Capítulo 7
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«ESTA NO ES MI CASA»
Mi cabeza, mi pie, mi pecho, mis ojos... Todo de mí duele, punza, como si hubiese recibido cinco balas en el cuerpo. Esta sensación se parece a la que sufrí, cuando me inyectaron en el cuello hace apenas unas horas, esa sustancia extraña que me dejó inconsciente en el sofá de esta casa. «Esta no es mi casa», me recuerda mi adormilado subconsciente. Tengo que salir de aquí, tengo que hacer algo. No puedo perder mi dignidad con alguno de ellos. Tengo que ser fuerte.
«Mami era fuerte. Ahora está muerta, pero ese no es el punto».
—Shh... Shh... —escucho un eco en mi cabeza.
«¿Mami?».
—¿Mamá? —musito en un anhelo.
—No, bonita. No corres con tanta suerte —dice una voz desconocida para mí, sobando el área afectada de mi cabeza.
Entreabro los ojos, y lágrimas de dolor y cansancio inundan mis ojos. La luz del día me ciega, pero distingo una silueta delgada y con olor a medicina cerca de la cama, viste una bata blanca, y su pelo está recogido en una coleta de caballo alta. No diviso sus facciones con claridad; me duele mucho la cabeza, me arde, pica y se siente como si mi cerebro estuviera a punto de explotar.
—Por favor —suplico—. Por favor...
—Shh... Tranquila, no van a lastimarte... Bueno, a menos a que tú les des motivos para volver a hacerlo.
La mujer descubre el edredón y la sábana blanca de mi cuerpo, y mi intimidad queda al descubierto. No tengo fuerzas para mover los brazos, no puedo cubrirme, el agudo dolor en mi craneo es insoportable.
—Eres muy bonita... —intenta tocarme, pero yo dejo en claro mi repudio hacia sus dedos.
—Déjame...
No permitiré que vuelvan a lastimar mi piel. El rubio me manoseó y lastimó uno de mis senos; los únicos que Carlos ha tocado. Además, esa fue la primera vez que yo... le enseñaba mis pechos a alguien. Aunque Carlos y yo hemos hecho algunas cosas... pervertidas juntos, y me he convertido en una mini experta en complacer a un hombre, jamás he permitido la penetración como tal. Siempre he soñado con una primera vez mágica y memorable, dentro del sagrado acto del matrimonio, o, con alguien que tolere más o menos mi carácter precoz. Carlos me tolera, o, eso es lo que me he dado cuenta durante nuestro noviazgo.
—No me toques... —El agotamiento en mi voz es demasiado.
«No te desmayes, Ret. No te desmayes».
—Shh... Tranquila, sólo quiero una cosita de ti, bonita.
Su mirada cae en mi encaje negro, y sus dedos se enganchan en las ligas de mi ropa interior. Me las quita, y los vellos de mi piel se erizan. Observo como una idiota en la luna, cómo las admira, huele, como si fueran su posesión más valiosa, y esconde en uno de los bolsillos de su bata. De mí surge una arcada. Me mira y sonríe... ¡Como una puta loca! Y me hace una seña de silencio con su dedo índice, sin dejar de sonreírme.
Me martillea la cabeza, y el abatimiento me puede.
—Descuida, se las llevaré a tu verdadero carcelero.
Quiero alegar, espetar, pero sólo puedo proferir sonidos incongruentes que me hacen ver como una inútil. Cierro los ojos, deseando que eso sea lo único que haga conmigo.
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Estoy metida en la boca del lobo con sus habitantes, en un País de las Maravillas más trastornado que el de Tim Burton. Sus personajes son extraños, al igual que estos cuatro locos, que me dejaron sola con mis pensamientos desde hace horas. Me desperté desnuda en esta cama, con un exabrupto en el corazón, una venda en la cabeza, y mi tobillo apoyado y descansando en una almohada especial para torceduras graves.
No han vuelto a amenazarme con violarme. Dudé en tomarme el agua y la pastilla que me dejaron en la mesita de noche, pero me di cuenta que, si al final sus consecuencias de ingerirla resultarían conmigo metida en un baúl a diez metros bajo tierra, entonces mi destino no sería tan horripilante. Desafortunadamente, esa pastilla sólo me quitó el dolor de cabeza. Tuve síntomas de sueño y amenacé con volver a quedarme dormida, pero me resistí y mantuve la mente ocupada para no caer en la inconsciencia. Sólo descansé los ojos.
