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Capítulo 2:

Estando en mi silla me vi obligada a mirar nuevamente hacia el exterior, al parecer un familiar del difunto había llegado. Un sujeto que antes se encontraba cuchicheando con las criticonas se acercó para abrazarlo y yo reí internamente, pero el recién llegado no lloraba, lo pude notar cuando asomó su cara por el hombro del otro sujeto en medio del abrazo. Él fijó su mirada en mí y yo disimulé mi descarada intromisión, pero cuando volví a verlos, él había cerrado sus ojos. Pensé que para entonces ya habría finalizado aquel abrazo, pero en cambio, ambos palmeaban sus espaldas sin evidencia de una pronta separación. De hecho, cada vez se palmeaban más fuerte, como si aquello lo transmitiera todo sin necesidad de abrir la boca.

Con el pasar de las horas descubrí otra clasificación: los sobadores. Si, eran aquellos que tampoco decían nada en toda la tarde, como yo, pero en cambio se pasaban por cada uno de los afectados para sobarle la espalda. Yo pensaba en lo cansado que debían tener el brazo mientras identificaba a dos de ellos en plena actividad.

—Mi hermano se fue tranquilo, se fue en paz —afirmó él con lágrimas en sus mejillas, sin preocuparse de secárselas, pues ya no le molestaban. Y ahí estaba su compañero el sobador, sin decir ni una palabra, pero haciendo lo suyo; sobar. Me hizo gracia suficiente como para que se me escapara una risita, pero agradecí por la lejanía de mi silla y lo desapercibida que pasaba, pues nadie me conocía.

A media tarde mi hija se acercó, tenía la nariz roja y las mejillas encendidas como fuego, pero se veía más tranquila que al inicio del velatorio. Yo mantenía las esperanzas de que me dijera que ya volveríamos a casa, debía cocinar el almuerzo y ya se me había hecho extremadamente tarde.

—¿Estas bien? —me preguntó, pero el escenario debía ser al revés, ella era la que lucía destrozada —Iré a buscar algún negocio abierto para comprar algo de comer, ¿puedes esperarme aquí?

—¿No almorzaremos en casa, cariño? Ya había sacado el pollo para hoy —me arrepentí en cuanto lo pregunté. Aquello había sido insensible, su mirada me decía lo mucho que deseaba quedarse hasta que fuera hora de llevar al difunto al cementerio —Nos quedaremos cariño, lo siento, dije que te acompañaría. Te espero aquí, no me moveré.

Ella sonrió y mi estómago se quejó, pues sabía que por los alrededores no conseguiría más que unas galletas. Fue ahí cuando llegaron más personas.

Los primeros fueron dos ancianos, cada uno con su bastón en la mano derecha, pero uno de ellos llevaba una carpeta antigua en su temblorosa mano izquierda. Una chica los recibió en la entrada y los acompañó hasta el interior. Ambos hablaban muy fuerte, por lo que fue fácil escuchar la conversación.

—¿Tú eres su hija? —preguntó el anciano número uno, de chaleco rojo y bastón elegante. Tomaba la carpeta entre sus manos como si fuera su más preciado tesoro.

—No, su nieta —respondió la joven, tal vez era compañera de universidad de mi hija, las había visto conversar antes.

—¡Oh que maravilla! El poder de las generaciones, cuánto más crecen más viejo se hace uno —comentó en voz muy alta, tal vez tenía problemas de audición —En cuanto escuché lo de mi amigo quise venir a despedirme. Él era un gran hombre, ¿sabe usted? Siempre feliz, siempre atento, nunca daba la espalda, un gran hombre —repitió mientras su voz se quebrantaba. La joven quiso responder, pero sus lágrimas habían vuelto a brotar —Con Armando trajimos estas fotos, sé que a él le habría gustado que lo recordáramos como es debido. Las tenía bien escondidas en un baúl, pero finalmente las encontramos, por eso hemos tardado tanto en llegar —explicó el caballero, incluyendo al anciano numero dos en la conversación, el cual parecía ser el amigo silencioso de la pandilla —Mire, aquí esta su abuelo cuando era joven, un don juan ¿no es cierto? Ese fue el día de mi boda, me casé joven yo, pero ahí estaba él para apoyarme. En esta otra sale Armando con su abuelo, les gustaba ir a pescar al lago, pero nunca lograban pescar nada y terminaban comprándolo en el puerto —rio mientras sus manos tiritaban al sujetar las imágenes teñidas de café.

—Muchas gracias por estas fotos, les agradecemos mucho que hayan venido —respondió la chica sonriéndoles de vuelta, pero aun salían lágrimas de sus ojos. Para ese entonces, ya había más personas reunidas alrededor para ver las dichosas imágenes. A mi me bastaba con escuchar, pero como si hubieran leído mis pensamientos, se acercó un joven y se sentó a mi lado, quejándose con un suspiro por el largo rato que había pasado de pie.

—¿Cómo estás? —preguntó, sorprendiéndome.

—Yo bien, acompañando a mi hija en su dolor —respondí, culpable por sentirme bien cuando todos a mi alrededor lloraban. El joven me miró a los ojos, como si se hubiera confundido de persona antes de saludar, pero luego bajó la cabeza y se resignó. Tal vez sólo quería desahogarse con alguien.

—Era una gran persona, no puedo creer que se haya ido —comentó, pero yo no sabía que responder —Siempre lo voy a recordar; su risa cuando su esposa lo reprendía por una de sus maldades, su mirada de ilusión cuando su pequeña se casó, aquellas partidas de naipes. Era un buen suegro —concluyó antes de estallar en lágrimas. Entonces alcé la mano y la froté contra su chaleco negro. No dije nada, no conocía al difunto como para darle la razón, mi hija nunca me había hablado de él. Así que froté su espalda hasta que reconocí en lo que me había convertido: ¡Una sobadora!

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