosos. Aves del bosque revoloteaban en círculos sobre su cabeza.

   —Siéntate —dijo sintiéndose una tonta.

   Perros y zorros obedecieron, Karma caminó a su lado, como patrullando y protegiéndola. Costus soltó un ladrido enfurecido. En el rostro de Kaira se dibujó la sonrisa más grande que había tenido jamás. A su lado la sirena saltó a la orilla, arrancó una flor y se volvió a sumergir... Kaira soltó un grito y observó las marcas que las garras de la sirena habían dejado en la tierra. Y lo entendió todo cuando la sirena volvió a asomar sus ojos en el centro del agua. El humo había desaparecido, los huesos ocupaban su lugar y no tenían intención de marcharse. Kaira, su Despertar les había dado la fuerza que necesitaban para desenterrar sus huesos... Los ojos de fuego de la sirena exigían algo más, pero no era Kaira la que tenía que dárselo.

   Una sombra los cubrió, Kaira levantó la mirada a tiempo para ver un Coàtl de hueso llevar a un Centinela muerto en su boca.

   —Son míos ahora —murmuró con una sonrisa.

   Los loberos agitaron la cola, ladraron y aullaron, respondiendo sus miles de preguntas. Kaira dio un paso atrás y observó en todas direcciones, zorros, grillos, ciervos y aves cantaban para ella. Una manada de centenares de cuervos pasó volando por el cielo, gritaban su nombre y cargaban explosivos en sus garras.

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   Lilith dejó que Grimn la guiara del brazo por el Palacio de los Zorros, observó la escena. Todas los civiles que habían quedado atrás habían sido brutalmente asesinados, al igual que los guardias que habían luchado por ellos. Cuando llegaron frente al trono, la arrojó sobre este, ella gruñó. Él se dio la vuelta y vomitó.

   Lilith soltó una carcajada intentando incorporarse en el trono.

   —Te estás muriendo —exclamó divertida.

   Grimn se limpió la comisura de los labios, caminó hasta ella y la agarró de la mandíbula, la sentó en el trono. Aela cayó al suelo.

   —Si crees que eso te salvará, eres tan ingenua como el resto —gruñó él, cubierto en sudor maloliente—. Me niego a morir sin antes cumplir un último deseo.

   Grimn sonrió, y en la mirada de Lilith se dibujó el miedo cuando él acercó su cuerpo al suyo. Grimn la besó, le desgarró la camisa y comenzó a desabrochar su cinturón. Lilith se resistió con desesperación, pero él la tenía tan acorralada que apenas podía moverse. Estiró sus manos para agarrar sus armas, él tomó ambas muñecas y con una sola mano las colocó sobre su cabeza. Con la otra luchaba por sacarle los pantalones.
   Ella levantó la mirada llorosa, no podía escapar. Al fin y al cabo así era como acababa todo. Miró el cielo a través de la cúpula rota, la Luna llena estaba justo sobre su cabeza, a pesar de ser pleno día. Las lágrimas cayeron por su rostro. Lilith había abandonado a muchos por las Diosas y su misión, pero ahora, sabía que ellas la habían abandonado. No había voces en su cabeza. Las Diosas eran testigos de lo que Grimn estaba por hacer y no iban a salvarla. Rogó por un poco de piedad, maldijo a las Diosas por que sintió como su presencia no estaba allí. Estaba sola. Los gemidos de Grimn y su cuerpo semidesnudo que se acercaba a ella, como a miles de mujeres les había sucedido.

   Un cuervo pasó volando por la cúpula.

   El castillo se agitó, las manos de Grimn se apartaron del cuerpo de Lilith y tropezó. Se puso de pie confundido, abrochando sus pantalones. Lilith respiró agitada, sin comprender si se había salvado, con sus manos libres rápidamente cerró su camisa y cubrió sus senos expuestos.
   Las explosiones llegaron al instante, el Palacio de los Zorros comenzó a caerse a pedazos de un momento a otro. Las bombas llovían sin cesar. Una parte del tejado se desprendió, amenazando con caer sobre ellos. Lilith se puso de pie y corrió hacía la salida, Grimn huyó hacia las entrañas del palacio. La piedra cayó sobre el trono y se rompió en miles de trozos. El trono se quebró.