Han pasado dos horas desde entonces, desde que desperté en este infierno, en este lugar cuyo propósito es destruirme por completo. Aún no puedo creer que estaré atrapada aquí para siempre, considerando (claro) lo que estos idiotas me dijeron sobre retenerme en esta casita en medio del bosque, hasta que me enamore de ellos.
«¡Qué idiotas!». En primer lugar es imposible despertar sentimientos hacia otra persona que sólo has visto una vez en tu vida, y más si esa persona viene acompañada de otros tres iguales a su locura, y más cuando los cuatro perpetradores son unos auténticos dementes.
«Tengo que escapar. Debo escapar».
Sólo tengo que mantenerme fuerte, no ser débil, o, someterme cómo ha querido hacer el rubio conmigo, cuando me arrancó el vestido y tocó mis pechos. Aún puedo saborear su sangre en mi boca, romperle el labio inferior fue una de las muchas batallas que planeo ganar, mientras mi novio o mis amigas me encuentran. Sé que ellos no pararan hasta encontrarme, los conozco. Meredith, Sophia, Jessica y Carlos son las mejores personas de este mundo.
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Quiero levantarme de la cama, estirar las piernas, o, usar el baño. La puerta de madera, situada a un extremo de la habitación, debe ser lo que busco. Y..., hablando de mi nueva habitación..., tiene un ligero parecido con mi verdadero cuarto en las colinas de las Encinas, sólo que en ésta las paredes son lisas, no están adornadas ni con retratos o posters de algunas de mis bandas favoritas.
Sé que debería quedarme en cama, esperar a que mi tobillo sane, o, que al menos mi cabeza no sea un maremoto. Pero tengo que vestirme, o, buscar algo con que defenderme si es que intentan abusar de mí. Necesito conseguir un arma. Salir de aquí es mi prioridad ahora, no el viaje a Europa con mis amigas, o, entrar a la universidad, o, mi futura boda con Carlos, o, los negocios con mi padre. Debo salir de aquí ahora. Lo quiera o no admitir, estoy vulnerable e indefensa sin un objeto con filo como ventaja. A lo mejor en el baño encuentro hojas de afeitar para dama.
Me levanto, con todo el peso del mundo sobre mi espalda y pecho. Realmente es una combinación dolorosa que te desmorona en segundos; pero mis ganas de luchar y vivir son más fuertes, así que... pongo el esfuerzo de mi cuerpo en las palmas de mis manos, me impulso y, cuando estoy de pie —sin apoyar mi peso en el pie malo— camino hacia el armario, ropero, o, lo que esa puerta sea, y la abro. Me encuentro con un montón de ropa blanca, cómoda y sin chiste, pero... cumple con su propósito.
«Bueno, a caballo regalado...».
Me pongo la blusa holgada de manga corta, pantalones y, un único calcetín, por culpa de la maldita lesión en mi tobillo. La mala noticia, es que si encuentro una manera de escapar, no podré hacerlo corriendo.
«¿Alguno de ellos tiene un auto? ¿Qué pasó con esa camioneta en dónde me trajeron?».
Tengo que encontrar esa camioneta, pero a la de ya.
Entro al baño, aún sin apoyar mi peso en el pie malo, y encuentro el apagador justo a un lado de mi figura. Prendo la luz, y encuentro un cuarto de baño simple y con luz de hospital en el techo. No es tan grande, pero tampoco soy tan quisquillosa como para a hacer un berrinche por algo así.
Cojeo y llego al tocador. Veo mi imagen en el espejo, y... «Ay, Dios». Mis rizos alborotados y pelirrojos son un nido de pájaros, mi cutis está apagado y seco, y el único atractivo sin maquillaje (mis ojos) lucen un azul opaco y sin chiste.
—Gross...
