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Prólogo

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«PREPARATORIA WASHINGTON PARA JÓVENES PRODIGIOS»

Viernes 21:35

—¡Cariño! —lo llamo.

Subo las escaleras de mi ostentosa escuela privada en un elegante vestido de graduación negro como la noche, con encaje y diamantes reales adornando las flores que hacen juego con la hortensia en mi muñeca.

—¿Cariño?

«¿En dónde te has metido?».

Mi amor de la infancia —y para toda la vida— ha desaparecido. Mi «cariño», es mi novio Carlos desde los seis años, y aunque nos hemos peleado, terminado e incluso hasta gritado en los pasillos de esta escuela —con público incluido—, sabemos que nuestro amor es tan fuerte que supera cualquier riña o disputa que declaremos entre nosotros por orgullosos.

Si él es un necio patológico, cuando se trata de dar la razón u ofrecer disculpas, yo lo soy más, evoluciono en cada pelea que tenemos.

—¿Cariño? —vuelvo a llamar a mi novio.

Tengo que encontrarlo, prometió estar junto a mí mientras diera el discurso de graduación. Hizo pacto meñique conmigo, no puede faltar a su promesa. Sé que suena un poco infantil, pero así es como ambos sabemos que podemos confiar en el otro.

Juramos amarnos para toda la vida.

—¿Carlos? —lo llamo, esta vez, por su nombre.

El tercer piso está desolado. Esta escuela tiene cinco pisos en total, y es el doble del tamaño de una mansión normal. Los que estudiamos aquí somos hijos únicos, herederos o multimillonarios, hijos de famosos actores, o, empresarios que donan constantemente generosos ceros en cheques a esta preparatoria elitista, cuya seguridad, es extrema y en serio exagerada; pero no los aburriré con los detalles. Sólo les resumiré que, aquí nadie se echa un pedo sin que seguridad se entere. ¡De verdad! En serio, eh. Estudiar aquí también tiene sus desventajas, pero admito que risas, burlas o chismes jamás nos han faltado o sobrado. Hay cámaras por doquier, incluso en los baños de mujeres; no ponen una en cada cubículo sólo por respeto a nuestra intimidad como mujer u hombre cuando se trata de monitorearnos en las duchas. ¡Pero ganas no les faltan! El consejo es muy estricto cuando se trata de controlar a los futuros lideres del mañana.

Meredith, mi amiga, es hija única de la famosa actriz Venezolana Raquel Mírez, quien brilló en la pantalla grande interpretando a la protagonista Ava de una saga de libros eróticos (Best seller). Fue todo un éxito en taquilla. Entonces, sí, Meredith y su madre tenían algo de dinero. Bueno..., no algo de dinero, bastante. ¡Colosal! El padre biológico de Mer las abandonó cuando ella aún no nacía, y la carrera de Raquel aún no emprendía el vuelo que todas las mujeres aspirantes a actriz —ahora— envidian. Tuvo que educarla ella sola, ¡a los quince años! Aun así, del amor nunca se ha privado, es una romántica empedernida, se ha casado tres veces en los últimos dieciocho años. Y todos sus esposos han sido un amor con Meredith; aún mantiene contacto con todos ellos.

Y yo, bueno... soy hija única de un hombre que me detesta a morir, y que envía millones a mi cuenta con tal de mantenerme alejada de su lado.

Vivo sola desde los trece años. Nunca tuve una Nana —hasta donde yo recuerde—, o estuve rodeada de individuos que le dieran un servicio de limpieza a la mansión en donde vivo. Me gusta hacer las labores de la casa yo sola, sin ayuda de nadie porque eso me mantiene activa, no tan concentrada en la soledad que me invade cuando llego de la escuela, y me encuentro con un silencio de funeral en todos los rincones del lugar en donde mi padre me abandonó.

—¡Estoy en casa! —exclamé, como siempre, cuando entré—. Ah, lo olvidé, no hay nadie en casa —dije, recordando la vida que retomo cuando vuelvo de estar con mis amigas y novio.

