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(Kvar) Necesidad de un corazón (IV)

Dicen, que los corazones recuerdan.

A pesar de que no sean más que carne, válvulas y sangre, aunque sólo sea un órgano que bombea constantemente, ciertas personas juran que el corazón tiene una extraña capacidad de albergar y atesorar recuerdos y sentimientos.

¿Eso explica por qué se acelera cuando ves a alguien que te pone la piel de gallina? ¿O al recordar un suceso terrorífico que te llegó a la mente repentinamente? Yo pienso que sí.

Y por ello, quisiera albergar cuantos corazones sea posible, para poder experimentar recuerdos y sentimientos que yo solo jamás podré sentir.

Damián Díaz.
Algún lugar de Sudamérica, 5/2/2020.

—————————

Kenneth Derasekrov observaba desde su lugar la escena de lo que realmente no parecía ser un homicidio.

El cuerpo de un joven reposaba en la silla del comedor, tras ser encontrado por la llamada de sus compañeros de trabajo, que reportaban que no había ido a trabajar en más de una semana. Kenneth fue avisado por los policías que entraron a la morada después de allanar el lugar.

Observó el cuerpo del muchacho, y examinó su cuello, su torso y sus extremidades, sin ver señal alguna de una apuñalada, un disparo o que lo hubieran ahorcado. Pero lo que sí podía ver, era su pecho desnudo, el muchacho era muy delgado y tenía protuberancias de lo más extrañas, junto a su pecho cosido en diferentes zonas.

—No hay señales a simple vista de que sea un asesinato —comentó uno de los oficiales, y el investigador Derasekrov hizo un sonido afirmativo—. Nunca las hay —terminó por murmurar, más para sí mismo.

Su mirada se paseó por todo el comedor, y observó un cuaderno blanco que estaba a un lado del muchacho.

Lo tomó con los guantes y lo puso dentro de una bolsa de plástico, para llevárselo como evidencia, igual, su contenido podría ayudar con las extrañas circunstancias del cuerpo.

Se acercó a la cocina y abrió los cajones, cerrando estos después de revisarlos. Al momento de abrir el refrigerador, su rostro no se contrajo en ninguna mueca. No se inmutó al observar lo que parecían ser corazones en envases plásticos transparentes. Corazones que se veían de lo más humanos.

Bueno, tal vez eran de vaca.

—Venga a ver —comentó Kenneth, diciéndole al oficial que se acerque a observar—. Estoy casi seguro de que son humanos.

El policía se quedó pasmado observando los corazones, y apartó la mirada después de unos largos segundos. Al parecer pensó en algo, porque los ojos le brillaron con comprensión.

—Entonces este niño debió estar relacionado con el robo de los trasplantes de corazón —murmuró el policía, desviando su mirada ahora hacia el investigador—. El Hospital Central había denunciado la desaparición de unos seis trasplantes.

Al instante, Kenneth empezó a contar los corazones. Pero sólo encontró tres. Luego observó al fallecido y su pecho abultado, cerró el refrigerador con suavidad.

El cuerpo fue llevado para ser reconocido, y un día después, Kenneth tenía su identidad y cuánto tiempo llevaba muerto, no más de dos días, contando el que utilizaron para reconocerlo. Igual estaban analizando el cuerpo.

Damián Alejandro Díaz Ferrer era su nombre, un muchacho que antes de morir se veía igual de pálido, pero que tenía los labios rosados y los ojos enormes y grises, parecía un pequeño ratón enfermo. Su cabello negro y grasoso le hacía ver todavía peor. El muchacho era simplemente feo.

Tenía veintiocho años, al parecer. Y seguro tenía problemas para comprar alcohol y que le creyeran. Era un enfermero.

Kenneth llamó a sus familiares después de encontrar sus nombres, a sus padres: Jonás e Yvette Díaz.

—¿Buenas? ¿Quién me habla?

La voz que le respondió a Kenneth fue femenina, así que asumió que era Yvette, tratando de suavizar el tono de su voz, comenzó a hablar.

—Soy el investigador Kenneth Derasekrov. ¿Es usted familiar de Damián Díaz?

La mujer en la línea se quedó callada por unos segundos, y luego de un suspiro que sonó de lo más extraño, habló.

¿Qué sucedió con mi Damián? Soy su madre.

