XXIV: Santos Boticarios.
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La mirada de Heba recorrió las paredes de su pequeño hogar, las tazas sucias, las frazadas desordenadas y los zapatos de Cressida junto a la puerta que aún esperaban su retorno. Los libros de sus padres y los jarrones hechos por su hermana. La pintura que Ajax le había regalado junto a su cama.
Había pasado una semana desde que Cressida había muerto, cada día se le hacía más difícil fingir que era lo suficientemente fuerte para seguir con todo. Y la posibilidad de hacer las maletas e irse a Apis con sus padres se le hacía cada vez menos descabellada... sin Nabila, sin Cressida, ¿quien se creía ella en la Rebelión?
Alguien golpeó la puerta seis veces. Heba no se movió, ni siquiera giró la cabeza, se limitó a clavar la mirada en la madera de la puerta, atemorizada.
Volvieron a tocar de la misma manera. En silencio caminó hasta la puerta y apoyó la oreja en esta, se oía un ruido extraño.
Se oyó un click en el picaporte, Heba dio un salto hacia atrás y la puerta se abrió lentamente. Octubre y Marina, la primera con ganzúa en mano, la segunda de la mano con Okoye, le saludaban con dulces sonrisas.
—¡Trajimos el desayuno! —gritó Okoye sonriendo, extendiendo una bolsa de tela frente a ella.
—Yo... —balbuceó Heba.
—¡Yo preparo el café! —gritó Marina, corriendo a la cocina y comenzando a tocar todo como si de su propia casa se tratara.
Octubre entró en la estancia guiando a Okoye hasta la mesa, donde la niña comenzó a poner los panecillos con mermelada. Las tres hablaban animadamente y reían, como aquellos que quieren correr más rápido que el dolor del duelo.
Heba las observó, y no pudo hacer otra cosa que sonreír.
Alguien golpeó la puerta, que seguía abierta. La sonrisa de Heba se extendió con más seguridad al encontrarse con los vergonzosos ojos de Ajax.
—¿Hay lugar para uno más? —murmuró, ocultando las manos detrás de su espalda—. Traje queso de cabra.
—Creo que... —respondió Heba insegura por la situación, observó a Marina y a Octubre reír en la cocina, a Okoye colocar unas flores en el centro de la mesa. Sonrió, caminó a la puerta y tomó la mano de Ajax—, que siempre hay lugar para uno más.
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Camila llamó a la puerta suavemente, se asomó con cuidado y con la voz temblorosa exclamó:
—Kaira, llegó el momento.
Kaira levantó la mirada del mapa que sostenía, soltó un suspiro y arrugó la nariz disgustada. Se puso de pie y se encaminó a la habitación de su madre, entró sin tocar. Se la encontró sentada en la misma silla de siempre, mirando por la ventana.
Lorenza no se giró a mirarle.
Kaira observó el fantasma en el que se había transformado su madre, en una habitación vacía, encerrada todo el día sin moverse. Apenas comía y bebía, en el único momento que parecía despertar era cuando se acicalaba. Siempre tenía que estar perfecta, sentada en su silla.
Su actitud le hacía sentir extremadamente incómoda, incluso a veces sentía lástima por su madre. Sin Sauro se había marchitado, no tenía razón de ser. Kaira recordó como la última vez que la visitó la empujó de la silla, implorando que reaccionara.
Una vez más rogaba por algo que su madre no le podía dar.
—Madre —suspiró Kaira—, han brotado los pimpollos.
Lorenza se puso de pie de un salto y sonrió.
—Tú padre está listo —anunció como si Kaira fuera una niña pequeña.
Kaira asintió lentamente, se encontró sonriendo al ver a su madre reaccionar. Lorenza se acomodó el cabello, retocó la pintura de sus labios y se marchó a la alcoba de Sauro, Kaira la siguió por pura curiosidad.
Se detuvo al llegar a la puerta de la alcoba de su padre. Una doncella y un Guardia esperaban por ella. Los Centinelas permanecen junto a Grimn como siempre. Lorenza abrió la puerta lentamente, como quien no quiere despertarte bruscamente e ingresó en la alcoba susurrando con un sonrisa:
—Que en paz amanezca, Su Majestad.
