Capítulo 8
INTERLUDIO 1970.
La niña de cabello rojo tendría unos seis años de edad, en esa época. La casa era toda de madera. Ella estaba en el piso de arriba, y sólo vestía un camisón que antaño era blanco. Al salir de su habitación, con su muñeca de trapo, en una de sus manos, le había llamado la atención el bullicio y murmullos que venían del piso de abajo, acompañados del sonido de una música de un tocadiscos, las voces formulaban conversaciones vulgares que la niña no alcanzaba a entender por completo.
La pequeña tomó la baranda, que le llegaba a su altura, y descendió las escaleras. Algo, dentro de sí, le pedía a gritos que no lo hiciera, que no bajara, pues se lo habían advertido muchas veces. Pero la curiosidad era más fuerte que ella.
Continuaban las risas y sonidos de varias voces cada vez más fuertes.
- ¡Tenemos que hacer esto mucho más seguido!
- ¡Sí!
La niña prácticamente ya había llegado hasta los últimos escalones de la planta baja. Paralelo frente a la escalera había un sillón que estaba ocupado por una pareja. Ésta pareja, apenas cubiertos con una manta, obedecían a sus instintos animales primarios, jadeando y sacudiéndose como en un vaivén constante.
En el respaldar había otra pareja. Él de pie, como dios lo trajo al mundo, y ella también pero arrodillada. Y a ella sólo se le veía el cabello rubio, y su rostro quedaba tapado.
Alrededor del sillón había toda clase de prendas tiradas y sentadito allí había un muchachito, de unos quince años, fumando algo de olor muy fuerte. Él tenía a su lado el tocadiscos que dejaba oír la melodía estridente y monótona. Hacia la izquierda, detrás del sofá, había una alfombra bien grande y circular, donde se habían colocado sillas y botellas de diferentes bebidas y es de donde provenían las principales risas y voces burlonas.
En la periferia alcanzaba a divisarse una chimenea encendida con un recipiente sobre ella. En otra parte una salamandra que hacía las veces de cocina y calefacción; y gente durmiendo en el piso con bastante estado de ebriedad. El ambiente en sí no era apto para menores de edad.
Había un sujeto gordo cuyos ojos de laucha permanecían ocultos dentro de las diminutas cuencas de su obeso rostro. Por sus labios aún chorreaba el vino viscoso, de la botella que estuvo empinando desde hace rato. Tenía una musculosa amarillenta por la que no solo sobresalían pelos del pecho y brazos, sino también bastantes gorduras, papada y mofletes. Le señaló en un gesto despreocupado, al dueño de casa sentado junto a él, el pie de la escalera.
- Mira...
El padre se dio vuelta, y lleno de sorpresa, la vio allí.
En el último peldaño, aún con su muñequita en la manito, se hallaba parada la niña de cabello rojo, observando toda la funesta escena.
Cuando el padre se puso de pie, pudo notarse que era bastante corpulento, y al colocarse frente a ella, la niña apenas llegaba poco más de su ombligo, ya que había descendido de la escalera. Su aspecto era desalineado y colgaba de su boca un cigarrillo. Era medio rubión, sin afeitarse, y tenía el cabello enrulado, bastante largo y desprolijo.
- ¡Pero te dije mil veces que no bajes acá, cuando estamos ocupados, Beatriz! ¡¿Cómo volviste a abrir la puerta, condenada?! - El padre la había tomado de los hombritos y había comenzado a sacudirla bruscamente.
Entonces se acercó el gordo obeso que balbuceaba mientras continuaba empinando la botella, alternadamente. Le hablaba detrás al padre de la niña, cerca del oído.
- ¡A estos malcriados hay que escarmentarlos desde chiquillos!... - Dio un gran trago del pico de la botella, y continuó hablando, sin terminar de tragar la bebida. - ...Sino después es peor. ¡Son desagradecidos! ¡No respetan!
- Sí. Tiene que escarmentar. ¡Sí, señor!...
