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Capítulo 4:

Hasta aquel entonces no me había fijado en los niños que revoloteaban por el lugar, obligados por sus madres a sentarse de vez en cuando. Había tanta variedad de personas en este velatorio que me dio curiosidad; ¿Cuántos años tendría el difunto? En primer lugar había pensado que era algún compañero de universidad de mi hija, y que por eso se veía tan afectada, pero ¿Y si se trataba de algún profesor? Si habían llegado dos ancianos que decían ser sus amigos en la juventud y quien decía ser su hermano parecía de unos setenta y tantos, lo más probable es que se tratara de un anciano también. Quise chequearlo en el ataúd abierto al final de la habitación, pero me arrepentí cuando vi a sus familiares llorar nuevamente, tal vez me considerarían irrespetuosa por acercarme a ver un difunto que no conocí en vida. Así que decidí esperar a que fuera momento de irnos para acercarme con la excusa de despedirme, al fin y al cabo había pasado mas de medio día aquí.

Aguardé a que casi todos entraran para salir a estirar mis piernas por segunda vez, pero al hacerlo descubrí que solo dos habían permanecido afuera. Dos jóvenes, enfrascados en una interesante conversación sin siquiera percatarse de mi presencia.

—¿Cómo es que nunca te he visto en la universidad? —le preguntó él con una sonrisa.

—Tal vez es muy grande, deberías salir de tu facultad de vez en cuando —bromeó ella, con ojos que reconocía a distancia.

—Entonces me alegra haberte conocido hoy —confesó el chico.

Su manera de coquetear me transportaba a la época en que había conocido a mi marido. Sus piropos descarados e insinuantes me hacían sonrojarme incluso después de todos estos años.

Sí, quería llegar a la casa para preparar el almuerzo, pero también porque detestaba pasar la mayor parte del día afuera cuando podía quedarme y verlo jardinear toda la tarde. Solo para que después se quejara del dolor de espalda y me pidiera un masaje.

—¿Te alegra que tu abuelo haya muerto para poder conocerme? —preguntó la chica, bromeando aun. Él rio y miró a su alrededor antes de responder, entonces me vio y se incorporó, alejándose un poco de la chica.

Me sentí mal por interrumpir el nacimiento de un romance, pero aquello me sirvió para dos cosas: afirmar que el difunto era un anciano y descubrir una nueva clasificación; los coquetos. Estaba orgullosa de aquello, esperaba poder llegar a la número cinco antes de ir al cementerio, pero cuando los familiares empezaron a dispersarse y conversar entre ellos supe que era hora.

—¿Vamos? —preguntó mi hija acercándose.

—¿A dónde?

Estaba confundida, aún no se llevaban el ataúd a la carroza fúnebre.

—A casa, me has acompañado todo el día. Quiero que descanses —confesó ella con una sonrisa vacía. Yo lo pensé, pero mis pies agradecerían una ducha caliente y mi estómago se despertó ante la idea de un pan tostado con una taza de té.

—¿Me acompañas a despedirme del difunto? No me he acercado en todo el día —le pregunté, pero ella me miró inmediatamente, tal vez debatiendo si era una buena idea o no. Sabía que eso la haría llorar nuevamente, pero no me atrevía a acercarme sola.

Ella me tomó del brazo y noté que su agarre era un poco más fuerte que de costumbre. Yo intenté sobarle la mano para indicarle que todo estaría bien, tal vez ella podría quedarse un poco más atrás para no tener que verlo, pero nunca me soltó, ni siquiera cuando mis piernas temblaron al fijar la mirada en el difunto.

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