La puerta se cerró y Kaira se quedó ahí, oyendo a su madre hablarle al cadáver de su padre, preparándolo para el funeral que ocurriría al siguiente amanecer. Lorenza había reaccionado, porque como mujer tenía que cumplir una última tarea antes de perder todo su valor para siempre.
...
Wilhelm y Meena permanecían de pie, uno al lado del otro observando la multitud que rodeaba el Coliseo Gelida, este estaba en plena construcción y comenzaba a tomar forma, pero esa noche nadie trabajaba. Todos asistirían al funeral del Rey.
—¿Qué haremos cuando lleguen? —preguntó Meena con tranquilidad. Llevaba su armadura completa, en su mano su arco de siempre.
—Eso depende de ellas, no de nosotros —respondió Will con tranquilidad.
Meena se giró a él, esperando una explicación.
—Poco a poco el pueblo va entendiendo que el Bloque Negro no es el enemigo y el verdadero peligro son los Centinelas —explicó Wilhelm, de brazos cruzados viendo a la gente pasar. Todos vestidos de un verde muy oscuro, con las costuras de sus ropas al descubierto con hilos dorados, imitando la apariencia de las Enredaderas de la Profundidad—. Pero ya hemos comprendido que las Belladonas actúan como Lilith, y no me sorprende que aparezcan y crucen un límite... no podemos permitir eso, pero tampoco podemos transformarlas en el enemigo.
—¿Tu crees que Lilith nos tratará como el enemigo?
Will se giró a mirar a la joven, su rostro expresaba preocupación.
—Eso depende si estás de pie junto a Kaira —exclamó el hombre.
Boris apareció junto a ellos, los saludó a ambos con una sonrisa y comenzó a informar a Wilhelm de que ya todos estaban en su sitio, a espera de nuevas órdenes. Meena dejó de prestar atención a la conversación, se distrajo pensando que extrañaba demasiado a Lilith pero lo mucho que le irritaba el comportamiento de las Belladonas. Habían comenzado como un grupo rebelde, increíble y lleno de energía, pero siguieron los pasos de Lilith, se habían vuelto brutales al punto de atentar contra la corona. Querían la libertad, pero no querían a ningún descendiente Tábido-Vetusto en el trono... Lilith no quería un final feliz para Kaira, y las Belladonas seguían a su líder sin rechistar.
Meena amaba a Lilith, pero jamás dejaría que se acerque a Kaira. Meena rezaba a las Diosas que Lilith no le hiciera elegir, no quería llegar al extremo de tener que luchar con ella.
Will tocó su hombro con cariño. Los tres se encaminaron a los establos, donde Kaira, Farkas, Yong y el personal entero del castillo les esperaba. Los Centinelas se quedaron protegiendo a Grimn, quien comenzaba a levantarse poco a poco de la cama. Aún sentía que la cabeza le iba a estallar y vomitaba todo lo que comía, pero no quería seguir postrado. En El Jardín de los Dioses, el cementerio de Vulpes, el pueblo esperaba al Rey y la Reina, junto con el amanecer.
Kaira le sonrió a Meena, esta le guiñó un ojo y juntas comenzaron a rodear el castillo. Un camino de tierra rodeado de muérdago y rosas los llevaba por un estrecho sendero al borde del precipicio que rodeaba el Palacio. Finalmente llegaron al agujero en la roca, donde debajo del castillo había un jardín enorme repleto de árboles/tumbas. La multitud ingresaba a la cueva por el otro extremo, por un sendero similar que comenzaba detrás del coliseo. Todos llevaban sus respectivas velas verdes con dibujos dorados, ya encendidas.
Farkas se acercó a Kaira, mientras descendían por los escalones de quebracho y entrelazó su brazo con el de ella. Se inclinó disimuladamente para mirarle, ella estaba sería y sus ojos expresaban demasiadas emociones para un solo corazón. Se sorprendió al notar que sus orejas, nariz y mejillas tenían un ligero tono rosado... como la mayoría de los ciudadanos de Vulpes.