Entonces el padre entró en un momento de descontrol y de ira. En parte por el alcohol. En parte por la vergüenza de que su amigo le dijera cómo educar a su hija. En parte porque necesitaba verse importante delante de sus amigos. En parte porque estaba cansado de esta niñita malcriada que solía hacer lo que se le daba la gana... ¡Y tenía la insolencia de comportarse como un infante! Intolerable. Levantó su musculosa, tomó parte de su pantalón, y con la otra mano, jaló fuertemente el cinto, desde la hebilla, para sacarlo de la corredera del jean. La niña miraba estupefacta, pues conocía de sobra lo que se avecinaba.
-¡Ven, maldita, ven! ¡Ahora verás!
La tomó de un brazo bruscamente, y la fue llevando a los tirones, escaleras arriba, con el cinturón en la otra mano.
- ¡Ahora vas a aprender a respetar a tu padre!
- ¡No, papá! ¡¡Noo!!
En los primeros peldaños, había quedado tirada su muñeca, y la niña forcejeaba intentando agarrarla. Esa muñeca se la había regalado su madre, hace mucho tiempo atrás. Era de los pocos recuerdos felices, a los que podía aferrarse. La insistencia de la niña por bajar los peldaños, sólo generó aún más brusquedad y disgusto, ante esta insolencia y desobediencia.
En el piso de arriba, la habitación ya tenía la puerta cerrada, y desde afuera podían oírse los llantos desgarradores de Beatriz y el sonido seco de los golpes con la hebilla del cinturón.
- ¡Ay, Ay!
- ¡Maldigo el día que tu madre te tuvo!
Entonces se hizo el silencio. El padre volvió a salir de la habitación y le echó llave, dejando a la niña encerrada dentro, casi en completo silencio, excepto por unos ahogados sollozos.
Entonces salió caminando, colocándose de nuevo el cinturón, fumando como una chimenea, con la esperanza de poder volver a divertirse y disfrutar un rato más con sus amigos, como tenía tan merecido.
Dentro de la habitación, Beatriz estaba sentadita, muy quietita, abrazando con ambos bracitos sus piernas, evitando llorar o mostrar cualquier signo de debilidad. Su cabecita con el cabello rojo estaba echada entre sus piernas. Secándose las lágrimas.
Como todas las estancias de la casa, todo era de madera de pino. Sólo que su habitación era particularmente oscura, pues la ventana que estaba justo arriba de la cama, permanecía cerrada con los marcos y por fuera con los postigos.
En su cabeza se repetía sin ton ni son la misma frase, que tantas veces habría escuchado en ocasiones anteriores, solo que esta vez, le producía dolor en el corazón... ardor en el pecho.
"Maldigo el día que tu madre te tuvo"
Entonces aquel fuego interior subió por su garganta, hasta que se alojó en su rostro. Sentía sus mejillas con algunas pecas, ardiendo. Y junto con un grito sofocado, salió por sus ojos un brillo, un fuego que iluminó brevemente la estancia donde estaba solitaria, la niña.
- ¡¡Noooo!!!
Abajo continuaban las risas y las anécdotas. Y el sexo. El gordo grasiento ya estaba terminando su botella de vino, y ya tenía entre sus pies, descorchada, una segunda botella más. ¿O sería la tercera? El padre de la niña tomaba un vaso de vino y reía a carcajadas, volteado hacia atrás, mientras miraba a la pareja que estaba detrás suyo, desnudos, de pie junto al sillón. Al fondo, detrás de toda esta escena, es donde se desarrollaría el drama que daría un giro a los acontecimientos.
Se había puesto de pie, a los tumbos por su estado de ebriedad, un sujeto delgaducho, que intentaba correr hacia la estufa. La verdad es que sus pasos eran erráticos y el equilibrio de su cuerpo, bastante dudoso al alcanzar su objetivo. Llevaba unas sandalias, un pantalón corto, a la altura de las rodillas, bastante ancho, como si perteneciera a otra persona mucho más corpulenta que él. Su cabello era muy desprolijo y desordenado. Su rostro estaba todo salpicado de protuberancias y granos sin cicatrizar y presentaba varios dientes faltantes.
