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Capítulo 24

 Pasaron unos instantes eternos hasta que el primero que levantó un poco la cabeza, fue Dante; aunque no se animaba a mirar al basilisco, por temor a encontrarse con su mirada. Los demás, lentamente, fueron haciendo lo mismo, cuando notaron que todavía seguían con vida.

Plutón había quedado inmóvil. Completamente. Y su único ojo estaba cerrado. Era un encantamiento de sueño instantáneo, o algo por el estilo. Se voltearon y vieron que, en el muelle, donde estaban las personas que lloraban, había atracado Flegias, aguardándolos, como les habían prometido. Entonces se percataron que, a su alrededor, y debajo del muelle, había unas criaturas de largos cabellos, una belleza exótica y cuerpos esbeltos y desnudos, que flotaban velozmente, sin casi mover el agua. Pudieron percibir que tenían colas de pez.

- ¿Y eso...? ¿Son sirenas? - Había preguntado Dante. Nadie le respondió.

De fondo, y de forma tan constante que se volvía inaudible, aquellas criaturas marinas emitían una canción que había inmovilizado al basilisco.

- Vamos... subamos - Grandier ayudaba a Edityr a subir a la embarcación. Uno a uno fueron subiendo. Con el palo extendido, Flegias alejó la barcaza del muelle.

El barco avanzaba sigilosamente por las aguas, en medio de la bruma y la calma. Una penumbra general envolvía todo el lago, mientras de fondo se mezclaba el canto de las sirenas con el llanto de los penitentes.

Cada tanto dejaban oírse algunos ecos de lamentos o llantos más similares al aullido de los lobos.

- ¿Qué es eso? - le había preguntado Beatriz a Crowley, que siempre parecía saber más del lugar donde se encontraban.

- Es el lamento de los tristes y los gritos ahogados de los iracundos. Las almas sumergidas, condenadas a vagar por la eternidad, en las aguas del lamento de la laguna Estigia! Si me preguntan les diría que estamos en el QUINTO CÍRCULO, ¡De la condena de los iracundos y los tristes!

Los siete estaban ya, parados sobre el césped. El barco se alejaba por la laguna entre la bruma, muy lentamente.

- Bueno. A seguir caminando.

Parecía que por fin, el sol había decidió hacer acto de presencia. Si no supieran que estaban en el infierno, aquel sería un día común, primaveral y cálido, con mariposas, flores y pajaritos. Avanzaban por un bosque no muy tupido, con arbustos y helechos, y árboles con algunas especies de lianas. A su izquierda, una enorme muralla bordeaba todo a lo largo de la espesura.

Virgilio le habló a Dante:

- Antes de venir, hemos estudiado todo este recorrido, Dante. Esta, es la muralla del DITE...

- El problema - agregaba Crowley, - es que lo que no pudimos saber con mayor certeza, es con qué cosas concretas íbamos a tener que lidiar. Eso es lo que nos va tomando desprevenidos, pero no tanto los lugares y el recorrido en sí. ¿Entiendes? Estas murallas separan el alto infierno, del bajo averno. ¡Los escritos del libro de la ley, que me dictó AIWAISS, son los que me dieron toda esta información!

Le hablaba como si fueran amigos. Como si nunca lo hubieran obligado a estar allí, o en una celda fría por tanto tiempo, como a su hermano Juan Carlos, ¡o como si no hubieran matado a su abuelo!... ¡Qué caraduras! ¡Qué frialdad! ¡Todos ellos se merecían, perderse para siempre, en este maldito infierno!

Dante solamente asintió, y continuó caminando.

- Dice que, desde aquí - continuaba Crowley, - encontraremos los peores y más atroces castigos para las almas más deformadas por los pecados del hombre.

- ¿Y hay alguna puerta? ¿Ustedes ven algo? - Edityr continuaba sin saber qué veían o pensaban los demás.

- No.

- ¿Y cómo franqueamos la muralla? - Preguntaba Beatriz, interesada en la conversación.

- Esta parte es una de las que vamos a tener que improvisar... - Hablaba Grandier, y Teodora a su lado, asentía con la cabeza. - Todos leímos y estudiamos el libro de la Ley, pero nunca pudimos saber qué pasaría llegados a este punto...

Teodora miraba arriba, al muro del Dite sacudía su cabeza, en un gesto de futilidad.

- ¿Podemos subirla? - quiso saber Edityr.

- No. Tú no la ves, Edityr, pero es muy alta. Sería imposible.

Virgilio, traía una liana, en una de sus manos.

- Podríamos intentar hacer una soga con estas lianas, formar una cuerda...

-Sí, pero igual no podríamos trepar... - Crowley estaba muy negativo - ¡Necesitaríamos un milagro...!

- O magia.

Todos se voltearon y miraron a Beatriz, incluido Dante. Ella miraba regia y seria, altaneramente hacia arriba, en un gesto que se le había visto en otras oportunidades.

A ella le encantaba cuando podía ser el centro de todas las miradas. La hacía sentir orgullosa y poderosa. No hacía falta tener la habilidad de Edityr de leer las mentes, para saberlo.

- ¡Déjenmelo a mí!

Beatriz, se había alejado solitaria. Los miraba sobre su hombro izquierdo, con aires de grandeza y superioridad.