La Reina vestía una túnica del color de las hojas de las Enredaderas de la Profundidad, similar al laurel pero aún más oscuro, con costuras doradas y flores bordadas en el pie de la falda, imitando los bordes brillosos de la planta. Llevaba su cabello suelto en mayor parte, con dos trenzas de raíz que apartaban el cabello de su rostro. Sobre la corona un velo dorado que cubría su cuerpo hasta su cintura. Un pequeño corsé dorado con un gran moño en la espalda se llevaba gran parte de la atención.
Farkas llevaba un traje del mismo verde, con costuras también doradas. Una capa dorada con una capucha descansaba en su espalda, con el escudo de Serendipia bordado en verde. Sobre sus cabezas sus coronas brillaban como el mismísimo sol.
El resto de la familia Real y el pueblo llevaba trajes similares, pero menos extravagantes. Las mujeres llevaban hermosos velos con los que cubrían sus rostros y lágrimas, mientras los hombres cubrían sus cabezas con las capuchas de sus trajes. El propósito era esconder sus lágrimas, ya que estas podían reflejar la luz y robarla del protagonista: el cadáver.
La única vestida diferente al resto era Lorenza, su traje era parecido al de Kaira, pero ligeramente más señorial y sobrio, no debía llamar la atención. La diferencia es que carecía de dorado, su ropa entera, incluyendo el velo, eran verde oscuro. Esta estaba de pie sobre la mesa donde Sauro descansaba, sobre un lecho de flores blancas. Lorenza sostenía en sus manos una maceta con un pequeño roble. Aquel árbol había sido elegido en el nacimiento de Sauro, representando longevidad eterna y fortaleza, siguiendo el linaje de todos los hombres de su familia. Excepto Victoriano, que había acabado con el mismo árbol que su madre: el Haya, representando la fecundidad y la fuerza de la feminidad en la tierra... Siendo hombre ese árbol era un insulto, pero Victor estaba orgulloso de que algún día las ramas de su tumba serían igual a las de su querida madre.
Lorenza, por supuesto, sería algún día enterrada junto a Sauro, con un pimpollo de cerezo.
El lugar entero estaba iluminado por unos pocos faroles en las paredes de piedra y antorchas que sostenía la Guardia Real. Las abejas luminosas estaban por doquier, junto con enormes luciérnagas del tamaño de una manzana que se aferraban a la piedra en los rincones más oscuros de la cueva, siendo tan tímidas como siempre. A diferencia de las abejas que se consideraban el insecto más atrevido, persiguiendo a la gente, aferrándose a sus cabellos y faldas, llenando el mundo de polen brillante. Muchas de estas revoloteaban de flor en flor sobre el cuerpo de Sauro. Farkas guió lentamente a Kaira hasta allí, su agarre era firme y ella no parecía tener ninguna intención de soltarle.
Caminó lentamente hasta su padre y lo observó, había sido vestido con una elegante ropa de dormir de seda dorada. Su cuerpo estaba pálido, parecía roca, su cabello había perdido brillo y color pero aún se apreciaba el verde. Sus palmas hacia arriba, con dos enormes pimpollos dorados que brotaban de sus poros. Las enredaderas se volvían una con su piel, rodeando sus extremidades y llenando su cadáver de pimpollos que florecerían en el amanecer. Kaira observó su rostro, temiendo verlo abrir los ojos. Su mirada viajó hasta su pecho, en sus pesadillas volvía a respirar. Agradeció que un manto de pimpollos había cubierto cada una de las puñaladas que Kaira había hecho con Aela.
Kaira levantó la mirada y observó la multitud, a excepción de Victoriano, ninguno de los hermanos de Sauro había acudido. Con cartas de media página se habían excusado, mencionando la crisis en sus comarcas deseaban un buen descanso a su hermano que se había quedado el trono en lugar de ellos.
Farkas deslizó su mano lentamente hasta la de Kaira, ésta entrelazó sus dedos y se giró para sonreírle. Farkas sonrió de vuelta, deseando tranquilizar cada una de las culpas de la Reina.