Lo que intentaba alcanzar, era una especie de balde de metal, que había dejado olvidado por demasiado tiempo, apoyado sobre el borde de piedra de la chimenea.
- Huy... ¡El vino, no llego!
Se acercó al fuego y tomó con ambas manos el balde. La base y cara externa del recipiente con el contenido del vino burbujeante, estaba al rojo vivo.
- ¡¡Aayy!! ¡¡Quema!! - Lanzó un alarido, y tuvo que soltar el balde hirviente, porque acababa de quemarle las manos.
- ...Mierda...
Aquel recipiente había caído en la alfombra junto a él, empapando con el vino su ropa y la alfombra. Un verdadero desastre. Pero dentro del balde, por su curvatura, alcanzaba a verse que había quedado una buena cantidad de vino caliente, sin derramar. En el fondo, algunos se reían, pues esta escena les parecía deliciosamente jocosa.
- ¡Hip! ¡...A ver si puedo levantarlo sin volcar todo...
Para dicho fin, se agachó frente al fuego del hogar, para intentar atrapar a gatas, el recipiente. Entonces, rápidamente se encendió el vino que estaba por toda su ropa, prendiendo primero su pantalón. Las risas cesaron y dieron lugar al pavor.
- ¡¡¿Queé?!! ¡¡No, no, noooo!!
-¡¡No, Carlos!!
Alguien le había tratado de advertir que no hiciera lo que exactamente hizo un segundo después.
- ¡¡Noo, socorro, idiotas, hagan algooo! ¡Me incendiooo!!
- ¡No corras!
Y Carlos comenzó a correr. Atrás de él, la alfombra, y todo el sitio donde se había derramado el vino, ya ardían, hasta el techo. En su desesperación, fue directo hacia la gran alfombra circular, donde estaban dispuestas las sillas con los congregados y el padre de la niña, que ya se estaban poniendo de pie. Atropelladamente, se llevó por delante una mesa ratona redonda, y cayó sobre las botellas y damajuanas, que se estrellaron contra el piso y vertieron el líquido inflamable, mientras se encendía con el mismísimo rastro de fuego que Carlos traía consigo, del que intentaba huir.
De pronto el fuego invadió todo. Nadie pudo salir de la trampa infernal. El fuego ahogó los gritos. Lo consumió todo. Devoró los cuerpos. En la escalera, una muñeca de trapo se consumía completamente por las llamas.
Nadie había quedado con vida para poder ver como se alzaba una niña, sobre toda la casa incendiada. Tenía intacto su viejo camisón. Sus bracitos permanecían extendidos y sus cabellos rojos parecían arremolinarse y sacudirse por un viento inexistente. Sus ojos permanecían encendidos. Ella avanzaba, con sus piecitos descalzos, sin quemarse. El fuego a su alrededor, parecía adoptar la forma de un dragón o un ser demoníaco de varias cabezas.
Algunos textos antiguos enseñaban que "el fuego purificador limpiará la tierra de los pecados del hombre"... Hoy, se habían cumplido.
Era una noche estrellada. Algunos vecinos habían salido al patio de sus casas aledañas, a observar el incendio y el accionar de los bomberos.
A pesar de la intervención de un enorme y pesado camión de bomberos, con sus luces parpadeantes y sirenas; su manguera, y varios hombres en el lugar, no pudieron evitar la destrucción total de la casa; ahora reducida a cenizas y escombros escarchados negruzcos.
En la esquina, desde un lugar bastante alejado del foco, un coche de la policía también mantenía encendidas sus luces intermitentes. Un par de oficiales observaban lo sucedido.
- No sabemos cómo se originó el fuego. ¡Mira cómo quedó esto!
