Capítulo 8
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«CON GUSTO»
Necesito recobrar mis fuerzas. Descargar mi ira sobre sus lunáticas cabezas: será mi objetivo. Es necesario bajar los muros de mi orgullo, y dejar entrar a la ligera locura que estos cuatro hermanos me ocasionan. Como la carne y degusto el puré de papas. Cuando termino con el plato fuerte, empiezo con la ensalada y devoro la sopa. Odio admitir esto también, pero... la comida está deliciosa. Es lo más rico que he probado en toda mi vida.
«Mis felicitaciones al chef».
(Aplausos mentales, por favor. Aplausos.)
El moreno me mira, con una sonrisa en el rostro, y me pregunta:
—¿Te gustó?
Dejo la cuchara en el plato sopero, pongo mis manos en mi regazo, eructo, y finjo que no he gozado de mis alimentos.
—He probado mejores —respondo.
—¿Sí?, ¿de dónde? —me pregunta el rizado.
—Eso no te importa.
—Creo que si pregunta, es porque sí le importa, Madame —dice el castaño, poniendo la botella de vino y la copa sobre la isleta. Se sienta a mi lado, y con un gesto afable, me pregunta—: ¿Quieres un trago?
—No bebo.
—Eso no es cierto —dice—. Sí bebes, pero no vino tinto.
—Aun así, no quiero de tu vino barato. Me quedo con mi agua.
El castaño se ríe mientras bebe.
—Cómo gustes, Madame.
Lo miro de reojo, aunque mi insana curiosidad siempre ha sido la causa, de mi mala fortuna con el destino, no puedo evitarla. Estos me traicionan cuando se posan en su perfil de muchacho-borracho-psicópata-estúpido. Descubro que no es un niño feo. Tiene facciones delicadas para ser un hombre, pero también es varonil y definido, tiene las cejas pobladas y unos ricos y brillantes ojos verdes. Me gusta su nariz, es larga, respingona y sutil.
Me percato de que el tal Jared me observa atentamente, se sitúa a mi izquierda; porque el castaño está a mi derecha. Pongo los ojos en blanco con hastío reflejado en mi anatomía, y tomo un sorbo de agua. Pero él sigue viéndome con esa atención que le dedica un médico a su paciente. Es muy extraño.
«¿Qué diablos quiere?».
—¿Qué quieres? —espeto.
Me sonríe y dice:
—Tú corazón.
Bufo en respuesta.
—¿Quieres helado? —me pregunta el moreno.
Se me hace agua la boca.
—No.
—¿Segura? —Su poblada y negra ceja se levanta—. Es de chocolate, tu favorito.
Mi entrecejo se arruga.
—¿Cómo lo...? —me callo—. Ash, ¿para qué molestarme? —me pregunto.
—Te serviré un poco —me ignora, abre el congelador, y saca la delicia por la que mi estómago se pone a rugir como un león.
«Maldita sea, tengo hambre otra vez».
—No, gracias —me mantengo firme y de brazos cruzados.
—¿No tienes antojos? —me pregunta el castaño.
—¿Por qué me tratas como a una embarazada?
—Lo estarás pronto —asegura el rubio, apareciendo en mi campo de visión. Abre la puerta del refrigerador, saca una cerveza y añade—: No soy fanático del condón, Belladona. De hecho, ninguno de nosotros lo es —me mira con lascivia brillando en sus pupilas.
Mis entrañas revientan, sólo de imaginármelo... encima de mí, con su asqueroso pene metido en... ¡Guácala! Gross. Me dan ganas de vomitar.
—Preferiría cortarme las manos primero —le juro, mirándolo a los ojos.
—Bien. —Saca un cuchillo de la gaveta, desliza su dedo por el filo hasta llegar a la punta, y dice—: Entonces, dame tus manos.
Sonrío, fingiendo que me agrada, y le enseño mis manos como un delincuente arrepentido.
—Con gusto —digo, chasqueando los dedos, orgullosa.
Al tal Mike se le borra la sonrisa de la cara, cuando no ve en mí a la niñita asustada, que tiembla con pavor de ser tocada por la bestia. Continúo sonriéndole. Donnie le quita el cuchillo de las manos a Mike. Allen se termina la botella de vino él solo; ¿cómo es que aún no se ha desmayado? Y Jared..., bueno, él me mira con adoración.
Mike y yo competimos por nuestro dominio con unas miradas... Bueno, aquí aplica el término: «Si las miradas matasen». No sé cuál de los dos estaría en el suelo.