Kaira se giró a su madre, esta estaba inmóvil aferrada al árbol en sus frías manos, observando a Sauro. Frunció el ceño intentando pensar cuál era el título que ahora su madre cargaba... no encontró ninguno, había pasado de ser Reina de Serendipia a ser La Viuda.
Kaira suspiró y se alejó de su padre, colocándose junto a Boris y Meena. El pueblo entero rodeaba el hueco en la tierra donde Sauro sería enterrado en pocos minutos. El silencio era muerte, una vez más.
El momento que Kaira más temía se acercó al fin. Tres violonchelos comenzaron a acariciar las notas lentamente, llenando el ambiente de una melodía sombría y melancólica. La luz del alba comenzó a borrar la luz nocturna, y Kaira no pudo evitar girarse para ver el amanecer en el horizonte, sobre la línea del océano.
En Serendipia, la muerte creaba vida. El Jardín de los Dioses era el claro ejemplo, ubicado en una cueva al borde de un precipicio, con vista al mar abierto. Un bosque de miles de árboles diferentes, flores de cientos de muertos en los suelos. Las ramas de cada tumba se entrelazaban y de éstas colgaban Llamadores de Ángeles que las familias colgaban de los árboles de sus seres queridos difuntos. Creaban una melodía con el viento y presentaban sus respetos a todos los muertos en cada amanecer.
Y ese era el momento que heló la sangre de Kaira, aflojando sus piernas y cerrando su estómago en un nudo. Los primeros rayos de sol llegaron finalmente a la cueva, los Llamadores de Angel comenzaron a reflejar esta luz dorada y las flores de Sauro comenzaron a abrirse y brillar. Las flores en su pecho comenzaron a agitarse cuando el corazón del Rey muerto volvió a latir.
Los últimos latidos, el último amanecer de Sauro en aquel cuerpo, el camino hacia otro o el descanso eterno.
Kaira apretó la mano de Farkas y cerró los ojos, sintiendo que su corazón se paraba con cada latido del de su padre. Solo debía aguantar ocho minutos, eso era lo que tardaba el amanecer, serían los últimos minutos que tendría que aguantar esos latidos.
Abrió los ojos cuando escuchó murmullos. No se sorprendió al ver que las flores en el cuerpo de Sauro se marchitaban en cuanto acaban de abrirse, perdiendo su brillo y belleza. Los sollozos de Lorenza no tardaron en oírse, quien perdiendo todo decoro cayó de rodillas al ver como la tierra rechaza a Sauro. De todas maneras, el entierro debía continuar con normalidad, lo único que sabían es que allí es donde el alma de Sauro se despedía definitivamente. Ni reencarnaciones ni viajar en la brisa o en el mar, la misión de Sauro había acabado. La tierra se lo tragaría para siempre. Kaira sintió alivio.
Dos Santos Boticarios con túnicas verdes y cabellos dorados se acercaron a Sauro, tomaron la tela preparada debajo de su cuerpo y lo levantaron por los lados. Las flores en su muerte palpitaban y el sonido de sus latidos hacía eco en la cueva. Con cuidado se acomodaron junto al agujero en la tierra y lentamente comenzaron a descender el cuerpo de Sauro, y cuando la oscuridad llegó a las enredaderas estas comenzaron a extenderse hacia los costados y aferrarse a la tierra, volviendo el cadáver de Sauro y la tierra uno solo.
Lorenza, con el nombre de Sauro tallado en el tronco del roble, se acercó a la tumba y con sus manos desnudas comenzó a empujar la tierra sobre el antiguo Rey. Ella sola, nadie podía ayudarla. Colocó el roble en su lugar y cubrió sus raíces con la tierra húmeda. De sus ramas colocó cada uno de sus aros, que eran Llamadores de Angel en miniatura. Se puso de pie lentamente, no se molestó en sacudir la tierra de sus manos o su vestido. Levantó la mirada y miró a Kaira, esperando. Esta negó con la cabeza tranquilamente, no le rendiría homenaje a su padre. Ni siquiera se había molestado en usar aros, no quería que brillaran para su padre. Nunca más.