- ¿Habrá sobrevivido alguien?
Por la esquina, se acercaba una camioneta Ford, típica de esa época. En la vereda de tierra estaba detenida una ambulancia, Wolkswagen. En el interior, un bombero, aún lucía un tubo de oxigeno como mochila en la espalda. Arropaba con unas mantas a la niña, que estaba sentada en el interior. Junto a ella había un tubo grande de oxígeno que tenía una manguera de tela enroscada y una mascarilla rudimentaria.
Dos bomberos hablaban sobre lo que creían que habría estado pasando.
- ¡Sólo quedó la nena! ¡Qué tragedia! No logramos que hable.
- Y tiene esas marcas horribles en su espalda, hechas por un cinturón seguramente.
- Está asustada y es chiquita. Así que por ahora no va a contar cómo fue que se inició el fuego en la casa.
- Los vecinos que tenían teléfono, llamaron a la abuela. Ahí ya llegó...
De la camioneta Ford que estaba en la esquina, una señora de 40 años, también con cabello muy rojo como el de la niña, había descendido y se dirigía corriendo a pie, a donde estaban los bomberos, custodiándola.
- ¡Beatriz! ¿Dónde está?
Brunilda la abrazó, asomada entre las puertas de la ambulancia. La niña estaba cansada y mucho no reaccionaba.
Los bomberos continuaban conversando, intentando no ser oídos, mientras sus compañeros seguían moviendo trozos de maderas negruzcas, por si hubiera algo que pasaron por alto.
- Estas cosas no deberían pasar...
- Hubo casos peores. Por lo menos tiene a su abuela, para que la cuide...
- ¡Menos mal!
- Vamos, Bea...
La abuela llevaba a la niña apoyada contra su cuerpo, con las mantas que se arrastraban por el suelo, debajo de su brazo izquierdo. Ambas caminaban muy despacio, hacia la camioneta.
Brunilda comenzó a conducir en reversa lentamente, y Beatriz, con lágrimas en sus ojos y su pequeña estatura, apenas alcanzaba a observar por la ventana del parabrisas, hundida en el asiento que ocupaba todo el largo del frente.
- Te pegó de nuevo ¿no? Y seguramente quisiste verlos muertos. No te asustes. Ahora ya estás conmigo. Ellos hacían eso porque te tenían mucho miedo... como a mí.
Por un momento La abuela dejó el volante y abrazó con fuerza a su nieta. Al correr el cabello largo y rojo, dejó al descubierto, en el ojo derecho de la niña, tres lunares ascendentes que comenzaban ente el párpado y la ceja, proyectándose por la frente hasta el cuero cabelludo. Los mismos lunares que tenía Brunilda, en exactamente la misma localización de la niña, solamente que en el ojo izquierdo. En ese momento, Beatriz pudo apreciar en todo su detalle, la piedra engarzada, color celeste casi fluorescente, que llevaba su abuela, pendiendo de una cadena al cuello. Era realmente maravillosa. Luego de secar las lágrimas de Beatriz, Brunilda volvió a colocar la primera, en la caja de cambios.
- Sabían que yo poseo ciertos "dones". "Loca", me llamaban. Y te veían a ti y tus lunares y tu cabello rojo. Sabían que heredaste esto de tu abuela Brunilda. Yo tengo mucho que mostrarte y que enseñarte, Beatriz. Te lo prometo, Bea... nadie te hará daño, nunca más.
Los tiernos ojos de la niña aún tenían algunas lágrimas. Su nariz casi sin tabique era como un diminuto porotito y todo su rostro muy blanco con mejillas rosadas, contrastaba en el marco de su cabello tan rojo y sus negros puntos; los lunares del ojo.
FIN DEL INTERLUDIO
El rostro era igual. El cabello rojo, continuaba allí. Los lunares en su parpado y ascendiendo por la frente, del lado derecho, también. Pero ya se había ido de allí todo rastro de inocencia o ingenuidad. Tenía los ojos bastante rasgados y los pómulos marcados. Era de una belleza exótica, de rasgos delicados y boca de labios carnosos, aunque su rostro no ocultaba cierto aire de soberbia y distinción.
