Perdida
Seis meses habían pasado desde el cumpleaños dieciocho de Iris. Ese día estaba muy fresco en su memoria, puesto que fue el más largo y triste que haya podido tener en su corta existencia.
Aparentaba ser un día común, un cumpleaños cualquiera. La chica se había levantado esa mañana con su acostumbrada modorra y su actitud estoica, sin muchas expectativas de la vida. Su infancia había pasado como un adorable recuerdo, pese a la ausencia de su madre, sin embargo, después de cumplir dieciséis años, su padre tomó un empleo que lo hacía ausentarse varias veces al año.
Al salir del baño y mirar de reojo su reflejo, se percató de la presencia de símbolos extraños que desaparecieron en cuanto volvió los ojos al espejo. Llevaba días encontrándose con esas visiones. Trataba de mantener la calma cada que esto sucedía, pero ya se estaba cansando.
Por un tiempo lo trató de ignorar, pero de a poco, símbolos, runas y dibujos desconocidos fueron invadiendo cuadernos, paredes y reflejos sin saber quién los había puesto. Llegó a un punto donde su angustia constante dificultaba sus actividades, pues sentía que alguien le observaba, y contemplaba la posibilidad de estar enloqueciendo, ya que «solo era su imaginación». Ni sus amigos, ni nadie podían entender lo que veía, puesto que pensaban que era «arte abstracto», si es que llegaban a observarlo, o atribuían su «paranoia» al estrés por el último semestre.
La única persona que parecía escucharla y mantenerla con buen ánimo era su padre, pero tras informarle de los sucesos, días después, se encontró con un solitario departamento y una nota breve con una disculpa, avisando que el hombre se iba en un viaje urgente de trabajo.
Por un momento la chica se rio, pensando que se trataba de una broma cumpleañera. Esperaba que su padre hiciera sus acostumbradas apariciones de «magia», pues siempre se valía de trucos de ilusionismo y escapismo para divertirla, no obstante, con el paso de los minutos, la realidad le azotó de a poco hasta caer en un agujero del que le fue muy difícil salir.
Intentó llamarle varias veces, pero el hombre estaba «fuera del área de servicio» y tampoco tenía otra forma de comunicarse, ya que él siempre evitaba usar dispositivos electrónicos diciendo que no los entendía.
Al abrir el refrigerador y descubrir su pastel de cumpleaños, el pecho comenzó a dolerle. Parecía que el propósito era celebrar, pero algo arruinó los planes dejándola sin nadie con quien compartir su día. En la escuela ella era un cero a la izquierda y su madre había fallecido cuando era una bebé.
Iris desconocía lo que haría de su vida, pero trató de continuar su rutina mientras lidiaba con su problema de ansiedad y depresión que atendió en contadas ocasiones con el psicólogo escolar, obviando la parte de las «visiones», pues temía que se le tachara de padecer esquizofrenia o algo peor.
Meses después y tras graduarse de la preparatoria, se aisló de todos cerrando sus cuentas y apagando la mayor parte del tiempo sus dispositivos para concentrarse en una cosa: el examen de ingreso a la universidad.
Los símbolos dejaron de aparecer poco a poco, lo que le tranquilizó y estabilizó su salud mental. A veces cuando los encontraba, sólo aplicaba la técnica de respiración que se le enseñó y procedía a continuar con su vida.
Debido a que no soportaba quedarse sola en casa, tomó un trabajo en una farmacia para pasar el rato. Era el empleo perfecto para estudiar, ya que no era muy atareado y con eso mataba dos pájaros de un tiro.
Una tarde, su jefe se presentó en el negocio para registrar el inventario y arreglar algunos pendientes, pues la fecha del examen se acercaba, e Iris dejaría su puesto, quizá, de forma permanente. La chica realizaba con su acostumbrada eficiencia sus labores, cuando este le interrumpió.
—Veo que ya estás registrando las existencias de esta semana.
El hombre miraba impresionado los estantes ordenados y las ventas escritas con un código de colores, pues hubo un momento que dudó en conservar su contrato debido a la aparente torpeza de la joven en su primer día.
—¡Oh, si! Veo que ya vio mis controles —contestó la chica sin dejar de realizar el conteo de medicamentos subida en una escalera—. Ya he empezado con el inventario, no podía concentrarme sabiendo que le dejo pendientes.
—Pues es un excelente trabajo, pensar que te di el puesto solo porque tu padre era un asiduo comprador y un gran amigo —rio—. Por cierto, ¿qué ha sido de él? No lo he visto en meses.
La chica se detuvo por un instante. Hablar de su padre le resultaba hasta cierto punto molesto, pero por educación y agradecimiento al hombre, le respondió:
—Ah... Anda bien, me manda cartas de vez en cuando, dice que no tiene fecha de regreso, aún —suspiró con pesadez.