Hago lo mejor que puedo para arreglarme. No es que me importe demasiado, la verdad; es mas, entre más fea y asquerosa, mejor. Haber sí con el pelo hecho un remolino de rulos medio torcidos, los espanto. Si eso no funciona, no sé qué otra cosa lo hará. A Carlos siempre le han asustado mis rizos mañaneros.
Música...
Música suave de piano envuelve mi cuerpo, eso es lo primero que escucho al tocar la perilla de la habitación. Giro la manija, y el sonido se vuelve más energético, agresivo, sin control, como si la persona de allá abajo temiera ser descubierta por la locura experimentada en las puntas de sus dedos.
Camino a paso ligero, con el maldito dolor en el tobillo, cojeando y poniendo un millón de muecas en el rostro, escuchando la persistente y preciosa pieza musical. Bajo las escaleras y, al pie de estas, me encuentro sentado, encorvado, con una copa de vino en mano, y la botella medio vacía a su lado, al castaño de ojos verdes llamado Allen.
Sus codos están apoyados en sus rodillas, las palmas de sus manos sostienen sus delgadas y pálidas mejillas. Sólo está ahí sentado, disfrutando de su vino, y el suave arrullo de la música. Viste una sudadera con capucha negra, y una chaqueta café de cuero desgastada.
No parece notar mi presencia, cuando me sitúo a unos escalones arriba de él, pero..., por alguna razón, me siente. Esa es la impresión que me da su triste figura, sentada al pie de la escalera.
—Buenas tardes, Madame. —Y, por alguna razón, así como él siente mi presencia, yo siento su sonrisa de niñato estúpido desde aquí—. ¿Cómo dormiste? ¿Descansaste? ¿Te duele la cabeza?
Pongo los ojos en blanco y lo ignoro. Sujeto el barandal, y termino de bajar las escaleras. Una punzada de dolor atraviesa mi cara, y llego a la cocina dando saltitos con mi único pie bueno. Necesito una muleta.
Para mí desgracia, en la cocina se encuentra el moreno y el rizado cocinando algo que huele... realmente delicioso, exquisito. Olfateo el ambiente, disimuladamente, y descubro que es carne, orégano, y... un ingrediente desconocido para mis fosas nasales, que huele extremadamente bien.
El moreno se da la vuelta, con una maldita sonrisa de bebé prematuro en la cara, y un plato servido de alimentos ricos y nutritivos, que me hace agua la boca.
—Hola, amor. Despertaste —me saluda, sonriente, como si todo estuviera bien, como si toda esta situación fuese normal, o, como si yo no hubiese sido agredida sexualmente por uno de sus subordinados.
—Obviamente —respondo de malos modos.
—Ese sarcasmo —me reprende; pero yo no le hago ni caso.
Le lanzo una mirada asesina, a su inútil cara, y me siento en los taburetes de la isleta en medio de la cocina.
—¿Tienes hambre?
«Malditos locos».
—No.
—Lástima, tienes que comer.
Mi cara de asco total lo dice todo. Me limito a guardar en mi cajón de las groserías, cuánta palabrería y media se me ocurre, para no decirle a este imbécil lo que se merece.
—¿Cómo dormiste? —me pregunta el rizado. De todos, me atrevería a decir que es el menos loco de sus tarados hermanos.
Pone un plato servido, con todos los alimentos que podría desear mi apetito, delante de mí. En la servilleta de tela están los cubiertos, y a mi derecha me sirven limonada natural. A pesar de que mi humor por la vida, o, mi existencia vaya en decadencia, intento que mi estabilidad mental continúe con ese 1% de probabilidad en mi bandeja de esperanza. O sea: es necesario conservar las risas y sonrisas.
La música de fondo continúa. «¿Quién demonios está tocando el piano?». Si el castaño está medio ebrio en la escalera, y el moreno y el rizado aquí en la cocina, entonces...
—Mike sabe tocar el piano —el moreno responde mis pensamientos.
«Espera, ¿qué...?».
—Sabe tocar el piano desde los seis años —me informa—. Te diría más, pero creo que Mike querrá contártelo cuando esté listo.
—¿Es una broma?
—¿Te parece?
—¿Seriously? ¿El lunático sabe tocar el piano? —espeto con ironía, y el moreno me lanza una mirada de advertencia. Yo ni siquiera tiemblo. Él no me asusta en lo más mínimo.
