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Especial: Cuando las hojas caigan

Este es un extra sobre Laia y lo que sucedió con Ryan.

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Caminaba por el pueblo, ya era de noche; entró a un puesto y compró pan y algunas verduras. Al salir iba a ver unas cuantas tiendas cuando algo llamó su atención. Era Jella, ella desde el agua veía a los lados buscando algo. La ignoró y siguió caminando.

—Laia.

Se detuvo al escuchar la melodiosa voz de ella, volteo hacia el muelle donde estaba ella haciéndole señas para que se acercara.

—¿Qué pasa, Jella? —le pregunto con tono neutral al llegar a la orilla, podía ver como agitaba la cola por debajo del agua para mantenerse a la vista.

—Oye Laia, te seré sincera: tú no me caes bien y sé que yo tampoco a ti, pero soy consciente de que ninguna quiere el mal para la otra... —explicaba la sirena con ojos de agua.

—Ve al punto, por favor. —interrumpió Laia.

—Eso hago. Cuando venía para acá, pase por el área de Abedules y escuche muchos sonidos raros, luego me di cuenta que habían unas personas cerca de allí hablando de eso...

—Estabas husmeando.

—Yo le digo curiosear; y deja de interrumpirme, trato de ser buena contigo al decirte esto.

—Bien, te escucho. —respondió la de ojos violeta cruzándose de brazos, bajo la luz de la farola.

—Bueno esa señora dijo que parecía que alguien había perdido el control y el hombre pregunto "¿dónde?" y ella dijo "cerca de la casa de Luna violeta". —al terminar de escucharla Laia no pudo evitar fruncir el ceño un poco.

—¿Estas segura que escuchaste eso? — La sirena asintió mientas ponía un mechos de su cabello rubio anaranjado detrás de la oreja. — Jella, si me estas jodiendo...

—¿Crees que jugaría con algo así? Te juro que es lo que escuche y si no es verdad puedes arrancarme la cabeza o lo que sea que los licántropos hagan con sus enemigos. —movía la mano en un gesto despectivo.

—Bien, te creo. Iré a ver lo que pasa. —Acomodó el bolso sobre su hombro.— Y... Gracias por avisarme.

La sirena sonrió con satisfacción asintiendo y sumergiéndose en la profundidad de las oscuras aguas.

Laia se dio la vuelta y empezó con rapidez el camino al área de Abedules, subió unas cuantas escalerillas de piedra que separaban el lugar de la vía central por la que circulaban los trenes llevando seres por toda la isla. Esperó unos tres minutos y no pasó, ni parecía que iba a aparecer algún tren que fuera a la parte oeste. Se acercó a la cabina de los horarios, pero la puerta se abrió dejando ver al encorvado Sr. Trejo o como lo llamaban los que lo conocían Sr. Tren.

—Hola, Laia —saludo el duende anciano de menos de un metro de altura mientras se sentaba en el banco de madera viendo las vías de metal iluminadas por las farolas.

—Hola, Tren.

El duende abrió la bolsa de galletas que cargaba en la mano. —¿Quieres una? —le preguntó mientras comía una.

—No, gracias. ¿Oye, cuando pasa el siguiente tranvía hacia la frontera otoño?

—En 20 minutos.

En 30 minutos podría llegar si se daba prisa, por lo que se despidió del duende y empezó a caminar a gran velocidad.

Pasó casi corriendo por el frente de la casa de Melody Mendes y la manada de sus padres, con los que había pasado el fin de semana. Al llegar a su casa con puerta azul, todo estaba silencioso, algo no muy normal. Entró y vio como muchos de los muebles de la sala de estar estaban destruidos. Pisó un pedazo del espejo ahora roto; habían unas pocas manchas de sangre cerca.

— ¿Ryan? —preguntó al escuchar una respiración.

— ¡Corre Laia! ¡Escapa!

Ella se concentró y no percibió a ninguna otra criatura allí. Por lo cual caminó hacia donde se escuchaba la voz de su mate. Lo encontró sentado contra la pared del pasillo que llevaba al jardín trasero. Él veía en múltiples direcciones.

—Ryan —lo llamó al agacharse en frente de él. — Ryan —volvió a repetir logrando que fijara sus ojos verdes bosque en los de ella.

— ¿Qué haces? Te dije que huyeras. —Le recriminó él sudando.

— ¿Qué sucedió allá? —preguntó ella refiriéndose a la destrucción anterior.

—Intentó matarme. Vete antes de que te atrape.

— ¿Quién? —ella todavía estaba atenta a todos los sonidos, olores y sensaciones por si el atacante regresaba.

Miró las manos de él y estaban ensangrentadas con pequeños pedazos de vidrio reflejante incrustados en su mano izquierda.

—Mi padre—ella aguanto la respiración al escucharlo— y vi muchas criaturas que jamás había visto en mi vida. Eran como sombras oscuras —ella respiró aceptando lo que escuchaba, puso su mano en la frente de él y estaba caliente. Fiebre.

— ¿Y estas seguro que era él? Porque, mi amor, tu padre...

—Está muerto, lo sé o bueno eso pensé hasta ahora, pero yo lo vi, era él y no podía dejar que le hiciera daño otra vez.

—Mi amor...

—La oí, Laia. Oí a mi mamá. Pude escuchar como gritaba. Sé que era ella. No está muerta y él tampoco. — le explicó con la voz quebrada. Ella se acercó a él y lo abrazó mientras acariciaba el cabello de su nuca para tranquilizarlo. Él envolvió los brazos alrededor de ella con fuerza, escondiendo la cara en su pecho.

