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Capítulo 9

$ CARLOS $

«AMADO»

3 meses después...

«¿En dónde estás, Ret?».

No puedo seguir así. No puedo soportarlo más. Quiero que esta pesadilla acabe. Quiero despertar. Quiero retomar el control de mi vida, volver a escribir en las páginas en blanco que antes moría por ver pintadas, manchadas, terminadas, superándome por ver más allá del comienzo que quería al lado de mi chiquita. No puedo seguir en pausa. A pesar de que todo esto fue mi culpa, entendía cuando mis padres o amigas me decían que este estado vegetativo tenía que terminar.

Pero no podía evitar sentirme culpable por lo que pasó.

«Debí estar ahí con ella. Jamás debí separarme de su lado».

El sujeto con traje y máscara de lobo chocó contra mí, y me derramó ponche encima. Antes de que pudiera reclamarle que se fijara por donde camina, ya lo había perdido de vista. Tuve que ir al baño para limpiar el desastre en mi camisa; no quería que mi chiquita viera algún desperfecto en su perfecto hombre de graduación. Cuando me quité el saco, la corbata y la camisa..., un golpe en la parte posterior de mi cabeza me dejó noqueado. Caí, pero mis ojos se negaron a cerrarse; distinguí unos zapatos pulidos en mi vaivén, pero desaparecieron cuando la puerta se cerró.

Me desmayé: todo se volvió negro. Cuando desperté estaba en una cama de hospital. No supe lo que estaba pasando, no hasta que... la ley entró a mi habitación, con mi doctor y padres después de ellos. Mi madre estaba llorando, y mi padre... Jamás olvidaré la expresión que puso ese día.

—¿Señor, Carlos Edward Graham? —dijo el hombre trajeado, con una placa de detective colgando en su cuello. No se veía tan malo. Su compañero era el que tenía cara de cínico.

—¿Sí?

—Soy el detective Cooper, y él es mi compañero, el sargento Morgan —se presentó, y también a su compañero.

—¿Ajá?

Halé mi muñeca derecha, una y otra vez, pero la limitación del movimiento, y el ruido del metal, concentró mi atención en las esposas que tenía en mi muñeca.

—¿Y esto por qué? —pregunté fingiendo modestia.

—Lo lamento, señor Graham, pero no podemos descartar a ningún sospechoso.

Arrugué mis cejas.

—¿Sospechoso? —musité.

—¡¿«Sospechoso»?! —espetó mi madre, indignada por los cargos en mi contra. Amanda Graham era una exitosa abogada—. Analicemos los hechos: mi hijo fue encontrado en un baño de hombres, sin camisa y con una contusión. Su saco, corbata y camisa estaban sobre el lavabo, manchadas de ponche, lo que indica... que tenía una razón para estar en el tercer piso, el mismo en el cual Neferet Heathcote desapareció.

—¿Qué? —hablé, interrumpiendo a los presentes—. Ret..., ¿desapareció?

«Ret, mi Ret, ella... No pudo desaparecer. Están equivocados. Ella no se dejaría agarrar tan fácilmente, es fuerte, siempre ha sido más fuerte que yo. Están mintiéndome. Sí, eso debe ser. Esto es un mal sueño. No puede estar pasando. No puede», pensé, alterándome e hiperventilando.

Sólo de pensar en ella..., haciendo algo que... no quiera. No... No podían hacerle daño... No podían. «No... No... Mi chiquita es virgen. Ella no puede...». No podían arrebatarle algo tan preciado para ella a la fuerza.

Perdí el control de mi ritmo cardíaco, me aceleré, el monitor se puso como loco, el doctor y sus residentes se acercaron a mí e intentaron calmarme, como mis padres. Todo falló. Mi cabeza dolió más que nunca. Mi garganta se cerró. Me asfixié. Mis padres se alteraron, los oí llorar y quejarse con las enfermeras que trataron de sacarlos de la habitación, al igual que a los detectives que se resistieron al principio, pero terminaron cediendo cuando vieron la intemperancia en mis facciones.

—¡NO! —grité y me resistí—. ¡SUÉLTENME! ¡RET, ME NECESITA!

Me inyectaron algo para sedarme. Mis fuerzas se esfumaron. Me entró el sueño. Todo se volvió negro, de nuevo.

Pero eso no me importó, no me importé yo. A mí me valía un puto centavo mi vida, que yo estuviera detenido, o, fuera sospechoso de secuestro..., realmente no me importaba. A mí la que me interesaba era Ret, que ella estuviera bien. Yo no quería que estuviera perdida, la quería a salvo, conmigo, o, en su casa viendo una película, comiendo helado de chocolate, o, atragantándose con esos asquerosos nachos pegajosos, que sólo a ella le hacen feliz devorar.