Kenneth se preparó para darle la terrible noticia de que su hijo había muerto.

—Damián falleció, señora. Su cuerpo fue encontrado ayer en su apartamento, murió hace dos días —musitó—. Lo siento mucho.

Primero escuchó lo que se espera escuchar, un jadeo ahogado, y esperó a que la madre susurrara las cosas que él no solía entender, pero siempre las susurraban.

¿Cómo fue?

—Eso estamos investigando, ante cada avance en el caso, se le va a notificar —contestó después de unos segundos.

Está bien, investigador —la voz de la mujer se interrumpía por sus hipidos y sollozos, que le resultaron de lo más molestos, hizo una mueca.

Colgó después de que la mujer se despidió con el tono extraño, y supuso que fue a avisarle a su marido. Kenneth de inmediato se abalanzó sobre el cuaderno que tenía en su escritorio, pero entraron a su oficina.

—Kenneth, creo que aquí hay algo que puede interesarte —un hombre con rasgos vagamente femeninos entró a la oficina, traía una bata blanca y una carpeta, la dejó encima del escritorio—. Creo que esto ha sido lo más curioso que hemos visto en este año, después del niño con un cerebro cosido en el pecho.

Kenneth frunció el ceño al observar a Oliver Reyes entrar a la oficina como Pedro por su casa, debía acostumbrarse a llamarlo él y no ella.

—¿Qué tal va el tratamiento hormonal, Oliver? Todavía pareces chica —comentó, con cierta burla. Pero observó un pequeño rastro de barba que le iba saliendo por la barbilla.

Por una de las pocas veces en el día, sonrió.

Kenneth era considerado alguien frío, y en efecto: así lo era. Pero tenía sentimientos a pesar de no saber muy bien cómo manifestarlos o llevarlos, y uno de ellos era el orgullo que tenía por su compañero Oliver, por tener valentía para realizar ese procedimiento.

Bueno, el cariño de sus compañeros de trabajo ayudaba un poco con el Asperger.

Revisó el calendario de reojo, veintidós de febrero.

—Oh, va bien, ya me está saliendo barba —comentó Oliver, sonriendo de lado—. ¡Pero ese no es el asunto, Derasekrov! Abre el maldito folder y acabemos con esto que quiero ver cómo te quedas, maldito témpano.

Kenneth suspiró y tomó la carpeta, la abrió y empezó a ver las imágenes del cuerpo de Damián, junto al reporte acerca de él.

Damián Díaz tenía tres corazones cosidos al suyo.

Todos unidos, y según una aproximación, sobrevivió varios días en estas condiciones, siendo una total anomalía anatómica. Oliver se quedó expectante mirando el rostro de Kenneth.

El investigador levantó la mirada, para ver el rostro fino y cabello oscuro (enrulado, de una forma preciosa) del médico forense, desvió sus ojos hasta el cuaderno.

—No sé, Reyes, pero estoy seguro de que el cuaderno tiene que ver con esto.

—A que no.

—Oliver, no vamos a empezar con esto. Eres un hombre de treinta años. —refunfuñó Kenneth, tomando el cuaderno entre sus manos.

—Eso es que tienes miedo de que me debas un trago —Oliver se cruzó de brazos y lo miró con una sonrisa, achicando un poco los ojos oscuros—. Pero siempre te debo el trago yo, así que iré diciéndote que a las siete te saco de aquí a comprarte tus bebidas rusas extrañas.

—Oliver, soy latinoamericano con ascendencia escandinava.

—¿Y a mí qué? Bebidas rusas extrañas, dije.

Kenneth soltó un suave suspiro y con un gesto de mano, pensó en que el intento de Oliver de invitarlo a salir era pobre, pero adorable. Se preguntó qué tan extraño sería cuando Oliver se hiciera la operación de reasignación de sexo que siempre había querido.

—Está bien, puedes venir más tarde. Pero no te aseguro que vaya contigo —contestó Kenneth, y observó como la sonrisa de Oliver se ensanchaba—. Ahora, vete. Debo leer esto.

Oliver se despidió lanzando un beso y salió del lugar, dejando a Kenneth solo. De inmediato, abrió el cuaderno.

Empezó a leer la primera página, en voz baja, cómo siempre solía leer.