Beatriz estaba sentada en un sillón de terciopelo bordó. Su figura era espléndida, estilizada, aún para una mujer como ella, de cincuenta y cinco años, que parecía veinticinco años menor. Muy ceñido al cuerpo, usaba un corsé atado con correas al frente, que llegaba a la cintura, y dejaba al descubierto su ombligo. Toda su piel era suave, blanca e inmaculada. Tenía una larga falda que, al cruzar las piernas, dejaba ver sus altas botas de cuero con cordones. Lucía un cinturón con piedritas delicadas, colocadas de forma vertical en todo su diámetro. Su cabello lo llevaba largo y muy planchado, solamente agarrado arriba por una vincha con incrustaciones de la cual colgaba una pequeña gema roja. Y en su cuello llevaba el dije, una piedra engarzada con una cadenita, que perteneciera a su abuela, Brunilda Bali.
- Ahora... - dijo la voz de quien estaba frente a la mujer.
Delante de ella, permanecía entre las sombras, su interlocutor. Era un tipo calvo, robustón y regordete, a quien fascinaba vestir de negro y tenía el don de la teatralidad.
- Ahora es el momento...
- Perfecto. Ya lo traigo - respondió ella.
Beatriz terminó de tomar el vino, apoyó la copa en la mesa de madera rústica y salió de la habitación rumbo a la torre, que contenía una escalera de caracol, que llevaba a diferentes estancias.
Ella bajó a la siguiente planta en la que se encontró en un pasillo, lo recorrió unos pasos hasta llegar a una gran puerta, de madera, que permanecía cerrada. Ésta estaba custodiada por una persona completamente cubierta de pies a cabeza, por un traje ceremonial, que recordaba a los antiguos monjes de las abadías; su vestimenta llena de ornamentaciones, no permitía ver su rostro. La contextura física del guardia era muy notable, y le sacaba a Beatriz al menos una cabeza de altura, teniendo ella un metro y setentaicinco centímetros.
- Me dice Crowley que es la hora. Vengo a buscarlo.
Ante este pedido, el corpulento sujeto se apartó sin emitir sonido alguno, lo suficiente como para que ella abriera la puerta con las llaves que traía en sus manos. Su silueta insinuante se contorneó con la luz que provenía de este pasillo iluminado, y se proyectó hacia la oscuridad que reinaba en la habitación.
- ¿Hola...? ¿Quién es? - las palabras resonaron con aire de preocupación.
- Hola. Ven conmigo. Te están esperando... Dante.
Él se había colocado la mano derecha sobre el rostro, para tapar la luz entrante y poder acostumbrar la vista, para ver a su visitante. El hombre que tenía una barba de varios días, llevaba puesta una prenda informal, de algodón, con un par de hilos trenzados como adorno a la altura del cuello.
- ¿Qué... qué quieren? ¿Quién es? ¿A dónde me llevan?
Ante un gesto de Beatriz, el guardia se aproximó a Dante, quien no queriendo ser agredido, obedeció rápidamente. Salieron del pequeño cuarto e inmediatamente después de caminar el pasillo comenzaron a subir las escaleras caracol de la torre, toda hecha de enormes ladrillos de tonos grises.
Ella iba primero, y el guardia por detrás de Dante.
- Quiero que me contesten... - había insistido durante el trayecto, sin obtener ninguna respuesta a sus interrogantes, hasta el momento.
- Le recomiendo que haga silencio. Está por ver al Gran Maestro. Y no le gustan los habladores. En un momento ya se va a enterar de todo - dijo Beatriz.