   Lilith oyó a los cuervos afuera, gritaban el nombre de Okoye. Las Diosas no la habían salvado, la niña lo había hecho.

   Okoye estaba en Apis, en el bosque de Murmure Silva donde cada año se llevaba a cabo La Noche de Venus, el Festival de las Flores. Gracie cuidaba de ella, apartada, observando a la niña quien estaba rodeada de velas negras, arrodillada en el suelo con ambas palmas enterradas en la tierra del bosque. Miles de abejas luminosas giraban sobre ella.
   Okoye apuntaba sus ojos al cielo, y estos se habían vuelto completamente negros. Sus ojos lloraban sangre y Gracie cubría su boca preocupada.

   La niña, la pequeña bruja, controlaba cada cuervo. Los había guiado a Marítima Regio en busca de los explosivos que Marina jamás usaría, y ahora tenía la intención de reducir el Palacio de los Zorros a cenizas.

   Lilith salió al exterior, no encontraba a Grimn por ningún lado, sabía que aún vivía. Iba a matarlo con toda la lentitud posible.
   En la plaza y las escaleras del castillo todos luchaban por llegar a ella, Centinelas, Bloque Negro, Belladonas y la Rebelión.

   Lilith los vió a todos aquellos que había visitado en su viaje: Sebastián y Nico montaban enormes alces de guerra que habían traído consigo; Ruby se integraba en la multitud como una serpiente veloz y mataba Centinela tras Centinela. Devia corría con heridos en sus brazos. Fedora se mantenía apartada, sobre el tejado del Pozo del Aguamiel disparaba una y otra vez.

   Los vio a todos, recordó sus historias y sonrió para ellos, la injusticia había sido su unión... y los Centinelas sus verdugos. Los vio morir a todos. Golpe a golpe, ballestas y gargantas cortadas, los Centinelas los mataron a todos frente a sus ojos. En segundos interminables todo lo que conocía eran pilas de huesos y ríos de sangre.

   Lilith cerró sus puños, el Palacio de los Zorros estaban en llamas a sus espaldas y el humo se filtraba por la puerta, caía por los escalones como agua y se enroscaba en los pies de Lilith.
   Una figura apareció a su lado, pero no era de humo. Era carne y hueso. Lilith se giró a mirarle con una lágrima solitaria en el rostro.

   Aela le sonrió, llevaba un collar de siete puntas y asentía lentamente. Sintió una mano en su hombro, se dio la vuelta y observó la gentil mirada de su madre. Con un suspiro tranquilo, Lilith miró al frente. No podía esperar a que las Diosas hicieran algo... ahora era su turno.
   Estiró sus palmas abiertas hacia adelante, sus dedos se habían vuelto rojos y el color desaparecía poco a poco por su brazos. Las cicatrices fueron cubiertas y Aela y Selene se volvieron una con el río de humo.

   Con un suspiro, la vida entera de Lilith pasó por sus ojos. Había sido la perdedora más grande, todo lo que una vez amó, había muerto, marchitado o escapado... y en aquel instante recordó las palabras de aquel anciano en su viaje por las comarcas:

   "Los Tejedores son vanidosos, y la pena es un sentimiento muy fuerte que les puedes ofrecer... mucho más fuerte que la lealtad y la devoción.

   Tienen que usar la fuerza que el dolor les ofrece."

   —Hazlos arder —exclamó Aela.

   Tomó aire, el humo dejó de enroscarse en sus pies y comenzó a bajar las escaleras.

   —Que el humo cubra el sol, Lilith —susurró su madre con orgullo.

   Exhaló, y el humo se transformó en fuego a comando.


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