Mamá murió cuando me dio a luz. Mi padre no me quiere porque me parezco a ella; ¡soy su viva imagen desde que era una bebecita! No es algo que me moleste, sólo es algo que me entristece; pero no demasiado. No permito que las penas o murrias se me suban demasiado a la cabeza. No puedo cuando tengo amigas increíbles que me recuerdan constantemente que soy la mejor persona de este mundo, y no un error colateral que terminó con la vida de una preciosa y joven mujer que aún tenía demasiado que ofrecer a este mundo.

«Lágrimas, no. Lágrimas, no. Nada de tristeza en mi día especial».

Tengo a Meredith, a Sophia, a Jess y, por supuesto, a Carlos.

A propósito, ¿en dónde se habrá metido?

Ya lo busqué en todas partes, menos dentro de los salones porque esos están cerrados bajo llave. Órdenes del director, así evitamos vandalismo a las instalaciones.

Llego al final del pasillo, en donde las puertas de los baños me reciben, y no hay ni rastro de mi novio. Podría entrar al baño de hombres y cerciorarme de que él no esté ahí, pero paso. Ni aunque me pagaran, o, se tratara de una apuesta, entraría a un lugar como ese; me da repelús.

Saco mi celular, de la liga de mi vestido, y tecleo en la pantalla:

Cariño, ¿en dónde estás? Casi es hora del discurso. Bss...

No responde.

Debe de tener el celular apagado. Eso es clásico en Carlos. Lo amo, pero me molesta enormemente que sea tan desconsiderado en algunas ocasiones; como por ejemplo, no mandarme un mísero mensaje cuando intento localizarlo. ¿Y si fuera una emergencia? Odio que me dejen en visto.

Fiu Fiu...

Un silbido coqueto, hace que levante la vista de mi celular.

Al final del pasillo, en medio de éste, casi al principio de las escaleras, se encuentra una figura de complexión delgada, hombros fuertes, tórax resistente, altísimo, elegante, viste un traje negro, pero sin corbata, su camisa y saco están abiertos y ligeramente arrugados, y la sombra que lo procede parece sacada del mismo infierno. Es aterrador, impactante, pero aterrador. No puedo verle la cara porque tiene una máscara de lobo que oculta sus facciones, pero no su cuello pálido, cuya manzana de Adán es prominente y apetecible. Un hueso al que con gusto le daría unas buenas lamidas.

«Ah... ¿Qué rayos estoy pensando? Ni sé quién es este sujeto. Además, yo tengo novio».

—¿Hola? —pregunto.

Guardo el celular en la liga de mi vestido, y me acerco a pasos cautelosos hacia el desconocido. Mis tacones hacen eco en el pasillo del tercer piso. Tac, tac, tac. El ruido de la fiesta que se celebra abajo, es ameno para nosotros. No hay ni un alma que se atreva a interrumpirnos.

—¿Quién eres? —Me acerco a él, cohibida ante su imponente figura.

Como soy escéptica, intento buscar una explicación lógica a todo. Rápidamente, se me viene a la cabeza el único nombre que organizaría una broma como ésta en mi última noche de preparatoria: mi novio.

—¿Carlos?

El lobo no contesta.

—Carlos, eres tú, ¿verdad?

Me acerco a él, con miedo y recelo, intentando confiar en mi razonamiento lógico, y no en mi instinto humano de echar a correr hacia las escaleras y buscar ayuda. La cara que pondrían los del consejo si se llegan a enterar de que a las instalaciones se metió un loco, ¡sería el escándalo del año! Decaería el prestigio de esta preparatoria equipada para cualquier carrera de alta demanda.

—¿Cariño? —lo llamo—. Cariño, ¿qué haces? ¿Intentas jugarme una broma? —Me hago la graciosa, para que los nervios desaparezcan.

El lobo no se inmuta.

Relajo los hombros, y enderezo mi espalda.

—Muy chistoso, Carlos —me rio de mi simpático y, a veces, tonto novio. De seguro es una broma de último año, a lo mejor fue idea de Meredith sugerirle que me asuste. Mi amiga tiene un extraño sentido del humor.