Una vez que terminaron de recorrer la circular escalinata, se abrió ante ellos un nuevo pasillo, cubierto por una suntuosa alfombra que conducía, hasta una puerta de madera con incrustaciones en hierro. En el centro del corredor, había un incensario humeante. En ambas paredes había balcones que dejaban ver una noche estrellada. Se acercaron a la puerta, e ingresaron en la habitación.
La mujer que lo acompañara hasta allí le indicó que se sentara. Dante se sentó en un borde de una gran mesa, con siete sillas. El lugar parecía un salón de reuniones, pues era muy espacioso, y solamente estaba bien iluminado sobre esta mesa la cual estaba compuesta por dos semicírculos de madera.
Ella, que permanecía de pie, con una mano en la cintura, colocó una copa finamente labrada, junto a las manos de Dante. Sin ninguna expresividad, y sin mirarlo directamente a él, le habló:
- Yo soy Beatriz - Dante la observó, pero no tocó la copa. Entonces ella la volvió a levantar, en un gesto de acercarla a su rostro. - Ah... veo que no tiene sed... yo sí.
- ¿Qué fecha es hoy? - preguntó el psicólogo.
Beatriz bebió muy delicadamente de la copa, también lo hacía en una especie de parsimonia.
- Como puedes ver no tiene nada el agua. Al menos no todavía - volvió a poner el vaso junto a Dante.
De pronto se escucharon algunas risas en respuesta al comentario de Beatriz. Provenían de un grupo de personas vestidas de negro, que ya descendían los dos peldaños de la pequeña escalinata de la puerta de ingreso, justo detrás de Dante, a su izquierda.
- Hoy es 9 de abril. Perdón. ¡Vamos a empezar la reunión de hoy. Veo que ya estamos todos. Hoy tenemos con nosotros un invitado muy especial! - Quien hablaba era el hombre calvo, robustón y regordete, que acababa de hacer una de sus entradas teatrales, con ambas manos elevadas hacia el cielo a la altura de poco más de su cabeza.
Detrás de él venían acompañándolo tres hombres, que seguramente participarían de la reunión; seguidos de dos de los corpulentos guardias con capuchas y máscaras dentro de los pliegues de estas.
El gordo pelado, que evidentemente era quien dirigía el cotarro, hizo algunos aplausos, que en seguida los obsecuentes participantes, copiaron. Excepto el nuevo invitado, que no comprendía mucho de qué iba todo esto.
- ¡Él es el famoso Dante Zamorano!
Dante sintió cómo todas las miradas se posaban sobre él. Una sensación a la que no estaba acostumbrado.
En el extremo de la derecha, se había sentado un fulano de bigotes y barba oscuros, y ahora probaba el agua de una copa similar a la que le ofrecieran hace un rato. Beatriz había tomado asiento en el centro.
El jefe de todos estos estaba parado, con su túnica negra hasta sus pies, en el sector donde terminaban las dos partes de la mesa. Allí estaba reservado el lugar principal, pues había un sillón más imponente que los demás, con dos incensarios a sus lados.
El líder sonriente y carismático se acercó al nuevo invitado, Dante, y se presentó. Con ambas manos, estrechó la de él.
- Yo soy Crowley. Mucho gusto en conocerlo por fin. ¿Hay algo que quiera decir, antes de comenzar la reunión?
- Yo... no sé dónde estoy... ni quienes son ustedes... mucho menos porqué me conocen... ni tampoco...
- ¡Sshhtt! - El calvo Crowley le hizo un gesto entre divertido y cortante, para que bajara un poco la ansiedad, dejara de hacer tantas preguntas y se callara. Se paró justo al lado de la silla que ocupaba Dante y extendió sus brazos. Su rostro parecía un poco preocupado y sus cejas caídas le daban un aire bonachón. Dante lo miraba con asombro.