—Dicen, que los corazones recuerdan —leyó, en un murmullo imperceptible—. A pesar de que no sean más que carne, válvulas y sangre...

A medida de que Kenneth leía la primera página, la bombilla del cerebro se le iba iluminando. Y por segunda vez en el día, esbozó una amplia sonrisa, dándose cuenta de que el misterio no era tan grande cómo creyó.

Pero si le causaba una curiosidad tremenda saber qué más contenía el cuaderno.

Así que de la manera más entusiasta que pudo, fue a la siguiente página, escrita el doce de febrero.

«¡Por fín lo logré! Simplemente me está torturando el hecho de no sentir. ¿Qué me sucede? Los psicólogos y psiquiatras dicen que soy sano, pero nunca he sentido ni un poco de sentimiento. Ni un ápice de alegría u odio.

Sólo vacío.

Ahora los seis corazones que tomé del Hospital donde trabajo van a funcionar para poder sentir. Porque esto debe ser un problema en mi corazón. ¿No? He escuchado sobre gente que siente cosas maravillosas en su corazón. ¿Por qué no puedo sentirlas yo? ¿POR QUÉ?

Ahora este perro podrá sentir algo, y siempre recordará».

Damián Díaz.
Algún lugar de Sudamérica, 12/2/2020.

Al leer, una sensación demasiado abrumadora invadió al investigador. Sólo al darse cuenta de que Damián si estaba sintiendo algo, y ese algo era impotencia. El hecho de no sentir, había vuelto loco al joven.

Kenneth dejó el cuaderno un lado y se llevó las manos a la cabeza. ¿De veras él mismo se había cosido los corazones? ¿Cómo pudo siquiera sobrevivir para escribir las siguientes páginas del cuaderno? Al investigador le causó escalofríos pensar en el muchacho, moribundo pero feliz de sentir algo que no fuera la impotencia que no se daba cuenta que tenía.

Primero le dio asco, y eso le hizo sentir como una persona, porque casi nunca sabía controlar o relacionar bien los sentimientos, pero estaba seguro de que lo que sentía era asco.

Asco de una persona que pudiese llegar a tal nivel de locura por algo tan vano como desear sentir.

—Kenneth, se me olvidó... —Oliver volvió a entrar a la oficina, y observó a Kenneth, con un gesto perturbado y el cuaderno abierto entre manos—. ¿Qué sucede? Nunca te había visto con un gesto tan expresivo.

—Oliver, vete.

—Pero... Kenneth. Volví para decirte algo —replicó Oliver, y sin preguntar se sentó en la silla frente al escritorio de él—. Es algo del informe médico del muchacho que se me olvidó darte, algo que encontraron y me mandaron a entregarte. Pero se me olvidó por completo.

Oliver sacó otro folder, pero tenía menos papeles que el otro que le había dejado a Kenneth, quien siquiera lo miró y se quedó observando el cuaderno, pensando en cómo una persona pudo haberse vuelto inhumana por querer ser humana.

—Dime, creo que mi cabeza no podrá procesar nada que no sea de este cuaderno —murmuró Kenneth—. El muerto este estaba loco, Oliver.

—Podrás seguir hablando de lo loco que estaba Damián cuando termine de hablar —formuló el médico forense, con una mueca—. Debido a la curiosa situación de Damián, con tres corazones unidos al suyo. Creo que sería interesante saber que tuvo un trasplante de corazón.

Derasekrov se llevó una mano a la cabeza y soltó un pesado suspiro, y a sabiendas de que estaba mal, le tendió el cuaderno a Oliver.

—Léelo, Helena. Léelo.

Oliver supo que era algo que le perturbaba, porque le dijo por su antiguo nombre. A pesar de que le encolerizaba que hiciera eso, tomó el cuaderno sin rechistar, y empezó a leer la primera página.

—¿Entonces asumes que el trasplante de corazón que tuvo fue lo que le causó un extraño trauma y por ello estaba seguro de que no sentía nada? —dijo Oliver después de leer, con un tono de voz un poco tembloroso—. Eso es... esto es loco.

—¿Tan loco como el niño con el cerebro cosido?

—Sí, un poco más. Pero lo del niño tenía un poquito más de sentido, su padre quería que pensase con el corazón —bromeó Oliver, en el peor momento, porque Kenneth lo miró con los ojos entrecerrados—. ¡Ya! Está bien, sólo intentaba aligerar el ambiente. Estás muy afectado por esto.

—¡Estoy afectado precisamente porque me está afectando algo que sucedió con un desconocido y no tengo ni idea de por qué! —bramó Kenneth.

Se despeinó el cabello rubio, que terminó hecho un desastre debido a que lo tenía por los hombros. Luego de esto, lo echó hacia atrás y soltó un sonido de frustración.

Oliver se puso de pie, totalmente sorprendido, y le dio vuelta al escritorio para acercarse a Kenneth, e ignorando que estaba invadiendo su espacio personal, empezó a peinarle el cabello con suavidad.

—Tal vez te afecta tanto porque la impotencia que él sentía, puede parecerse a algo que estás sintiendo, aunque en menor medida —añadió Oliver, y Kenneth subió la mirada hacia él, con el ceño fruncido—. Ya sabes, tal vez Damián tenía una Alexitimia severa no diagnosticada.

—Oliver, no me estás ayudando —refunfuñó Kenneth, y le apartó las manos del cabello—. Para nada.

—Al menos ya no parece que te atacó un cuervo —Oliver se alejó, con un encogimiento de hombros—. Te lo digo porque yo me siento de la misma forma cuando tengo que revisar a un transgénero que se suicidó por razones obvias.

Kenneth se quedó callado, sin saber qué decir, pero luego de que Oliver se le quedó mirando un momento, decidió hablar.

—Te estaré esperando a las siete para salir —musitó, y miró el cuaderno de nuevo—. Pero no vayas a salir con esa bata puesta.

—Me voy a poner más bello de lo que ya soy, vas a ver —Oliver le guiñó un ojo y salió, por un momento, Kenneth se quedó esperando a que volviera diciendo que se le olvidó darle otra cosa.

Duró cerca de quince minutos esperando.

Kenneth tomó esos quince minutos como un tiempo de tranquilidad para mantener la cabeza fría, porque a pesar de que el cuaderno le dejó algo encendido en el hipotálamo, igual le dejó encendida la curiosidad.

Pasó a la siguiente página del cuaderno.

«Esto duele más que una patada en los testículos.

¿Fue una buena idea hacer esto? Tenía planeado anotar todo lo que sentía, pero creo que no voy a poder sobrevivir mucho para decirlo.

He aplicado la del medievo y tengo leche de amapola aquí, siquiera sé si va a servir, no soy un doctor.

¿Qué acabo de sentir?

Me siento... triste.

¡Me siento triste! ¡Me siento triste! ¿Esto es lo que se llama tristeza? ¿O es por el dolor?

Siento que alguien me ha dejado, que me ha abandonado. ¡Pero si yo he abandonado a todos los de mi familia, nunca los he necesitado!

Creo que es el corazón. ¿El corazón me está haciendo sentir triste?

Me hace sentir que alguien especial me ha dejado.

Pero de todos modos, sentir lo que llaman tristeza, es mejor que no sentir nada.

Me pondré otro corazón más, y tal vez, un tercero. ¿Qué sentimientos van a albergar? Estoy curioso de saberlo.

Damián Díaz.
Algún lugar de Sudamérica, 13/2/2020.

Kenneth decidió cerrar el cuaderno cuando todo se le tornó demasiado irreal. Era todo parte de la mente de Damián, de eso estaba seguro.

No iba a hacerse las mismas preguntas, porque aquello no tenía respuesta. Ya había resuelto el caso, ¿no? El ladrón fue Damián, se cosió tres corazones al suyo y murió varios días después debido a la precariedad en el procedimiento y por lo imposible que era.

¿Cuánto tiempo tardó en morir?

Dejó el cuaderno en su bolsa al ver la hora, no le importaba esperar una media hora sin hacer nada. Podría avisar a sus superiores que el caso estaba resuelto.

O podría seguir leyendo el cuaderno, para tener una mejor comprensión acerca de qué sucedió exactamente con Damián.

Kenneth apoyó los brazos en su escritorio y bajó la cabeza, reposándola en estos. No se dio cuenta cuando cayó dormido.

Sólo dormitó durante media hora, porque ya a las siete Oliver estaba entrando a su oficina, y lo vio. Con una sonrisa pequeña, se acercó hasta Kenneth, y le comenzó a toquetear los mechones de cabello.

—Kenneth, despierta —murmuró, tocándole con insistencia, pero suavidad—. Kenneth, Kenneth, Kenneth.

Derasekrov se removió y arrugó la nariz, causando que Oliver se riera. Le siguió toqueteando, pero en la mejilla derecha.

—Oliver, si no dejas de tocarme el rostro te juro que no salgo contigo —refunfuñó, dándole un manotazo y luego levantando la cabeza para observarlo.

Se había quitado la bata y estaba con una camisa negra y unos pantalones blancos. Le dedicó otra sonrisa a Kenneth.

Oliver sonreía demasiado.

—¿Nos vamos? Abrieron un bar nuevo en el centro —Oliver dio un saltito en su lugar—. Apúrate, que a esta hora el tráfico anda pesado.

Kenneth se puso de pie y se desperezó. Revisó mejor lo que traía puesto y decidió que estaba lo suficientemente decente para irse junto a Oliver. Se puso de pie y se rascó levemente la barbilla, tomó sus cosas, y se llevó el cuaderno. No estaría con la tentación de leerlo durante toda la noche, lo leería en su casa.

Estaba decidido a olvidarse un poco del tema, no era más que trabajo. No era más que trabajo.

Trabajo. Trabajo. Trabajo.

—Bien, vamos, Oliver —comentó Kenneth, con un suave suspiro y moviendo sus pies fuera de la oficina, sin mediar alguna palabra más respecto al tema del cuaderno.

A pesar de que Oliver no hablaba de ello.

«Escribir es ahora un martirio.

Las emociones se revuelven dentro de mi cabeza, pecho y extremidades. Me duelen, me duelen, me duelen más que los corazones unidos al mío. Me duele más que sentir un latido ajeno, más que sentir como el alma se desliza fuera de mi cuerpo.

¿Qué es esta sensación tan asfixiante?

Estos dos corazones unidos a mi cuerpo están haciéndome sentir feliz... y nostálgico. ¡Igual me están haciendo sentir enojado, con ganas de romper las páginas!

No sé si llorar por todo lo que siento o el hecho de que en unas horas o días voy a morir. ¡¿Qué tanta felicidad albergaba el dueño de este corazón?! Quiero saltar y reír.

Pero el otro corazón me tiene con grandes deseos de echarme a llorar como un pequeño bebé.

Recuerdos ajenos empezaron a azotarme y ahora puedo ver imágenes de un bebé que no es mío, una mujer riéndose y un hombre muerto».

Damián Díaz. Algún lugar de Sudamérica, 17/2/2020.

Esto era todo lo que Kenneth tenía en su mente a las diez de la mañana, sentado en la cama de Oliver Reyes, mientras este estaba muy ocupado haciendo el desayuno. Kenneth había tomado el cuaderno de su portafolio y había decidido leer la siguiente página.

Damián ya se había puesto el siguiente corazón. Y Kenneth pensó, en que igual habría un tercero. Se puso de pie, recordando claramente la noche anterior. Después de ir a beber, Kenneth se había quedado a dormir donde Oliver, debido a la cercanía de su casa al bar donde fueron. Con un suspiro caminó hasta la cocina, arrastrando un poco los pies y mirando en dirección a Oliver.

—¿Qué andas haciendo, Reyes? —preguntó, con voz algo baja y con el cuaderno entre manos, lo dejó de forma delicada en la mesa del comedor, que estaba tras la cocina—. Huele bien.

—Pues, pancakes, es lo único que no quemo —le contestó Oliver, mirando un momento hacia Kenneth, y sin poder evitarlo, mirando igual el cuaderno—. ¿Te sigue torturando?

—No te imaginas cuanto, Helena.

—¿Sigues enojado? No me gusta que me digan Helena, lo sabes.

Kenneth no supo bien por qué le volvió a decir Helena, así que solo dio un simple encogimiento de hombros, sentándose en una de las sillas del comedor y observando a Oliver cocinar desde su lugar. Con una pequeña mueca, llevó su mirada hacia el cuaderno, casi con desprecio.

Un desprecio que en realidad, era una pena de lo más inmensa.

Porque dentro de él, no podía más que sentir pena por Damián Díaz, que solo quería sentir algo. ¿Habrá sido el trasplante de corazón, que seguramente tuvo en una época que no es capaz de recordar? ¿Le pusieron el corazón de alguien que no podía sentir? ¿Llenaron una necesidad con vacío? Todas las preguntas se aglomeraban como el ojo de un huracán en el valle de su cabeza. 

Apenas murmuró un suave "gracias" cuando Oliver le dejó la comida en la mesa, porque se seguía preguntando el hecho del por qué le afectaba tanto esta situación. ¿Sería su poco entendimiento en lo que era el sentir? El doctor tal vez sí tenía más razón de lo que Kenneth quería asumir. 

Kenneth no deseaba que Oliver tuviese razón.

Ambos desayunaron, con el olor de los pancakes entrando por la nariz de Kenneth, y comiendo de forma plácida a pesar de tener un revoltijo en el cerebro. Pensando en demasiadas cosas a la vez.

No tardó en irse de casa de Oliver cuando terminó de comer, no sin irse con un agradecimiento, y como una recompensa por el desayuno, le dio un beso en la mejilla, que dejó a Oliver por las nubes durante unos segundos, y tardó en reaccionar para cerrarle la puerta al salir.

Los detalles que a Kenneth no le importarán jamás, los pasa por su mente como una bala, y así hizo hasta llegar a su casa, donde tomó el cuaderno sin siquiera irse a dar una ducha.

Lo meditó, mil y una veces, antes de abrirlo y seguir leyendo.

  ——————  

Era un veinticuatro de febrero cuando los policías allanaron el recinto de Kenneth Derasekrov.

No lo buscaron mucho, lo encontraron en la sala. Con un cuchillo lleno de sangre seca encima de la mesa, y diversos cortes en todo el cuerpo. Era un escenario de lo más dantesco, con marcas de sangre incluso en las paredes. Los policías se acercaron a su cuerpo, y detrás de ellos, iba el necio Doctor Oliver Reyes.

Oliver reconoció el cuaderno blanco, lleno de sangre en ese momento. Estaba encima de la mesa, pero Kenneth estaba en el sofá de su sala de estar. Antes, se quedó contemplando el cuerpo inerte de la persona que amó, y probablemente, seguirá amando.

Cortes profundos a simple vista, en el abdomen. La escena era sangrienta, tenía su camiseta llena de aquel líquido carmesí, sus labios, entreabiertos, apuntaban hacia el techo. Oliver se dio cuenta de que igual, sus brazos estaban cortados, pero eran grandes cortes horizontales que no pudieron matarlo. ¿Quería sentir dolor antes de morirse?

Luego fue que vio el disparo en el pecho, el arma de fuego en su mano izquierda y el cuchillo en la derecha, el dato curioso era que Kenneth era ambidiestro, lo supo al verlo escribir un día con la diestra y otro con la zurda.

Se acercó a la mesa, los policías no le permitían tocar nada, como si no supiera eso desde hacía años. Miró el cuaderno desde su lugar, sintiendo en su corazón, un profundo odio hacia este y todo lo que conllevaba. Porque estaba seguro que Kenneth no había soportado tener más tiempo ese cuaderno en sus manos, no con todo el choque emocional que poseía.

Inclinó la cabeza, con parsimonia, para leer el cuaderno. Que estaba abierto en una página que tenía una pequeña oración.

«Aquel que no sienta con la misma intensidad que yo he sentido. No es digno de vivir, y por ello, hoy es el día de mi muerte»

Los policías tuvieron que sujetar al doctor cuando se abalanzó sobre el cuaderno, dispuesto a arrancar todas sus páginas. Gritaba, pataleaba, y las lágrimas de rabia se deslizaban cual gotas de lluvia por sus pómulos. Uno de los policías lo sujetó por detrás, y el otro se mantuvo delante, protegiendo el cuaderno con su cuerpo. No tardaron en arrastrarlo, y sacarlo de aquel lugar.

Y ese llanto no era solo por Kenneth, sino por el pobre Damián, que jamás pudo sentir algo genuino hacia cualquier cosa.

  ——————  

ESTO HA SIDO MÁS DIFÍCIL QUE EL COÑO, ¿SÍ?

Dios, que relato que ha costado, pero aquí está, enterito y vivo, estoy más perturbada que cualquiera que lea esto.










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