El amanecer llegó a su fin y la tierra tembló una vez más con el último latido del corazón del Rey muerto.
En ese momento el pueblo podía rendir su propio homenaje. Uno a uno los ciudadanos se acercaron a la tumba, dejaban diminutos Llamadores de Ángeles, lo suficientemente pequeños para no doblar las ramas del pimpollo; apagaban sus velas junto a él y se marchaban. Sin embargo, como Kaira pudo comprobar, muchos se negaron a rendir homenaje y se sumaron a la Reina en su silencio. Farkas, la mayoría de las doncellas, Camila, Yong, Will y la Guardia Real en su totalidad se limitó a observar la ceremonia. Muchos les observaron confusos, en especial a Victoriano que permanecía de brazos cruzados con la mirada gacha, ausente.
Kaira miró a la multitud que se mantenía inmóvil, ignorando la mirada de los que no. Se encontró con Sao y Vilkas entrelazando sus brazos. Octubre, Heba, Marina y Okoye en otra esquina. Ajax no estaba. El Bloque Negro por todos lados, con sus amuletos de Luna. En ese momento Kaira notó que en el Jardín de los Dioses no había ningún sauce, ese árbol estaba relacionado con el Arte Oscuro y la Magia Antigua. Sin embargo, Cressida sería la primera. Habían recuperado su cuerpo, resguardada en una alcoba vacía en el castillo esperaban por los futuros pimpollos que brotarían. La primera integrante del Bloque Negro en ser enterrada propiamente, y esperaba que fuera la última... no quería perder a nadie más.
Con paso lento y silencioso, Will se acercó a Sao y Vilkas, susurraron preocupados, el resto del Bloque Negro que había asistido se acercaron a ellos. Kaira supuso que hablaban de las Belladonas.
Farkas se giró a mirarlos, se inclinó hacia Kaira y susurró:
—¿Sabes que me ha contado Boris? —Kaira asintió en interrogativa, por lo cual Farkas continuó—: El pueblo sabe quienes son, saben sus nombres. Ya no les temen, están transformándose en leyenda, la gente comienza a admirarles. Todo cambió cuando los Centinelas atacaron a la gente en la coronación y el Bloque Negro les protegió con sus vidas.
Kaira abrió los ojos sorprendida, observó el rostro de Farkas buscando la genuinidad de sus palabras, en su sonrisa comprendió que todo era verdad.
—¿Estás diciendo que...?
Farkas asintió, se dio la vuelta para mirar a Sao entre la gente. Todos la miraban, pero ella no parecía notarlo.
—El anonimato del Bloque Negro llegó a su fin. El exilio ha terminado.
Kaira se giró hacia el pueblo, justo a tiempo para ver como una niña de unos siete años, con el cabello negro y anaranjado, de piel pálida; corría hacia Sao y la abrazaba sin explicación alguna. La Capitana bajó la mirada sorprendida, se apartó de la niña con dulzura y se agachó para quedar a su altura. Ambas intercambiaron un apretón de manos como si fueran dos hombres cerrando un trato, la niña le obsequió una flor negra a Zheng Yi Sao y volvió corriendo con su padre, a contarle emocionada la interacción.
Kaira sonrió cuando vio al Bloque Negro sonreir impresionados y comentar la situación, sin embargo, Sao estaba de pie agarrándose el corazón con una sonrisa apenada observaba a la niña. Finalmente se volteó, encontrándose con la mirada de Kaira, luego con la de Meena que sonreía emocionada por lo que había oído decir a Farkas.
Se escucharon exclamaciones de sorpresa, el pueblo se apartó asustado. Lilith apareció caminando entre la gente, llevaba su máscara y ropas moradas y negras. Su cuerpo era cubierto en ciertas partes por trozos filosos de metal pintados de negro con dibujos morados que brillaban. Su armadura la hacía ver como un demonio. Las Belladonas le seguían, con faldas y camisas moradas, cubriendo su rostro con pañuelos como los que alguna vez el Bloque Negro usó.
El exilio no ha acabado para todos, pensó Kaira, cruzando miradas con Lilith.
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