—¿Cartas? ¡Qué hombre tan anticuado! Ya ni los correos electrónicos que eran una novedad hace veinte años. Ese hombre siempre me intriga, es como una caja fuerte, nunca sabes cómo hacer que se abra.
—Sí... La verdad nunca lo entendí del todo.
—Ya se tardó en volver, cada dos semanas regresaba, ¿no es así? —inquirió el hombre sacando las cajas con medicamento caducado para ponerlo en contenedores especiales.
—Ya regresará... espero —dijo murmurando lo último.
A Iris lo que más le preocupaba era que no regresara. Con cada día que pasaba, comenzaba a creer que ya no volvería, no obstante, cada dos semanas el hombre enviaba dinero para su manutención dentro de un sobre junto a una carta con solicitudes raras: como poner objetos en lugares específicos asegurando que era para «dar suerte».
La joven miró su reloj con preocupación y continuó contando cajas y anotándolo en las libretas, ya que deseaba terminar lo más temprano que pudiera.
—Terminé con los medicamentos de este estante, pero hay que conti...
La chica pausó sus actividades, por un instante le pareció ver runas en el lugar de los nombres de los medicamentos. Ahí estaba otra vez. Sus ojos reflejaron terror, pero sabiendo que su credibilidad siempre se ponía en duda, con rapidez trató de recuperar la compostura, aunque sus manos estuvieran temblando ligeramente.
—¿Pasa algo? —cuestionó el jefe al notar el breve silencio de su empleada.
—¡No!, no para nada, perdón. Me distraje con una mosca —dijo forzando una sonrisa—. Decía que hay que terminar el inventario, porque quiero dar un último repaso a mis apuntes y tampoco quiero salir muy noche.
Ambos se pusieron manos a la obra. Aunque a Iris en apariencia le importaba poco lo que pensaran de ella, era el tipo de persona que, por más difícil que fuera una actividad, estaba determinada a finalizar lo mejor posible, tomándolo como un reto, pues siempre que aprendía algo nuevo, sus primeros resultados eran desastrosos.
Conforme avanzaron las horas, la ansiedad de la joven fue haciéndola más inquieta y en cierto modo hiperactiva. Al día siguiente rendiría su examen y tenía la esperanza de que, si cursaba una carrera, cualquiera que fuere, se olvidaría de todo y encontraría un poco de sentido a su existencia.
Después de cerrar la farmacia y haberse despedido, lo único que quedaba era enfrentar la inquietante y oscura ruta para regresar a casa, puesto que debía caminar por un solitario callejón para acortar camino.
Dada la hora, lo último que quería era permanecer en la calle y durante el recorrido se estuvo mentalizando para cruzar ese angosto y oscuro lugar lleno de contenedores y puertas cerradas con candados.
Al irse acercando, Iris comenzó a hacer pasos más pequeños, su corazón se aceleró y recordó de forma fugaz algunas escenas de su niñez, apretada en la oscuridad. Le incomodaba estar en espacios reducidos, pues le provocaba la sensación de ser observada.
—Vamos Iris, haces esto todos los días —se dijo a sí misma.
Inhaló profundamente ocultando sus pulgares en sus puños como una forma de darse seguridad, y luego aceleró el paso. Caminó firme mirando a su alrededor, como si temiera que algo o alguien saliera de detrás de los contenedores. No era la primera vez que experimentaba esa sensación, sin embargo, como siempre, nada sucedió. El alma le volvió al cuerpo al salir, pues el recorrido le pareció una eternidad.
Enfrentarse a sus miedos se había convertido en una rutina. De cierta forma miraba con orgullo sus triunfos diarios, no obstante, también se preguntaba cómo sería su vida si todo hubiera sido diferente.
Siguió su camino por unos diez minutos, pasando la vista sobre los números de los edificios, sin embargo, llegó un momento donde estos se tornaron símbolos, haciendo que la joven cerrara sus ojos y sacudiera su cabeza, para luego continuar.
Una vez que se acercó a su calle, se tranquilizó al ver caras conocidas fuera de sus hogares: el vecino del departamento de arriba caminaba hacia la tienda para conseguir la cena de esa noche, una señora del edificio contiguo conversaba con la inquilina del departamento que estaba frente al suyo, y algunos niños aún estaban riendo mientras andaban en bicicleta en la orilla de la acera.
Iris saludó a las señoras en la entrada del edificio y avanzó para subir las escaleras hasta el segundo piso. Una puerta de madera envejecida le dio la bienvenida a su oscuro y solitario departamento, encendió la luz y se tumbó en el sofá con una fotografía que había tomado de una mesita de al lado.
—Qué día... —suspiró agotada—. Desearía que estuvieras aquí —dijo mirando con nostalgia a un hombre en la foto.
