Capítulo 20. Cicatriz.
El invierno en el bosque era despiadado. La nieve caía en mantos gruesos, cubriendo todo el paisaje, aunque parecía hermoso desde el exterior, ahogaba las cosas que se gestaban en el interior de la mansión. La mansión, oculta entre los árboles como una sombra en el crepúsculo, era el escenario de mi tormento.
Vivía con mi "cuidador" en esta solitaria mansión. Él era muy joven, así que no era un verdadero padre, en realidad, era un monstruo. Era un hombre cruel que tomaba un placer pervertido en imponer su voluntad sobre mí. Desde que tengo memoria, él había sido el único en mi vida, enseñándome sus propias lecciones sobre el mundo, muchas de ellas a través de métodos que preferiría olvidar.
Dentro de los muros fríos y oscuros de ese lugar, me encontraba en mi habitación, acurrucado bajo una manta que apenas me proporcionaba calor. No podía dejar de pensar en lo que había sucedido esa noche, una noche que cambiaría para siempre la percepción que tenía del mundo y de mí mismo.
Me había obligado a hacer algo que me había destrozado por dentro. El frío en mi pecho era tan intenso como el frío que se filtraba por las ventanas, pero el dolor emocional era mucho peor que cualquier temperatura exterior.
Recordaba con claridad el momento en que me dio la noticia, su voz resonando en la casa vacía como un mal presagio. Yo estaba en la sala, intentando concentrarme en una tarea que me había asignado, cuando apareció sin previo aviso. Sus ojos eran opacos y fríos, y su presencia imponente parecía llenar cada rincón de ese lugar.
-Williem, ven aquí -ordenó con un tono que no permitía objeciones.
Me levanté lentamente, sintiendo el peso de su mirada sobre mí. Cada paso que daba hacia él me parecía interminable, y el nudo en mi estómago se apretaba más con cada instante que pasaba. Al llegar a su lado, levanté la vista para encontrar su rostro, que mostraba una expresión que solo veía cuando algo no resultaba como quería. Era una mezcla de enojo y autoridad que me hizo temblar.
-¿Qué pasa? -pregunté, tratando de mantener la voz firme, pero sabiendo que no había nada que pudiera hacer para cambiar la situación.
Él no respondió de inmediato. En cambio, me condujo fuera de la sala y por los pasillos oscuros de la mansión, hasta llegar a una habitación en la planta baja. La habitación estaba iluminada solo por la luz tenue de una lámpara de vela, creando sombras que danzaban inquietantemente en las paredes.
En el centro de la habitación había una mujer, atada y amordazada, sus ojos llenos de terror. Ella había sido traída de algún lugar lejano, considerando que nuestra mansión estaba en medio de un bosque y su presencia parecía tan fuera de lugar como la luz en la oscuridad.
-Ella es nuestra invitada especial esta noche -dijo mi cuidador, su voz cargada de un matiz que me heló el corazón-. Y tú, Williem, vas a encargarte de acabar con su recorrido por acá.
Mi mente se quedó en blanco. No podía comprender lo que me estaba pidiendo. Sabía que había cosas malas que se hacían en la mansión, cosas que me aterrorizaban, pero nunca había imaginado que esto sería uno de esos momentos.
-No, no puedo hacer esto -dije, tratando de convencerme a mí mismo y a él-. No quiero.
Mi cuidador se acercó a mí, su rostro tan cerca que podía sentir su aliento frío en mi piel. Sus ojos, normalmente tan fríos y calculadores, ahora estaban llenos de una intensidad que me hizo temblar.
-¿Crees que tienes elección, mocoso?, has sido preparado para esto desde que eras más pequeño. No tienes derecho a cuestionar.
Su mano se movió con rapidez y me tomó el brazo. Sus dedos me apretaban con una fuerza que me hizo soltar un gemido de dolor junto a una lágrima. En ese momento, supe que no había forma de escapar de lo que me estaba pidiendo. No había ninguna alternativa, y cualquier resistencia solo haría las cosas más difíciles.
Me entregó un cuchillo, el metal brillante bajo la luz de la vela. El simple contacto con el mango del cuchillo hizo que mi piel se erizara. Era frío y pesado, y parecía cargado de una maldición que no podía comprender del todo.
-Hazlo, Williem. No lo voy a repetir. -Ordenó con una frialdad que me hizo sentir como si estuviera congelado desde el interior.
La mujer, aterrorizada, intentó luchar contra sus ataduras, sus ojos suplicantes mirándome mientras me acercaba a ella. Cada paso hacia ella era una tortura, y mi mente estaba en un torbellino de emociones que no podía procesar. Me sentía atrapado entre el deseo de protegerla y la obligación impuesta por mi cuidador.
Cuando finalmente estuve frente a ella, vi el reflejo del cuchillo moviéndose de un lado a otro de lo temblorosas que tenía mis manos. La mujer lloraba y me miraba con una mezcla de desesperación y horror. Sus gritos ahogados por la cinta retumbaban en toda la habitación y cada lágrima que caía de sus ojos parecía acentuar la agonía que ambos sentíamos.
La mano de mi cuidador volvió a apretar mi brazo pequeño, su presión era casi dolorosa.
-¡Hazlo ya! -exigió, su voz llena de una urgencia que solo hacía que mi tormento fuera aún peor.
Sabía que no podía seguir resistiendo. En un movimiento tembloroso, llevé el cuchillo hacia ella. Pero antes de que pudiera hacer algo, mi cuidador se adelantó y me lo arrebató de las manos, empujándome a un lado, mientras él se encargaba de lo que había empezado.
El sonido del cuchillo desgarrando la carne una y otra vez, y el grito ahogado de la mujer fueron más que suficiente para llenar la habitación con un aire de horror que nunca podría olvidar. Mi corazón latía con fuerza, y el mundo alrededor se volvió una espiral de confusión y angustia.
Cuando mi cuidador terminó, la mujer yacía en el suelo, inmóvil, rodeada del líquido escarlata brillante que mi cuidador me decía que solo era vino derramado, pero que ahora entendía que ese líquido provenía de un humano sacrificado. Me miró con una frialdad que hizo que mi piel se erizara aún más.
-Lo hiciste mal, Williem. No supiste controlar la situación. Eso merece un castigo -dijo, su voz tan implacable como la nieve que rodeaba nuestra mansión.
Sacó un trozo de vidrio roto de una botella que había sido arrojada al suelo y lo sostuvo en su mano con una precisión que me hizo sentir un escalofrío en la columna vertebral. El filo del vidrio era afilado y peligroso, y su mirada era tan fría como el metal que había usado antes.
Antes de que pudiera reaccionar, me hizo una herida pequeña, pero profunda en el labio con el vidrio, la sensación de dolor fue aguda, pero momentánea, la humillación y el sufrimiento que sentí eran mucho peores.
-Ahora, mira lo que has hecho -dijo, señalando la sangre que comenzaba a mezclarse con las lágrimas de la mujer y la sangre que salía de mi labio-. Si no puedes hacerlo bien, entonces deberás sentir lo que se siente estar en el otro lado.
Con eso, se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándome solo con el cadáver y el dolor. La escena me provocó un revuelco en el estómago y me dieron ganas de vomitar, pero si lo hacía ahí sería doblemente castigado, así que cubrí mi boca con las manos. El silencio que quedó después de su partida era abrumador, y el frío de la mansión parecía haber penetrado hasta los rincones más profundos de mi ser.
Me desplomé en el suelo, llorando en silencio, incapaz de entender por qué me habían sometido a algo tan horrible. Mi mente estaba en un estado de caos, y las sombras en las paredes parecían moverse con una vida propia, reflejando la oscuridad que había invadido mi corazón. Desde ese día, mi alma había sido cortada en pedazos por el mismísimo diablo, con el que compartía techo.
El invierno continuaba su curso fuera de la mansión, el viento soplando a través de los árboles como un recordatorio constante de la fría realidad que me rodeaba. Y mientras yo yacía en el suelo, con el dolor en mi labio y la imagen de la mujer muerta frente a mí, comprendí que nunca podría escapar de las sombras que mi cuidador había arrojado sobre mi vida.
Las noches en la mansión se volvieron cada vez más largas y sombrías, y el invierno se convirtió en una metáfora de la oscuridad que había comenzado a consumir mi alma. Aunque las estaciones cambiarían eventualmente, las cicatrices, tanto físicas como emocionales, permanecerían como un recordatorio perpetuo de lo que había sucedido esa noche y de la figura que había controlado mi destino con una mano despiadada. Y, desde entonces, ser llevado a la planta baja se convirtió en una rutina hasta que mi cuerpo lograra matar a una persona sin titubear.
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