Al final, el gusano infeliz decide sonreír con cinismo.
—Ya querrás.
—Ni aunque me pagaras —le aseguro.
—Ah, ¿me cobras?
«¡Ahora sí!».
Las palmas de mis manos golpean con ímpetu, rabia, cólera, ira, y todas las malditas emociones de desprecio que he sentido hacia él, hacia los cuatro, los platos de la isleta. Me levanto, y el taburete cae e impacta con fuerza, contra el suelo. Es el único estruendo que se escucha en la cocina. Le lanzo una mirada glacial, haciendo hasta lo imposible por intimidarlo con mi rostro transformado en violencia pura, pero el muy bastardo sin barba ni siquiera se inmuta. Luce su cara orgullosa e inescrutable por mi reacción, como si le complaciera mi reacción.
Sus hermanos se meten en nuestro duelo de miradas.
—Okey... —alarga uno.
—Bueno, creo que es hora de que tu tobillo y cabeza descansen —dice otro.
—Te acompaño a tu alcoba —se ofrece Donnie.
Me aparto por mi cuenta, sin que nadie me ayude.
—Puedo sola —espeto, altanera, con el mentón en alto.
—Como quieras —contesta el rubiocaradesimio.
Me retiro antes de cometer alguna tontería, que ponga en riesgo mi plan de ataque. En cuanto recupere fuerzas, bajaré a la cocina, tomaré uno de sus cuchillos, y les cortaré el cuello de lado a lado a cada uno de ellos mientras duerman. Aún pienso en cómo acercarme a ellos, sin la necesidad de recurrir al sexo.
Estoy fuera de la cocina, cojeando; pero... aun en la distancia, escucho al rubio hablar con sus hermanos.
—Voy a ponerle un collar de castigo.
«¡A la mierda, hasta aquí llegué!».
Detengo mis pasos, con la puta rabia palpitando en mi pecho y sien, giro sobre mis talones, camino de nuevo a la cocina, importándome un comino partido a la mitad el estado de mi tobillo o el dolor de mi cabeza. Entro, sus hermanos me observan ir directo hacia él, con ojos de asesina, pero no sin antes tomar el cuchillo que dejó encima de la isleta, listo para ser empuñado por mí —ese mismo que Donnie le quitó—. Lo acorralo, lo pongo sobre su garganta, y lo obligo a retroceder el pescuezo hasta que su cabeza y espalda golpean el refrigerador.
Me mira, fúrico y sorprendido, y yo no me quedo atrás. Algo es claro en Mike: no le gusta ser dominado. Pues mala suerte para él, porque eso es justo lo que yo hago mejor: someter a un hombre.
Le hablo fuerte y claro:
—Escúchame, hijo de perra, no me agradas, ni un poco, pero tú, se supone, que yo sí te agrado, o, te gusto un poco siquiera, así que me merezco respeto, amor, comprensión y cariño de tu parte, si acaso. Y si no puedes con esa simple tarea de amar a otro ser humano, de rendirte ante ella, y apostarlo todo por esa persona, entonces déjame ir, o, aléjate para siempre, porque... lo creas o no, imbécil de mierda, tengo cosas más importantes que atender que tu estúpida psicopatía, o, tu deseo de destrucción. Merezco buenos tratos. Merezco que me traten como a una princesa. —Hago una pausa y añado—: Ah, y no me vuelvas a faltar al respeto, o, a tocar sin mi permiso, nunca, ni siquiera mi cuerpo, u olvídate de que yo considere darte una oportunidad. ¿Quedó claro, animal?
Traga con dificultad mis palabras, las absorbe, disgusta, pero sobre todo, entiende lo que le conviene escuchar de mi demanda. Esto es de su infernal agrado, puedo detectarlo en sus facciones de ególatra. «¡Qué bueno!». Así quiero que se sienta: sin el control de su supuesto plan de vida a mi lado. ¡Ja!, veamos cuánto aguantas, rubio imberbe.
—¿Quedó claro?
Pesándole, a mas no poder, asiente en respuesta.
Sonrío, y le hago honor a la obstinación que corre por mi sangre.
—Qué bien —respondo. Dejo el cuchillo, giro sobre mis talones y me dirijo a las escaleras.
Nadie dice nada. Nadie me recrimina. Sólo se quedan ahí, guardando sus distancias conmigo.
Ahora sí, me retiro con la frente en alto, el culito levantado y contoneando las caderas.
¡Qué empiece la puta feria de las pesadillas!
Si seré suya, también seré su dueña.
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