«Ella merece ser feliz». No podía estar secuestrada, por quien sabrá Dios cuál pervertido, para sacarle dinero a su padre Bruce Heathcote.

«Bruce Heathcote». La risa me gana cuando lo imagino fingiendo preocupación por su única hija. Él jamás ha sido un padre para Ret. La odia, la ha detestado desde que su esposa falleció.

No me sorprendió que Bruce intentara culparme por la desaparición de Ret. Ese hombre me odia. Odia a todos los que aman a Ret. Es un demente. Y ahora resulta que está muy preocupado por ella, que la ama, y siempre ha sido su princesita... No me hagan reír. Lo que ese imbécil quiere es su muerte. Todo lo que dice o hace —desde que desapareció— es para apantallar, mantener a las cámaras, prensa, comentarios, etc..., en la palma de su mano. Se ha vuelto aún más popular, ganando seguidores, y el cariño de los periodistas y las televisoras.

Han pasado tres meses desde entonces.

3 meses... El amor de mi vida lleva desaparecida 3 meses.

Es una maldita tortura. Mi chiquita pelirroja y agresiva... Ella, a la única que he amado desde que tenía dos años, con la que he soñado casarme, la única a quien he querido, y con quien planee perder la virginidad.

A ella es a quien amo. La amaré para siempre.

Y no me rendiré.

No dejaré de buscarla.

La semana y sus horas son una jodida pesadilla. No sé nada de ella. Nadie ha recibido ninguna llamada, una nota de auxilio, o, un maldito video en donde se exija un rescate. Nada. No lo entiendo. «Si no quieren dinero, entonces..., ¿qué? No tiene lógica».

Tratar de resolver el problema, sólo me hace daño. Pensar en la causa de nuestro sufrimiento, me martiriza. Cuando terminó el primer mes de su búsqueda, entendí que lo más probable era que ella estuviese... estuviese... m-mu...

«No...».

No lo acepto. Niego esa posibilidad... No quiero pensarlo. No quiero pensar en todas las cosas que de seguro sufrió, o, está sufriendo... No quiero aceptar que tal vez ella esté...

No puedo creer que todos perdieran la esperanza de encontrarla. La extraño. Quiero abrazarla. Quiero su piel. Quiero su alma. Quiero su risa. Necesito estar con ella. La amo. La amo con locura.

Estoy en pausa, como si... la sola idea de moverme sin ella a mi lado, fuera una falta de respeto a su memoria, a todo lo que fuimos juntos. Es el amor de mi vida, siempre será mi primer y único amor. No quiero avanzar si ella no está ahí para mí, para darme ánimos, o, fotografiar nuestros momentos juntos.

No iré a la universidad. No puedo hacerlo sin ella. Me aceptaron, pero... a ella no. Fue a la única que rechazaron en todo el campus universitario. Era obvio que su padre tuvo que ver en eso. Ese hijo de perra no iba a pagar sus estudios universitarios. «Cabrón». Bruce Heathcote es un malnacido hijo de puta. Mi único consuelo es creer que Ret, esté en donde esté, está a salvo de la ira agresiva de su padre.

El timbre resuena en el eco de mi casa. Estoy solo. El mundo sigue su ritmo como si nada, como si Ret hubiera sido una chica más que agregar a la lista de personas desaparecidas en Washington D.C.

Miro la pantalla del intercomunicador, y presiono el botón que da acceso a la voz del otro lado del aparato. Ret siempre me regañó por no aprenderme el nombre adecuado de los botones de esta cosa.

—¿Sí?

—¿Carlos? Soy Jess.

Pongo los ojos en blanco.

—Ya lo noté —espeto, sarcástico—. ¿Qué quieres? Estoy ocupado —miento.

—¿Puedo pasar? Te traje sopa. —Muestra el tazón de unicel, resguardado en la bolsa de plástico que sostiene en sus manos.

¿«Sopa»? Mis tripas gruñen. Ojalá Jess no lo haya escuchado. Ret siempre me dijo que tengo una barriga muy ruidosa...

Ret...

Mi Ret...

Ella está en mi piel, en mi mente, en mi vida...

—¿Carlos?

No quiero estar solo. No quiero seguir pensando en Ret. Tarde o temprano tendré que aceptar que ella se ha ido. De eso se trata, ¿no? Lo bueno y lo malo. Además, no he comido desde ayer, y esa sopa se ve realmente deliciosa. Mis tripas vuelven a gruñir.

Presiono el botón que le da acceso a la entrada de mi casa.

—Pasa.

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