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12.4 Antony Moretti

P.V Antony.
Eran cerca de las once de la mañana, y mientras miraba el café humeante en mi taza, no podía evitar sentir cómo el peso de las últimas semanas me aplastaba más con cada segundo. Este último mes no había sido amable conmigo; era como si la estabilidad que tanto esfuerzo me había costado construir hubiera comenzado a desmoronarse pieza por pieza.

Había pasado de sentirme en la cima del mundo, con la certeza de que todo estaba bajo control, a encontrarme en el más absoluto abismo. Ese humano... Ese maldito humano había puesto de cabeza la vida de toda mi familia.

Al principio, creí que no era una amenaza. De hecho, cuando lo conocí, lo vi como algo completamente inofensivo. Un elemento benigno, incluso útil, para la vida de mi hija. Pensé que su existencia en su entorno no tenía mayor trascendencia. Un compañero más, una distracción pasajera. Nunca imaginé que se convertiría en algo más, algo que trastocaría todo lo que creía seguro.

¿En qué momento las cosas se salieron de control? ¿Cuándo fue que mi dulce y perfecta hija, Naomi, comenzó a mostrar un interés genuino en ese humano?

Yo le había enseñado a aspirar a lo mejor posible, a ser lo mejor posible. Toda mi vida la había educado con esa mentalidad, con la firme convicción de que estaba destinada a grandes cosas. Me aseguré de que comprendiera su lugar, su valor, su responsabilidad. Creí que había hecho un buen trabajo, que no había cometido errores significativos. Que las cosas estaban bien.

Y por un tiempo lo estuvieron.
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Recuerdo claramente cuando me llamaron de su escuela. El director me informó que mi hija había sido suspendida por una semana por pelear con otra alumna. Al principio, no podía creerlo. Naomi, peleando. La idea era absurda.

Confrontarla fue extraño. Fue la primera vez que no sabía exactamente cómo manejar una situación con ella. Y entonces lo vi: a ese humano. Estaba ahí, de pie, como si no tuviera nada que ocultar. No era particularmente imponente, pero había algo en su forma de estar que me incomodaba.

Mis alarmas internas se encendieron de inmediato, pero él se presentó con educación, como un amigo y compañero de clases de mi hija. Su tono era neutral, casi servicial, como si quisiera demostrar que no representaba ninguna amenaza.

Pero entonces Naomi habló.

Cuando le pregunté por qué se había peleado, su respuesta me dejó helado: "Para defender a mi amigo", me dijo con una firmeza que nunca antes había escuchado en su voz.

No supe qué decir. Por un lado, sentí un extraño orgullo, porque mi hija había mostrado valor y lealtad, cualidades que siempre quise inculcarle. Pero, por otro lado, estaba el desconcierto de no entender completamente la situación. ¿Desde cuándo Naomi era propensa a meterse en peleas?

A pesar de mi confusión, tomé una decisión. Opté por castigarla, aunque hacerlo me costó más de lo que esperaba. Jamás imaginé que tendría que castigar a Naomi. Ella siempre había sido mi ángel, mi hija perfecta, la que siempre me hacía sentir orgulloso sin necesidad de esfuerzo. No era como Mia. Mia era un demonio, rebelde y problemática desde el principio. Naomi era la contrapartida perfecta. O eso había creído.

Pero entonces algo cambió. Fue de golpe, casi sin previo aviso. Mi hija dejó de ser quien era.

La amable, dulce y educada Naomi que conocía se transformó en alguien completamente diferente. Era como si alguien hubiera tomado su lugar, alguien con un comportamiento que no podía reconocer. Su lenguaje corporal era más agresivo, menos refinado. Sus gestos habían perdido aquella gracia natural que tanto admiraba.

Y lo peor fue escucharla hablar. Por primera vez en su vida, la escuché maldecir. Al principio, pensé que era un lapsus, un accidente provocado por la emoción del momento. Pero no. Lo hacía con frecuencia.

Cada palabra vulgar que salía de su boca era como una daga que me atravesaba el pecho.

—¿Dónde está mi hija? —me pregunté más de una vez en silencio, observándola desde la distancia. Era como si estuviera viendo una película de terror donde el protagonista se transforma en un monstruo irreconocible.

Me esforcé por encontrar respuestas, por entender qué estaba pasando. ¿Había cometido algún error como padre? ¿Había algo que no vi, algo que ignoré, que permitió que esto sucediera? No podía aceptarlo. Naomi no era así. No podía ser así.

Sin embargo, cada vez que la veía, la realidad me golpeaba con fuerza. La Naomi que conocía parecía haberse desvanecido, reemplazada por alguien que no entendía. ¿Cómo había pasado? ¿Fue culpa mía? ¿O fue ese humano, ese amigo que insistía en mantenerse cerca de ella?

No podía evitar culparlo, al menos en parte. Su presencia coincidió con el inicio de este cambio, y aunque no tenía pruebas concretas, mi instinto me decía que él tenía algo que ver. Tenía que tener algo que ver.

Mis pensamientos giraban en círculos, tratando de encontrar una explicación lógica, pero solo me llevaban a más preguntas sin respuesta. ¿Había fallado como padre? ¿O esto era algo que nunca podría haber controlado?

Naomi estaba cambiando, y yo no sabía cómo detenerlo.

El estrés estaba devorándome desde adentro, como un veneno lento. No podía concentrarme, no podía pensar con claridad, y necesitaba desesperadamente algo que calmara mis nervios antes de perder la cabeza. En ese momento, solo una cosa podía darme un respiro: una pizza de Moe.

Entré al restaurante casi por inercia, mis pasos guiados más por necesidad que por decisión consciente. Sin embargo, al cruzar la puerta, me detuve en seco. Ahí estaba él. Ese humano calvo, sentado en una de las mesas como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

¿Era una coincidencia o el destino tratando de jugar conmigo? No importaba. Lo único que sabía con certeza era que esta era una oportunidad. Necesitaba información, algo, cualquier cosa que me ayudara a entender la situación con Naomi. Y él, con su expresión relajada y su postura despreocupada, parecía ser la clave para obtenerla.

Inspiré profundamente, preparándome para lo que estaba a punto de hacer. No podía atacarlo directamente. No, eso sería demasiado evidente. En lugar de eso, decidí fingir cordialidad, adoptar una máscara amistosa que pudiera derribar sus defensas. Al parecer, mi actuación funcionó, porque no dudó ni un segundo en responderme.

"Perfecto," pensé mientras me sentaba frente a él.

Decidí ser un poco honesto, o al menos lo suficiente como para ganarme su confianza. Le expliqué que solo era un amigo de mi hija, quería saber. Su opinión, acerca de mi hija.

Aunque en el fondo me importaba un carajo, podía ser útil. Tal vez, con suerte, podría descubrir sus intenciones reales con Naomi y encontrar un pretexto para deshacerme de él.

Pero entonces comenzó a hablar.

Su opinión sobre mi hija me desconcertó. Las palabras que salían de su boca no solo me hicieron dudar, sino que me enfurecieron. Ese miserable insinuaba que sabía más sobre mi propia hija que yo mismo. Decía, con una seguridad irritante, que Naomi había estado fingiendo durante años, escondiéndose detrás de una máscara, y que lo que estábamos viendo ahora era su verdadero yo.

¿Quién demonios se creía que era?

Mi mandíbula se tensó mientras escuchaba sus palabras, mis manos apretadas con tanta fuerza que podía sentir las garras clavándose en mis palmas. Pero, a pesar de mi rabia, no podía ignorar que algo en lo que decía sonaba... real. ¿Era posible? ¿Era esta la verdad que había estado negándome a aceptar?

Queriendo probar su supuesta sabiduría, decidí empujar un poco más. Si tanto creía saber, lo pondría contra las cuerdas. Le pregunté, con tono neutral, aunque mi orgullo estaba al borde del colapso, qué opinaba de mi esposa y de mí como padres de Naomi. ¿Qué pensaba él de nuestra forma de criarla y que pensaba de nosotros?
Él lo dudo bastante y pude ver en su cara que el cabron... tenía una opinión pésima y no sabía que palabras usar... le dije que me lo dijera sin tapujos sin miedo.

Su rostro cambió. Por un momento, vi rabia en su expresión, una chispa de algo que parecía contenerse detrás de su silencio. Mi interior gritaba, esperando cualquier respuesta que pudiera usar en su contra, pero cuando finalmente habló, lo hizo con una franqueza que me dejó helado.

—Son una mierda de padres.

El silencio que siguió a esas palabras fue ensordecedor.

¿Qué acababa de decir? ¿Había escuchado bien? No podía ser. Este imbécil acababa de insultarnos, a mí y a mi esposa, con una seguridad que rayaba en la arrogancia. Mi pecho se tensó y sentí que la sangre comenzaba a hervir en mis venas.

Quise gritarle, destrozarlo con mis palabras, pero antes de que pudiera articular una sola sílaba, continuó hablando.

Lo que siguió fue un monólogo que me desarmó por completo. No fue un simple insulto; fue una crítica detallada, brutal y, lo peor de todo, objetiva. Me estaba regañando como si tuviera alguna especie de superioridad moral sobre mí, como si supiera exactamente qué era lo que habíamos hecho mal. Y, aunque odiaba admitirlo, tenía razón.

Cada palabra que decía era como un golpe directo a mi orgullo. Intenté buscar algo, cualquier cosa, para rebatir sus argumentos, pero no encontré nada. Por más que quisiera negarlo, sus palabras tenían peso.

Sentí un nudo formándose en mi garganta mientras apretaba los ojos, intentando forzar lágrimas que justificaran mi enojo. Pero no lo conseguí. Lo único que logré fue enfrentarme a una verdad que no quería aceptar: me había equivocado. No solo como padre, sino como persona.

Y luego, justo cuando creí que había terminado, lanzó un último golpe:

—Esto tiene solución. Naomi realmente quiere que sean una familia de verdad.

Esas palabras fueron una daga directa al corazón. ¿Era eso cierto? ¿Tantos errores habíamos cometido para llegar a este punto?

Este humano... era peligroso. No solo por lo que sabía, sino por cómo lo decía. Tenía el don de la palabra, el poder de convertir cada oración en una revelación. Ese día, aprendí que no podía subestimarlo.

Pero aún no estaba listo para rendirme. Le lancé una última pregunta, queriendo ponerlo a prueba, descubrir si realmente conocía a Naomi tan bien como decía.

—¿Sabes cuál es la pizza favorita de mi hija? —pregunté, intentando mantener mi voz neutral.

Más tarde, cuando volví a casa con la pizza que él había mencionado, la reacción de Naomi fue suficiente para confirmar todo. Sus ojos brillaron como nunca antes al ver su comida favorita. Había acertado de lleno.

No sabía si sentirme aliviado o derrotado, pero una cosa era segura: ese humano tenía razón, y yo tenía mucho que cambiar, aunque el orgullo lo sentí herido.

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El domingo que lo invité a comer fue un punto de inflexión para mí. Lo había hecho con la intención de observarlo más de cerca, de encontrar algún defecto en su comportamiento que justificara mis sospechas, pero lo que vi ese día fue algo muy distinto. Pude entender, aunque me costara admitirlo, por qué Naomi lo respetaba tanto.

Anon no tenía ninguna intención maliciosa ni romántica hacia ella. Era evidente. Cada palabra que decía, cada acción que realizaba, reflejaba sinceridad y un genuino interés por su bienestar, pero no de la manera que yo temía. Ese humano había actuado como un verdadero amigo, y, para mi sorpresa, vi cómo sus palabras lograron lo que yo no había podido: una catarsis en mi hija.

Cuando él le dijo algunas verdades a mi hija desde su perspectiva, tanto superficial, como la actual, algo cambió en Naomi. Pude verlo en su rostro, en su actitud. Había empezado a transformarse para bien, y no podía negar que Anon había tenido algo que ver en eso.

Con el paso de los días, empecé a sentir algo extraño hacia él. Era algo que no había esperado: respeto. Pero había límites. Él sabía su lugar, y eso me tranquilizaba. Nunca dejaría que mi preciada hija estuviera con alguien como él, y estaba seguro de que Anon lo entendía.

Sin embargo, había momentos en los que me sentía incómodo. Cuando los veía practicar juntos para el concurso de talentos, esa cercanía me hacía dudar, aunque siempre parecía haber una indiferencia respetuosa en su interacción. Eso me aliviaba, pero no lograba borrar del todo mi inquietud.

Entonces llegó el día del baile en el concurso de talentos. Era un momento importante para Naomi, y yo estaba ahí, pendiente de cada detalle, sobre todo de Anon. No iba a permitir que cruzara ninguna línea. Pero mientras lo observaba, me distraje de algo que había estado frente a mí todo el tiempo: la perspectiva de Naomi.

Cuando los vi recibir el premio, con la expresión radiante de mi hija iluminando su rostro mientras miraba a Anon, algo hizo clic en mi mente. Todo este tiempo había estado obsesionado con Anon, asegurándome de que no se acercara a mi hija de una forma que considerara inapropiada. Pero nunca me detuve a pensar en cómo se sentía Naomi al respecto.

Di por sentado que ella seguiría mis enseñanzas al pie de la letra, que aspiraría a algo más grande, a alguien más grande. Pero ella había cambiado, más de lo que estaba dispuesto a admitir. Era raro, en este punto, verla separada de Anon. Estaban unidos, más allá de lo que yo podía controlar.

Fue entonces cuando lo confirmé, con el peso de la verdad cayendo sobre mí como una losa: Naomi se había enamorado de él.

Intenté negarlo. Esto no podía estar pasando. Mi hija, mi brillante y perfecta hija, estaba enamorada de alguien tan insignificante, tan lejos de lo que había imaginado para ella. Me tomó tiempo aceptar el hecho, y aunque no lo dijera en voz alta, no me quedó ninguna duda.

Necesitaba confrontarlo. No había alternativa. Tenía que encontrar un lugar donde hablar con él a solas y hacerle entender que no tenía cabida en el futuro de mi hija. Recordé que estábamos planeando una visita a Mia, en St. Hammonds, en la zona de los pantanos. Esa sería mi oportunidad.

Para hacer las cosas más simples, le pedí a Naomi que invitara a Anon. No fue necesario insistir. En el viaje de ida, Naomi no fue nada sutil. Se pegó completamente a él, como si mi esposa y yo no estuviéramos presentes. Cada mirada, cada gesto que le dirigía me recordaba que mi hija había tomado una decisión que me aterraba aceptar.

No podía evitar pensar que, de todas las personas, Naomi había elegido a alguien sin futuro, un completo perdedor en mis ojos. Mientras conducía, la furia y la frustración se acumulaban en mi pecho. Planeaba usar esa conversación a solas con Anon para dejarle en claro que, tarde o temprano, tendría que alejarse de Naomi. A las malas o a las buenas, iba a proteger a mi hija.

Pero la realidad me dio otro golpe. Un golpe aún más doloroso.

Cuando llegamos a casa de Mia, el ambiente ya era tenso. Mis propios sentimientos de culpa hacia Mia complicaban las cosas aún más. Siempre había sentido que fallé como padre con ella, y, aunque rara vez lo admitiera, quería aprovechar esta visita para intentar enmendar algo.

Sin embargo, lo que descubrí durante esa visita me dejó sin palabras. No fue Mia quien me confrontó, sino la vida misma. Allí supe que Mia mi primogénita no solo estaba comprometida con un humano muy parecido a Anon, sino que ya esperaban a sus primeros hijos... gemelos.

¿Cómo podía ser esto posible?

Sentí que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. No podía permitir que Naomi siguiera ese camino también.

Todo lo que había construido, todo lo que había planeado para ella, se estaba desmoronando frente a mis ojos. Pero antes de que pudiera reaccionar, ocurrió lo que más temía.

Inco, ese humano, me arrinconó con sus palabras y me obligó a aceptarlo como su yerno. Fue una humillación que me costó procesar, pero lo peor vino después. Anon, ese muchacho al que yo había intentado minimizar en cada oportunidad, me miró directamente y dijo con una convicción inquebrantable, en resumen me dijo.

—No voy a evitar nada. Naomi decidirá cómo irán las cosas. Ninguno de nosotros dos tiene voz ni voto en este asunto.

Sentí que esas palabras me atravesaban como una daga. Eran duras, pero no podía negar su verdad. Era mi hija quien tenía la última palabra, y yo había perdido la capacidad de influir en ella.

Ese día, la realidad me mostró que el control que creía tener sobre la vida de Naomi no era más que una ilusión.

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A veces me pregunto cómo es que terminé aquí, mirando el vacío y sintiendo el peso de mis fracasos como padre aplastándome el pecho. Mis dos hijas, mis preciadas niñas, eligieron tirar sus vidas por la borda sin pensarlo dos veces. No importa cuánto me esfuerce en dirigirlas por el camino correcto, siempre terminan desafiándome, eligiendo lo que considero lo peor para ellas.

El sonido del teléfono interrumpió mi espiral de autocompasión. Lo tomé con desgano, sin prisa. —Moretti al habla —respondí, intentando sonar mínimamente formal, aunque no tenía ganas de lidiar con nadie.

Una voz suave, ligeramente sarcástica, me respondió al otro lado de la línea: —Curioso... buenos días, le habla el doctor Gregory House desde el hospital general de Volcadera. Seré breve. Uno de sus protegidos está actualmente en cuidados intensivos, pero queremos confirmar si realmente pertenece a sus allegados. Llevaba un distintivo suyo, y estoy al tanto del protocolo.

¿Un protegido mío? Por un momento me quedé en blanco. El cansancio me tenía desconectado. Al escuchar "distintivo", mi mente retrocedió unos pasos, tratando de recordar. Finalmente hablé, algo confundido: —Tengo un par de esos distintivos... Envíeme una foto.

No pasó mucho tiempo antes de que un mensaje llegara a mi teléfono. Al abrirlo, vi el pequeño objeto en la imagen. Lo reconocí de inmediato. Era auténtico. El peso en mi pecho aumentó. Esto no era cualquier cosa.

—Es real —dije, intentando mantener la calma, pero mi voz delataba un leve temblor—. Para estar seguros de que no es un ladrón, dígame quién es. Quiero toda la información.

El doctor no dudó. Su tono, aunque cargado de cierto sarcasmo profesional, era directo. —Fue encontrado en un callejón en Skinrow. Según las heridas que llegamos a ver fueron causadas por un triceratops lo embistió en el pecho.

Un mal presentimiento comenzó a retorcerse en mi estómago. Algo en esas palabras me hizo contener el aliento, pero House no había terminado.

—Entre sus cosas encontramos una tarjeta de ayuda monetaria para el almuerzo del instituto Volcano High.

No... no puede ser...

La respuesta que temía llegó como un golpe seco.

—El nombre del chico es Anon Y. Mous —dijo el médico, sin rodeos—. Y necesito que me confirme de inmediato si desea que lo llevemos a cirugía. Por desgracia, sin el dinero correspondiente, no podemos proceder. Si me da su aprobación, cargaré los costos a su cuenta.

Anon. Mi mente se detuvo en seco. ¿Era posible que el destino me estuviera ofreciendo una salida perfecta?

Anon muerto... significaría que Naomi dejaría ese absurdo capricho. No más sueños de un futuro con alguien que no tiene nada que ofrecerle. No más preocupaciones sobre cómo se aferraba a un humano sin dirección. Todo esto podía solucionarse sin que yo tuviera que mover un dedo. Era la oportunidad perfecta.

—¿Sigue ahí, señor Moretti? —La voz del médico me sacó de mis pensamientos.

Abrí la boca para responder, para darle luz verde a la decisión que mi lado racional me pedía a gritos que tomara. Pero... algo dentro de mí, algo profundo y visceral, me detuvo. Una parte de mí gritaba con fuerza que no lo hiciera, que no podía permitirlo.

¿Qué diablos me pasaba? Me llevé una mano al rostro, intentando calmar el tumulto de pensamientos.

—Deme un momento... —respondí, mi voz apenas un susurro.

El doctor esperó en silencio, pero yo podía sentir su impaciencia al otro lado de la línea.

Mi mente era un campo de batalla. Mi lado racional estaba ganando terreno. Anon fuera del camino era lo mejor para Naomi. Era lo más lógico. Él no tenía futuro, no tenía nada que ofrecerle. Pero entonces, mi lado emocional comenzó a alzar la voz.

¿Por qué estás dudando? me pregunté. Es el mejor amigo de Naomi. Él ha estado ahí para ella, incluso cuando tú no lo has hecho. Y, aunque me duela admitirlo, probablemente será su futuro yerno.

La idea de admitir eso me hacía hervir la sangre, pero no podía ignorar los hechos. ¿Qué diría Naomi si supiera que dejé morir a alguien tan importante para ella? ¿Cómo podría mirarla a los ojos después de eso?

El doctor interrumpió mis pensamientos, con un tono más cortante esta vez: —Señor, estoy muy ocupado. Hay una epidemia de lupus que tengo que tratar. Le daré cinco minutos para decidir. Si no responde, intuiré que dijo que no.

—Me parece bien... —respondí, mi voz sonando como un eco distante.

Ahora tenía el tiempo en contra. Cada segundo se sentía como una eternidad. Me senté en el borde de mi escritorio, mirando el teléfono como si de alguna forma pudiera darme la respuesta.

¿Qué debía hacer?

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