Se había sentado en la base de un frondoso árbol, muy cerca de la muralla en cuestión. Se quitó la cadena que llevaba alrededor de su cuello, con el rubí carmesí engarzado en ella. La llevaba desde que Teodora se la había colocado en el ritual de los siete pórticos infernales.

- "¡Te entrego a ti, árbol de la vida, la sangre almacenada por tanto tiempo, en esta joya, para que nos permitas atravesar "La gran muralla del Dite!"

Ella permanecía sentada, con el collar delante de ella. Tenía la cabeza echada hacia atrás. Sus ojos los tenia cerrados y sus brazos extendidos sobre su cabeza, sostenían colgando la cadena con la piedra. Del rubí emanaban borbotones de sangre.

- ¡Con el poder que nos trajo aquí del mayor de los libros secretos prohibidos, el Grimorio de Toth, la tabula Smeragdina: "Lo que está arriba es como lo que esta abajo, y lo que esta abajo es como lo que está arriba, para lograr las maravillas de lo único"...

El árbol era muy alto, pero nada en comparación con la inmensa muralla. Comenzó a vibrar, con sus ramas secas y lianas.

- ¡...Y, ahora, desde lo bajo, te elevas hasta lo alto!

Cuando terminó el hechizo, Beatriz enterró la joya sangrante. Hizo un gesto a los demás para que la siguieran, y comenzó a trepar el altísimo árbol, que continuaba creciendo rápidamente, y de forma sobrenatural.

Las ramas, de pronto, habían crecido tanto, que ya sobreasaban la increíble altura del muro. Las ramas bajas, también iban creciendo en todas direcciones. Esto facilito que el resto de los compañeros de la bruja, al ver que esto funcionaba, ya empezaran a subir por la corteza, utilizando estas ramas como escalera.

Los que treparon inmediatamente tras Beatriz, fueron Teodora y más atrás, Dante. Costaba hacerlo con estos trajes oscuros tan holgados, pues se les enganchaban en las ramas, por doquier.

Virgilio ayudaba a Edityr a trepar, indicándole el camino hacia arriba por el tronco.

- ¡Vamos, rápido! ¡Yo lo guío a Edityr para poder trepar por el árbol, sobre el muro!

Mientras los demás, hacían lo propio.

- ¡Nosotros cuidamos que no se caigan! - Crowley y Grandier, iban trepando más abajo.

Fueron pasando por las ramas, tratando de no engancharse con algunas partes afiladas. Dante, cuando llegó a la parte alta de la muralla, que tendría como quince metros de altura, si miraba hacia adelante y abajo, observaba el lento descenso de Teodora y Beatriz, hacia el otro lado del muro. Si miraba detrás de él, podía ver que los otros cuatro se acercaban, lentamente, hasta donde estaba él ahora. Allí arriba, el viento era fresco y fuerte. Sería fácil dejarse caer, y terminar con esa locura. Quizás no moriría, pero ya no podría salir más del infierno. También arruinaría sus planes, eso seguro. Ninguno podría lograrlo, y no se saldrían con la suya. Levantó las manos temblorosas y comenzó a erguirse sobre la empalizada. Las voces tenían razón: era cobarde, estaba en su naturaleza. Pero lo haría por un bien mayor...

Virgilio apoyó su mano en el tobillo de Dante primero, y en su pantorrilla después. El momento había pasado.

- Vamos, Dante. Hay que bajar, que podés caerte.

Entonces, continuó el descenso por las ramas que caían hacia el otro lado de la muralla del Dite. Era demasiado temeroso para saltar. Quizás ya habría alguna otra oportunidad.

Grandier y Crowley ya estaban en la cima, y todos los demás estaban en tránsito hacia el suelo, del otro lado.

- La verdad, creí que esto sería más fácil...

- Peor hubiera sido tener que quedarnos mirando el muro, por toda la eternidad, Grandier – rió Crowley.

- Muy aburrido...

Como Teodora y Beatriz ya estaban en tierra firme, ayudaron a Dante a bajar por el último trayecto de enredaderas, que se enganchaban en la ropa, y luego, uno a uno, prestaron asistencia a todos los demás.

Al final, Después de Edityr y Virgilio, Terminaron el descenso Crowley y Grandier. Una vez que los siete hubieran atravesado, las ramas del árbol se fueron deshaciendo, y resecando, tan pronto como habían crecido. El viento se ocupó de que no quedaran sobre el muro. En un momento, casi no había quedado rastro alguno de cómo habían llegado allí.

- Ya estamos todos, pero, como siempre, por aquí ya no podremos volver... - Grandier sostenía una rama finita, marchita y seca, muy extensa, que había quedado amarrada al muro.

Crowley se había colocado delante de todos, en uno de sus habituales gestos colmados de teatralidad.

- ¡Pudimos atravesar las infranqueables murallas del Dite...! ¡Bienvenidos al SEXTO círculo, amigos! ¡El lugar donde se juzga y castiga a los herejes! - Entonces se giró y cambió el tono de su voz, por uno menos efusivo.

- Bueno... creo que hay que seguir por acá... ¡miren! - Una vez más, Crowley, les indicaba el camino a seguir.

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