Laia esa noche contuvo a Ryan hasta que se calmó, él estaba destrozado y ella debía ser su pilar, su fuerza, su luna. Pero después de todo lo que acababa de oír eso se le hizo muy difícil ya que ella sabía lo que le pasaba.

Segunda fase de alunancia fue lo que determinó el doctor al día siguiente. La alunancia es una enfermedad que afecta mayormente a los licántropos e híbridos con parte lobo. Esta es una enfermedad psicológica que se muestra por la influencia de la luna llena, no siendo ella la principal causa, sino los sentimientos que se producen durante ella. Tiene tres fases: la primera es paranoia y cambios de humor drásticos, la segunda son alucinaciones, y la tercera es falla de los sentidos y en ocasiones paralización de las extremidades por cortos periodos de tiempo. Puede durar toda la existencia del sujeto.

Ryan comenzó el tratamiento con una inyección de muérdago cada dos días. Esta planta no lo curaba pero paraba el avance y hacia más ligeros los efectos de la alunancia, pero lo debilitaba porque el muérdago es toxico para los lobos en grandes cantidades. Sin embargo, en momentos que olvidaba la dosis, su padre aparecía y aunque él sabía que lo que veía y escuchaba no podía ser real, era difícil creerlo cuando el miedo e ira si lo eran.

Tanto Laia como Ryan sabían que la tercera fase llegaría. Y llegó un día en que él no pudo oírla, por casi cinco minutos no pudo escuchar nada. Entonces la falla de sentidos se hizo más frecuente.

Subiendo la dosis de muérdago a una por día, pensó que todo mejoraría. Pero aunque ya no eran tan recientes las veces que perdía la vista o el oído, ya no hacia tanto efecto en las alucinaciones. Y cada vez que algo malo pasaba, aparecía.

—¿Te quedaras allí? —Al levantar la vista su padre lo veía con desaprobación cruzado de brazos—. Aun no entiendo como pude tener un hijo tan débil.

Ella se hacia la fuerte delante de él pero siempre lloraba cuando se quedaba dormido o le contaba a Melody lo que pasaba. Ella debía ser fuerte, pero estaba destrozada.

Laia entró en la casa y no sintió a Ryan allí. Reviso en toda la casa y no lo encontró. No debió dejarlo, él había estado un poco deprimido esos días pero ella tenía que ir a buscar los frascos de muérdago. Vio por la ventana y el cielo empezaba a pintarse de naranja. Atardecer.

Salió de la casa rápidamente y corrió todo el camino hasta pasar la frontera de la provincia verano a la otoño, subió la montaña que llevaba al acantilado, esquivando árboles de rojo y naranja; lo vio, sentado de espaldas a ella en uno de los bancos de piedra viendo el cielo cambiar de color, ella se acercó viendo como su pelo castaño era despeinado por la brisa.

Se sentó a un lado de él y al ver que estaba llorando fijó la vista en el cielo multicolor.

—No debiste venir. —comento afligido tomando la mano de ella con la respiración irregular.

— ¿Por qué no? —preguntó sin quitar la vista del horizonte.

—Porque no me dejaras terminar lo que vine a hacer. — ella volteó y vio la botella que tenía en la mano. Él lo notó y levanto la botella vacía meneándola cerca de su rostro con rastros de sangre en la nariz y boca— Acónito, he estado bebiendo bastante. Creo que sabes el porqué.

Ryan dejó la botella a un lado y sacó una daga tallada en madera de roble blanco. Impulsó el filo hacia su abdomen pero Laia lo detuvo. Ella siempre fue más rápida.

—No lo hagas... por favor... —susurro ella empezando a llorar. Él la abrazó y le beso la frente mientras ella dejaba correr la tristeza que sentía por pensar en perderlo—. Aun puedes tratarte, el muérdago...

—Perdóname. Pero no puedo más, no lo soporto. No aguanto oír la voz de él atormentándome como lo hacía de niño, no puedo seguir escuchándola gritar y no quiero oír como tú me lloras en el patio tras cada día que pierdo una parte de mí. No puedo con tanto dolor. No puedo con los recuerdos.

—Lo sé. Sé que esto es una tortura para ti pero...

—Entonces déjame hacer esto —la apretó más contra su cuerpo al decirlo. Ella negó con la cabeza bajando la cabeza—. Mi amor...—le acarició la majilla, pegando su frente a la de ella—. Estoy listo. Por favor, no me salves.

Se miraron unos segundos antes de que él tomara la daga y nuevamente arremetió, esta vez perforando su piel.

—Gracias...—dijo con dificultad al sacarla y dejarla caer a un lado. Como pudo se sentó en la hierba verde—. Te amo.

—Y yo a ti —respondió ella sentándose a su lado.

Ryan notó que ella aún lloraba muy afectada por todo. Tomó su mano y dijo:

—Nunca olvides que te amo y que yo lo decidí —dice con seriedad y una claridad en sus ojos como ella no había vuelto a ver desde el diagnostico, Laia asintió—. Vive bien, mi amor.

Ambos miraron el cambio de color que pasaba en el cielo, tomados muy fuertemente de las manos, fue un momento eterno, que desapareció junto con él. Ella cerró los ojos cuando sintió la brisa y los abrió solo después de no sentir más la calidez de la mano de Ryan. Ya se había ido. Su cuerpo no estaba. Se esfumó en el aire que arrancaba hojas rojas y naranjas de los árboles.

—Te amo. —susurro al último rayo de sol que tocaría el acantilado ese día.

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