- Primero que nada, en nombre de todos, quería pedirle mil disculpas, por la forma en que lo trajimos hasta acá. Es que su presencia es indispensable, y hay poco tiempo que perder. ¡El tiempo apremia! - Crowley se relajó un poco, y continuó como hablándole directamente al psicólogo: - Si lo hubiéramos invitado, usted hubiera puesto alguna excusa y, naturalmente, no hubiera venido. Y hoy no podríamos disfrutar de su presencia. Es usted muy bienvenido y agradecemos su disposición, aunque su llegada no fue la más ortodoxa.
- Entonces... ¿No estoy acá contra mi voluntad?
Crowley le hacía unas palmaditas en la espalda a Dante, mientras le señalaba la pequeña escalinata con la puerta de salida del recinto.
- ¡Noo, por dios... para nada! ¡Es usted libre de irse cuando quiera!
- ¡Muchas gracias!
Dante se levantó de su sillón y ya se encaminaba hacia la salida.
- ...Pero primero... ¿no quiere saber por qué está aquí, con nosotros?
- No quiero ser mal educado, pero en realidad, no.
Esto suscitó las risas de todos, incluido el mismo Crowley.
- Pero insisto - el gordito calvo había tomado unas hojas de papel de una carpeta, y tenía en una de sus manos los lentes de Dante. - Le va a interesar. Nos hemos tomado el atrevimiento, y muchas molestias. Le traigo sus anteojos, para leer. En cinco minutos, lo sabrá todo.
- Cinco minutos... - Dante se había vuelto a sentar en el sillón, con la copa entre sus manos.
- Es todo cuanto preciso... Comencemos. Seguro que debe tener mucha hambre. En cuanto termine la reunión, vamos a agasajarlo con suculentos manjares. Y si lo desea, aún puede volver a su vida normal, se lo prometo.
Ahora sí, Crowley le entregaba uno de los manojos de hojas engrampadas y sus lentes para leer. Dante aún miraba con un poco de desconfianza.
- Como se habrá dado cuenta, en un principio usted fue invitado a compartir este momento, en la misma fecha que hubiera venido su padre, hace un año, si no hubiera tenido ese infortunado accidente, viniendo para acá. - Uno de los súbditos encapuchados con los trajes antiguos y máscaras, repartió el resto de los juegos de papeles, a Beatriz y a los otros cuatro de los participantes de la extraña reunión. - Bueno. En primer lugar, no debe preocuparse por sus seres queridos. Saben que usted se encuentra perfectamente bien. No le dimos su celular porque lo perdimos. Le daremos otro, en su lugar. De todos modos, arruinan el ecosistema, y aquí no hay señal. Su hermano Juan Carlos ya fue informado de todo esto en cuanto lo contactamos a usted. Él ya ha accedido a ayudarnos, como hubiera hecho su padre, Alberto Zamorano.
- "Jnum Satis Anuket" - Las palabras sorprendieron a Dante. Nunca las había escuchado. Eran en sánscrito o en latín, o en algún idioma antiguo. Y lo acababan de repetir al unísono, tanto Crowley y Beatriz, como el resto de los participantes de la reunión, e incluso los tres misteriosos guardias.
Dante, muy asombrado, miraba atentamente los papeles que le habían dado, con sus anteojos puestos.
- ¡Veo que saben todo de mí y mi familia... ¿cómo?!
- Bien. Yendo al grano, mire esto - Crowley le señaló donde tenía que mirar.
- ¿Qué es?
- Mire la firma. Éstos pertenecieron a su abuelo, que estuvo mucho tiempo en nuestra organización - en efecto, habían unos dibujos, anotaciones y garabatos de puño y letra del abuelo, que Dante reconoció de inmediato. Y abajo, naturalmente, su firma. - Él era arqueólogo, y ha podido ayudarnos mucho. Investigando sobre lugares y templos ocultos... costumbres antiguas... Cosas que tu padre, Alberto conocía, y algunas de estas, tu abuelo mismo te las dijo, cuando eras muy pequeño. Según él mismo nos contaba, mientras ustedes "jugaban". Obviamente, usted no lo recuerda, pero lo que su abuelo le enseñó, allí está... escondido en algún lugar.