Su padre era el tipo de persona cuyos pensamientos eran un enigma, ya que se callaba lo que pensaba, sin importar cuánto se le preguntara. Aun así, le crio de forma cariñosa y de la mejor manera posible, pues a pesar de la ausencia de una influencia femenina en su hogar, siempre contó con su apoyo.
La joven suspiró, se levantó del sofá y se dirigió a su habitación. Con desidia tomó las notas que había hecho para su examen y se dispuso a repasar.
Su estado anímico estaba por los suelos. El hecho de volver a percibir «visiones» después de haber pensado que por fin todo había terminado, le había dejado descolocada y sin poder mantener la concentración. Tras varios intentos infructuosos por leer, se levantó a lavarse la cara y regresó para pasar las hojas con agresividad, encontrando de nuevo los símbolos misteriosos.
—¡Carajo! ¡Estúpidos dibujos! —suspiró exasperada y poniendo los ojos en blanco—. Me cansé, me cansé de ver estas cosas. Odio sentir que estoy sola con esto, que me tiren de loca... ¿¡Qué diablos quiere la vida de mí?! No importa cuánto me esfuerce, todo es igual.
Tomó aire, decidiendo mirar, por primera vez, con mayor detenimiento uno de esos dibujos: la hoja donde se había quedado tenía dos dragones rampantes esquemáticos que enmarcaban una espiral y con símbolos extraños escritos alrededor.
Mientras tenía la mirada fija en el papel, su vista se nublaba por momentos, y cada que parpadeaba los símbolos aparentaban transformarse en las letras del alfabeto. Ella bufó con frustración, puesto que no creía en lo que estaba presenciando. Arrojó sus notas al escritorio, se cubrió la cara con una almohada y decidió dejarse llevar por el sueño.
—Estoy perdida, soy un caso perdido... —dijo con desilusión antes de quedarse dormida.
Pasada la medianoche, la joven dormía dando vueltas por la cama, evidenciando que huía de algo o alguien en sueños. Todo lucía normal hasta que un ruido sordo despertó a Iris de un sobresalto. La chica se refugió debajo de las sábanas y decidió buscar el origen del estruendo a través de una abertura.
—Bah, debió ser un gato —dijo con inquietud, entrando en su habitual estado de negación.
Estaba por acostarse, cuando escuchó algo arrastrarse por el piso de forma lenta y pausada. Ella contuvo la respiración quedando inmóvil. Parecía que su corazón latía desbocado junto a su oreja, y apretó tan fuerte los puños, que el pulgar comenzó a hormiguear.
—¡Sea lo que sea que esté ahí, váyase de aquí! —gritó de forma entrecortada.
Aquel ruido paró en ese instante cubriendo la habitación en un silencio anormal. La chica estaba tan nerviosa que podía detectar el pulso de sus dedos y su cuello. Nunca había sentido tanto miedo en su vida, no quería quitar la sábana.
Todo estaba en una quietud extraña, hasta que, de un momento a otro, sintió que una mano helada le tomó del tobillo con firmeza.
Iris aventó la sábana gritando aterrada, descubriendo un ser muy alto, delgado, similar a un anciano, con una máscara con ojos hundidos de gran tamaño y con un pico que le cubría la nariz y la boca. Llevaba ropas tan rasgadas que lucía como si trajera un pesado plumaje mal arreglado. Aquello no parecía humano.
La chica intentó zafarse de su agarre dando patadas, pero mientras más se resistía, más le apretaba. El ser movía la cabeza como un ave y hacía ruidos muy parecidos a unos chasquidos. Se acercó a Iris y la observó fijamente unos segundos. La joven estaba tan aterrada que se paralizó en ese instante, sin siquiera poder gritar.
Iris sentía como si su pecho fuera a explotar, sin embargo, nunca apartó la mirada de ese ser. En el momento que la criatura golpeó el suelo con una mano de forma contundente, la habitación comenzó a deformarse en una espiral, envolviendo a Iris y al monstruo en el interior de lo que parecía un tornado que se iluminaba con los destellos de los rayos de una tormenta.
—¡Por favor que esto pare!, ¡por favor que sea una pesadilla! —dijo la aterrada chica tomando su cabeza.
—Vleyquanger —pronunció la criatura, con una voz similar a un jadeo, mientras tiraba de Iris para acercarla lo más posible.
Ella no entendió esa única palabra emitida por esa cosa, parecía pertenecer a un idioma desconocido, no obstante, no tuvo tiempo para pensar al respecto, porque la criatura clavó una de sus largas garras en su costado provocando un grito de dolor, pues ardía como una quemadura e Iris podía sentir cómo se extendía a través de su cuerpo.
Después de eso, el monstruo la liberó y se desvaneció entre las sombras dejándola sola. La joven permaneció hecha un ovillo sin soltar su cabeza, pero al percatarse de que todo estaba en silencio, abrió los ojos para descubrirse en un lugar neblinoso y lleno de árboles. No sabía dónde se hallaba, estaba perdida.
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