Me acerco a él, ya con pasos menos temerosos, sonriéndole mientras camino en su dirección, dispuesta a abalanzarme a sus brazos y besarlo ardientemente. A lo mejor, podemos burlar la seguridad del edificio, y meternos a la oficina de la directora para aprovechar su mesa alta de estudio. A veces, a Carlos y a mí nos gusta entrar para hacer un montón de perversiones en su oficina. El peligro nos excita. Bueno, a mí me pone muchísimo el temor a ser descubiertos en el acto, mi querido novio sólo me da gusto cuando le pido que me mime sólo como a mí me gusta.

—Ya quítate la máscara, cariño —le sonrío, a un metro de él—. Estoy temblando de miedo —digo en broma, moviendo mis dedos al compás de un «Bu» juguetón y siniestro.

Sigue sin contestarme.

«¿Qué quiere?, ¿que salga corriendo y me meta yo misma a la oficina de la directora? Así no jugamos nosotros».

—Oye, ya deja de jugar, ¿quieres, cariño?

Desvío mi atención de la implacable oscuridad de los ojos de esa máscara mortal, y me concentro en su no tan fornido pecho debajo de ese traje despreocupado, con ese vello de macho abarcando su pecho —que es lo que más me gusta de mi cariñito—. Pero no hay rastro de la masculinidad de mi futbolista estrella. ¿Se depiló? Una vez se lo sugerí en broma, pero... ¿lo hizo en serio?

—Uy, qué guapo. —Mis manos viajan hacia los primeros botones de su camisa, y los abotono—. ¿Te pusiste así por mí, cariño? ¿Eh? —Juego con él, me paro de puntitas y le planto un sonoro beso en el cuello. Ni con los tacones puestos alcanzo su mentón—. ¿Ya te dije que te amo? —le susurro, mis labios acarician su erizada piel.

Sigue sin responderme.

Aparto mi cara de su palidez, y lo miro con las pupilas brillando en deseo.

—Te amo —digo, sonriente y haciéndole ojitos pispiretos.

Sus manos toman mis muñecas con cuidado, y su tacto me enciende la piel. Mi cuerpo le responde de inmediato.

—Qué raro, tus manos no son tan cálidas —comento, algo confundida por el calor que desprende su cuerpo—, por lo general siempre están frí...

Se me borra la sonrisa de la cara.

Mis ojos, comúnmente desviadores de toda atención, se concentran en sus manos. Los músculos de mi cuello se tensan, mis omoplatos se retuercen, y mis ojos se abren como platos cuando reparo en los tatuajes que adornan los dorsos de sus manos. Trago grueso, trago el nervio y los miedos. La fina y delicada piel de sus manos tiene dibujos de preciosas rosas negras y marchitas con espinas atravesando los pétalos, haciendo que de estas broten pequeñas gotas rojas de sangre que no dejan un charco de evidencia debajo de las rosas.

Mi reacción de correr o morir, no se debe al tatuaje en sí, sino a la obviedad de lo que significa: este sujeto no es Carlos, o, algún otro tipo que conozca o estudie en esta preparatoria. Los chicos de por aquí, usualmente no se tatúan rosas o espinas sangrantes en el cuerpo, y si lo hicieran, no usarían tinta negra o gris para garabatear sobre su piel, y menos en partes visibles de su cuerpo. El único tatuaje que Carlos tiene es el de mi nombre escrito en letras elegantes, rojas y mayusculas, y está cerca de su ingle. Bien escondido, donde el entrenador del equipo o sus compañeros charlatanes no puedan verlo.

Lo miro atentamente, con la boca entreabierta, la lengua seca y sin capacidad de soltar alguna frase al estilo «Ups, lo siento amigo, te confundí con mi amor de la infancia». Nada, las palabras no salen ni por los nervios que me provoca estar cerca de alguien que obviamente no pertenece a esta escuela, o, el impulso natural que usualmente me domina cuando las cosas se me vienen encima. Mi palpitante corazón me parte la espalda, sudo frío y conecto con mis neuronas. Las piezas del rompecabezas cuadran a la perfección. No sé por qué me toma tanto tiempo reaccionar y alejarme con el instinto quemándome las puntas de los dedos de los pies, pero cuando lo hago, y, a pesar de que no pueda ver su semblante oculto —por culpa de esa máscara—, sé que está enojadísimo por mi rechazo y la distancia prudente que he marcado.

«¡ÉL NO ES MI NOVIO!».

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