Dante estaba muy intrigado, y sorprendido.
- Sabemos que no cree en nada de esto. Probablemente, cuando era pequeño, algo vio o sintió. Y su mente fabricó una coraza para protegerse, de todo aquello irracional e inexplicable. Y una parte de usted desea recordar; quitar las barreras psíquicas que usted mismo puso allí. Y, tal vez, por eso estudió... psicología.
La mirada de Crowley se había puesto muy inquisitiva y penetrante, al puno de que Dante miró para otro lado, al sentir un alto grado de incomodidad. Y continuó explicando.
- La cuestión es sencilla. Necesitamos que nos acompañe a algunos sitios. Porque estamos seguros que, en algún momento, y sin presiones... ¡Usted va a recordar cosas!
Entonces habló por primera vez uno de los invitados a la reunión, desde el otro extremo de la media mesa circular. Era un caballero de bigotes, barbita y cejas muy negras y tupidas, en contraste con un rostro un poco anguloso y pálido. Su cabello era también azabache, excepto a la altura de las orejas, donde se ponía canoso. Mantenía una sonrisa en su rostro, que parecía irreal y colocada allí como un dibujo:
- En nuestra organización tenemos dinero. Su desinteresada colaboración a nuestra causa, lo beneficiaría en ocho mil dólares. Y, si su ayuda hace una diferencia, puede haber más... incentivos.
- Bueno, y ahora, lo prometido... La cena...
El salón donde disfrutaron del festín, era muy grande. Había allí montada una mesa de un metro y medio de ancho. Era muy extensa. Entre una y otra cabecera habían fácilmente tres metros y medio de largo. En el centro de mesa había candelabros. Algunos sirvientes ya se estaban llevando los platos y cubiertos de plata, y retiraban también las fuentes con ensaladas y frutas de toda clase.
Como le habían prometido, la abundante comida, llena de variados platos, había sido un manjar muy suculento. En la mesa sólo quedaban Crowley y Dante de un lado, y en frente al maestro calvo, Beatriz. Cerca, algunos otros sirvientes llevaban y traían carros con bebidas de una de las aberturas circulares, que se veía que comunicaba con una gran cocina, donde trabajaba el personal gastronómico.
Todo estaba iluminado por unas gigantescas lámparas con muchos cristales, que reflejaban su luz por todas partes.
Dante se estaba levantando, y les hablaba a sus anfitriones, amablemente.
- Muy buena la comida, señor Crowley.
- Me alegra que la haya disfrutado. Ahora van a acompañarlo a su nueva habitación. Ahí va a encontrarse mucho más a gusto. Y verá que ya estarán allí todas sus pertenencias y el nuevo celular...
- Perfecto. Voy a descansar un rato...
- Nos vemos.
- Y gracias...
Dante le dio la mano a Crowley, que todavía tenía algo de comida en su plato, y bebida en su copa. Detrás de Dante, había dos de los corpulentos súbditos de las capuchas y máscaras.
- Por favor, acompañen a Dante... - se dirigió a las inmóviles y enigmáticas figuras que siempre se mantenían por allí cerca.
Lo condujeron, uno delante, y el otro detrás de él, por la otra abertura en la pared del fondo, con forma circular. Ésta, conducía por un pasillo, hacia unas escaleras que subían paralelas a la pared de ladrillos pulidos. Recién cuando estuvo a mucha distancia, Crowley y Beatriz conversaron en soledad, sin ser escuchados ni interrumpidos por nadie.
- Bueno, ahora vamos a preparar todo.
- Sí. Muy pronto, Al, Dante va a recordar todas las cosas que necesitamos.
- Ojalá, Bea.
- Te lo aseguro - ella terminó de tomar el vino que quedaba en su copa, sin quitar la mirada de la de su maestro. - Yo me voy a ocupar de ello, usaré mis habilidades y no sospechará nada.
- Perfecto - dijo con una sonrisa misteriosa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro