Prólogo
A Levi nunca le gustaron las tormentas.
Solía acoquinarse ante los rayos que partían el cielo en dos y los truenos que, semejantes al rugido de una bestia descomunal, de esas que veía en las películas, siempre lograban ponerle los vellos de punta. No le gustaba mojarse con la lluvia, no le gustaban las nubes grises ni se confiaba del viento que intentaba arrastrarlo consigo a un lugar desconocido. Las tormentas gestaban una sensación quimérica de peligro inminente en su interior, como si algo terrible fuera a pasarle por el simple hecho de escuchar el aguacero azotando el techo o las ventanas. Aquella húmeda tarde de octubre no fue diferente.
Los melancólicos ojos color zafiro del niño se posaron sobre el cristal empañado del auto viejo que manejaba su madre. Fuera del vehículo, el cielo se desmoronaba: las gotas de agua parecían querer hacer agujeros profundos en la carretera, pero el clima no era impedimento alguno para la mujer, que se ganaba la vida limpiando casas de gente adinerada. Ese día tenía una gran vivienda en el centro de la ciudad que debía adecentar. Si bien solía dejar a su hijo al cuidado de su hermana menor todas las tardes, aquel fin de semana tuvo que llevar al niño con ella porque la tía Vanya tenía una entrevista conveniente de trabajo.
El viejo vehículo se detuvo frente a una construcción bonita de arquitectura fina y ventanas oscuras de guillotina. La madre de Levi bajó primero; él la vio atravesar la acera con la cabeza gacha, llamar a la puerta y ser recibida por una mujer joven en bata, con quién entabló una corta conversación antes de volver al auto por su hijo.
Levi sabía que debía comportarse, así que mientras su madre terminaba la limpieza, él permaneció taciturno en la sala de estar, ocupado coloreando en su cuaderno de dibujos animados. Le encantaba colorear, y era hasta cierto punto perfeccionista, pues jamás se salía de las rayas establecidas. Para su fortuna, la tormenta cesó a eso de las seis de la tarde y no hubo truenos escandalosos que lograrán inquietarlo. Tampoco volvió a ver a la mujer de la bata rosa hasta que su madre terminó con el aseo del lugar. De mala gana, la dueña de la casa pagó a la señora Eckhardt por el servicio de limpieza, para después acompañarlos hasta la puerta con expresión hastiada.
De camino a casa, pararon en una tienda desconocida de comestibles porque a Elena le llamó la atención un anuncio en el escaparate del lugar que aseguraba descuento del cincuenta por ciento en toda la fruta y vegetales. Levi aprovechó para añadir a las compras una bolsa de sus bocanadas de maíz favoritas. Ya estaba oscuro cuando finalmente madre e hijo llegaron al que llamaban hogar. El auto aparcó delante de una pequeña casita de dos reducidas habitaciones, con una sala de estar conectada a la cocina y un solo baño para todos. Lo primero que hizo el niño fue correr a su habitación, dejar su mochila sobre la cama, meterse en sus pijamas favoritos e inmediatamente regresar a la sala de estar para encender el televisor. El maratón de la Guerra de las Galaxias que tanto quería ver ya iba por la recta final, cosa que le entristeció bastante, pero aún así se quedó a ver a Luke Skywalker luchar contra el imperio galáctico en el Retorno del Jedi.
—Levi —le llamó su madre, apareciendo en la sala luego de organizar las compras en la cocina, justo cuando él Emperador Palpatine, enfurecido porque Luke no parecía dispuesto a pasarse al lado oscuro, lo torturaba frente a Lord Vader—. ¿Tienes hambre, cariño? ¿Qué quieres cenar? Aún queda pasta con pollo de ayer, pero puedo...
—Pasta con pollo está bien, mami —asintió el niño, apartando la mirada del televisor para dedicar una sonrisa furtiva a la mujer.
Ella asintió, devolviéndole el gesto: —Bueno, voy a calentar todo, ¡ve a lavarte las manos!
Saltando del sofá, el pequeño cruzó la habitación a toda velocidad, yendo a enjuagarse las manos al baño. No podía perderse la redención de Anakin Skywalker por nada del mundo. Era uno de los momentos más épicos de toda la trilogía original. En un abrir y cerrar de ojos, Levi estaba de vuelta en el sofá más cercano al mueble del televisor.
Para la escena final de la película, la señora Eckhardt entró a la sala con la comida sobre una bandeja de plástico rectangular, había comenzado a llover otra vez. Cenaron en la sala, como siempre hacían cuando el señor Eckhardt no llegaba a tiempo para cenar con ellos. Con Levi parloteando alegremente sobre las aventuras espaciales de héroes con espadas de luz, el tiempo pasó volando; en un solo suspiro, ya era hora de irse a la cama. Obedeciendo las órdenes de su madre, el niño fue a lavarse los dientes antes de acostarse. Súbitamente, mientras enjuagaba su cepillo dental bajo el grifo, un trueno rugió desde afuera y las luces de la casa se apagaron. Él no pudo evitar gritar de terror puro cuando la oscuridad consumió la habitación. Intentó escapar, pero su pie se atascó en algo y cayó de rodillas al suelo. Se levantó al instante, corriendo fuera del baño, sin importarle mucho a dónde se dirigía. Afortunadamente, no se topó con nada que pudiera lastimarlo.
—¡Mamá! —gritó a todo pulmón—. ¡Mami! —Las lágrimas se derramaron una tras otra de sus ojos, empapándole las mejillas sonrosadas, al tiempo que buscaba a su madre entre las sombras amenazadoras de la sala.
De pronto, la luz incandescente de una linterna apuntándole directo a la cara le obligó a detenerse en seco.
—¡Levi! —La mujer de melena castaña se agachó, permitiendo a su hijo envolver los brazos alrededor de su cuello—. ¿Estás bien? No pasa nada, cariño. Solo ha sido un apagón...
—No me gusta la oscuridad, mamá —dijo Levi con la voz resquebrajada, aún aferrado a ella como si su vida dependiera de que tan fuerte podía abrazarla.
La mujer dejó la linterna sobre el suelo y obligó al pequeño a mirarla, acunando sus mejillas húmedas entre sus manos.
—Lo sé, cariño, pero ¿recuerdas lo que te dije la última vez? —Enjugó con cuidado las lágrimas del niño—. No hay nada en la oscuridad que no haya en la luz.
Si bien esa afirmación le calmó, en aquel entonces Levi no comprendió realmente lo que su madre quería decir, pero años más tarde, quizás en otro mundo, lo haría.
—Además, sólo cuando está oscuro se pueden ver las estrellas —continuó ella con cierto tono soñador—. El cielo está lleno de milagros espectaculares, ¡como la Luna! Tan brillante. No hay nada que temer porque ella siempre nos cuida.
Levi inclinó la cabeza, sorbiéndose la nariz, ahora más interesado en las palabras de su madre que en el hecho de estar casi a oscuras, únicamente iluminado por la luz de una pequeña linterna y acompañados del sonoro retumbar de los truenos. La señora Eckhardt continuó hablando del cosmos y los astros, especialmente sobre la deidad que representaba la luna para ella, ese satélite natural que la transportaba a un mundo diferente, lleno de paz y benevolencia. Acompañó al niño a su habitación, Levi se subió a la cama y se tumbó sobre el colchón. Su madre le cubrió con el cobertor de superhéroes al que tanto apego le tenía.
—Tú eres mi luna, mamá —afirmó el niño, dedicando a su madre una mirada de pura adoración.
Elena sonrió enternecida, depositando un suave beso en la frente del ojiazul, pero de pronto, tomándola completamente desprevenida, una ola de displacentera angustia le invadió el pecho. Ahí estaba de nuevo ese pensamiento destructivo, si Levi supiera la verdad, no la amaría tanto como hacía viviendo en la ignorancia.
—Y tú eres la mía —susurró ella, acariciando el alborotado cabello del niño, lidiando contra el remordimiento de todo lo que había hecho, todo aquello que sacrificó en su momento, para llegar a donde estaba.
Con su madre arrullándolo, sintiéndose a salvo de la tormenta, no pasó mucho tiempo para que los ojos de Levi se cerraran involuntariamente, no obstante, antes de que pudiera quedarse realmente dormido, el estruendo de la puerta principal haciéndose pedazos lo sobresaltó. Dando un respingo, el niño abrió los ojos.
—Mamá —dijo sentándose sobre el colchón a toda prisa—. ¡Mamá! —chilló, imitando las acciones de la mujer; ella se había levantado de la cama apenas escuchar el estrépito.
—No, no, espera, ¡espera! —lo detuvo ella de camino a la puerta, levantando la mano con la palma abierta—. Quédate.
Se escuchó un segundo estruendo, les pareció oír una ventana haciéndose añicos. Por un momento, tan solo un momento, Elena pensó que se trataba de un robo. Pero el gruñido gutural del intruso confirmó sus peores temores, lo supo de inmediato: los habían encontrado. Finalmente, después de años, habían descubierto su paradero.
—Mamá —rogó el niño en necesidad de una respuesta—. ¿Qué pasa, mamá?
Elena volvió sobre sus pasos, tomó a Levi por el brazo y lo llevó hasta el armario casi corriendo. Todo estaba perdido si lo encontraban a él. Bien podían llevarse la llave, pero a él jamás. Tenía que protegerlo, era su trabajo mantenerlo con vida, incluso si perdía la suya en el proceso.
—Entra —ordenó ella, empujándolo dentro del armario con prisa, intentando ocultarlo entre la ropa que colgaba de los ganchos. Levi trató de hablar, pero Elena demandó silencio al instante.
—Escucha, Levi —susurró la mujer, entregándole la linterna—. Quédate aquí, ¿si? No salgas... No importa que pase, no importa que escuches, no salgas de aquí hasta que yo vuelva por ti. ¿Me entendiste?
Quedarse solo era lo que menos deseaba en ese momento, pero temblando de pies a cabeza, Levi asintió como respuesta silenciosa a la última cuestión de su madre. Entonces las puertas del armario se cerraron en sus narices. Aterrorizado, los minutos siguientes dentro del sombrío armario parecieron eternos para el niño, y lo que vino después pasaría a convertirse en una cinta de imágenes difusas en su memoria. Lo único que recordaría sobre esa noche, en el futuro, era haber escuchado la voz de Elena hablando con alguien, el sonido de algo pesado chocando contra la pared, la madera astillándose, además del desgarrador grito de la mujer. Recordaba haber salido del escondite, llamando a su madre, histérico, completamente preso del pánico. La sala estaba hecha un desastre: las cortinas habían sido desgarradas, los restos de los muebles se encontraban por cualquier sitio. Rastros de sangre trazaban el camino.
Una penetrante sensación de pavor le invadió el cuerpo de pies a cabeza al acercarse a la puerta principal. Ahí estaba su madre, en el suelo, retorciéndose sobre un charco de sangre, con su agresor mirándole desde el marco de la puerta. Levi contuvo la respiración, frente a él se alzaba un ser descomunal de aspecto humanoide, cuerpo y alas negras con más de dos metros de envergadura, hocico puntiagudo y ojos de roja esclerótica, sin iris ni pupilas.
El haz de la linterna tembló en el rostro de la criatura, por lo que ésta alzó la cabeza mirando en dirección a Levi, quién permaneció estático donde estaba. Para su sorpresa, el ser desconocido se dio la vuelta sin más, desapareciendo en medio de la noche. Al niño le tomó un largo tiempo reaccionar. Cuando por fin pudo volver a respirar, fue corriendo a donde Elena yacía herida. Cayó de rodillas a su lado, manchando sus pijamas de rojo e inhalando el olor metálico proveniente del charco de sangre, el cual se hacía más amplio a cada segundo. Su madre aún estaba viva, pero no le quedaba mucho tiempo. Su rostro ya había perdido el color habitual, tenía los ojos avellanas, vidriosos e intentaba enfocar vagamente a su hijo en la oscuridad.
—Perdóname, Levi —dijo en un susurro apenas audible—. Perdóname. —Inhaló con fuerza—. Creí... creí que podría protegerte toda la vida, pero estaba equivocada. Debí haberte contado la verdad... hace mucho tiem... —Un ataque de tos la obligó a interrumpir la oratoria.
—¡Mamá! —lloriqueo Levi, el terror le hacía chirriar la voz, apenas si tenía control de sus movimientos—. ¡Qué hago, mami! ¡Mami! Dime...
—Necesito que seas valiente —indicó Elena, mientras su vida iba desapareciendo. Le era cada vez más difícil enfocar la vista, aun así, se las arregló para tomar al rubio por la mejilla con una mano temblorosa, dejando un rastro de sangre ahí donde había tocado—. No te preocupes por mí, yo voy a estar bien.
Levi era apenas un niño de seis años, pero supo que aquello era mentira. Ella estaba herida, ¿cómo podía estar bien? Tenía que hacer algo por ella, de inmediato.
—Se que... probablemente ahora no entiendas nada... pero algún día lo harás, y cuando lo hagas... debes resistir —continuó Elena, usando las pocas fuerzas que le quedaban para despedirse—. Aunque construyan mil muros a tu alrededor, derrumbalos todos, Levi. Aunque ellos intenten destruirte... encuentra la manera de resistir. Nunca... jamás dejes de luchar.
—Mami... —murmuró Levi, quería levantarse y llamar a su padre, decirle que mamá necesitaba ayuda, tenía que hacer algo, y no podía. Su cerebro parecía incapaz de mandar las órdenes correctas a su cuerpo.
—Tú eres mi luna, Levi. —Con esas últimas palabras, Elena se dejó ir.
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