—Come —ordena.
—El término correcto es: desayuna.
No le hace gracia mi comentario.
—Come —repite, esta vez, molesto e impaciente.
Y yo, sonriente, continúo con mi nuevo, y favorito juego titulado: «Sacar de quicio al estúpido de Donnie».
—No tengo hambre.
—Y a mí no me importa... Come. —Me cruzo de brazos—. Si no lo haces por las buenas, amor —suaviza sus palabras—, Mike te hará comer a la fuerza.
—El rubio no me da miedo, y tú y tus hermanos, menos.
—Deberías temerle a Mike —me aconseja el rizado.
—Y también debes comer —dice el moreno, empuja mi plato hacia mí y espeta su orden—: Come.
—No me gusta la carne o el puré de papas.
—Mientes.
—Ah, cierto, olvidé completamente que son unos malnacidos acosadores de mierda, y que saben todo acerca de mí —ensarto mi repudio en sus caras.
El piano detiene su melodía abruptamente. Escucho las puertas corredizas abrirse a mis espaldas.
«Aquí viene».
Me quedo quieta, erguida, dispuesta a enfrentar a la bestia, con el miedo atascado en mi garganta, y las manos bañadas en sudor, picándome, convertidas en puños sobre mi regazo, listas para golpearlo. Puedo olerlo, sentirlo, y... de repente, el maldito recuerdo de él estrujando mi seno, me paraliza, y manda a un pozo sin fondo mi carácter soez y temerario.
«Carajo. No preví esto».
El maldito hijo de su puta madre se sienta a mi lado, como si nada. Mantengo la mirada al frente, el mentón en alto, con el corazón latiendo y golpeando a un ritmo desbocado mi esternón. Me mantengo firme, recta como una regla. Posa su mano en el hueco del taburete, que no alcanza a llenar mi trasero, e intento controlar mi ritmo cardíaco. No quiero verlo, ni por el rabillo del ojo, pero el muy esquizofrénico tiene otros planes. Se acerca a mí, me trago mis lágrimas, intento no seguir parpadeando, y... siento su aliento a centímetros de mi mejilla.
«Me equivoqué. Me equivoqué. Me equivoqué, sí me da miedo. Me da mucho miedo».
—A ver..., escuché por aquí que una mujer muy necia y testaruda no quiere comer —me habla como si negociara con un niño de cinco años.
«Me da asco».
Se levanta de su asiento y se posiciona detrás del mío. Suelto un respingo, controlando mis miedos y nervios. Sus manos sobre mis hombros me toman por sorpresa, descienden por mi traicionero cuerpo, el cual delata el temor que siento de haber sido tocada a la fuerza por este rubio maldito. Controlo mi respiración, cierro mis ojos, y mantengo mi labio inferior quieto.
Susurra en mi oído:
—Si no comes, voy a terminar lo que empecé esta mañana —sonríe, arrogante—. ¿Eso quieres, Belladona? ¿Quieres que vuelva a manosearte? Porque por mí, encantado, eh. No sabes lo mucho que me puso verte esos gloriosos melones que escondes.
«Es un maldito».
Niego con la cabeza, sin sollozar, e intento no temblar. El miedo se me sube a la cabeza, a más no poder, pero no se lo hago ver o notar. Sus palabras o sus actos no me afectan en lo más mínimo. Ante todo el orgullo, mis reinas. Sólo de recordar sus dedos presionando mi pezón... Soporto el escalofrío como una heroína.
—¿No? ¿Segura que no quieres volver a sentir mi mano sobre tu teta? —Su mano desciende y toca mi seno izquierdo, ese que magulló hace unas horas.
Suspiro, cierro los ojos, y me obligo a tragar los nudos de mi garganta. Reúno el valor de mi pecho para darme voz.
—Voy a comer, ¿okey? Voy a comer.
Me quita las manos de encima.
—Buena chica —musita en mi oreja, y me da un beso en la sien.
Se aleja de mí, contengo el llanto, tomo el tenedor y el cuchillo de plástico de la tela —porque, obvio, estos idiotas no corren ningún riesgo—.
Corto y devoro mi carne, bajo la atenta mirada de los cuatro encima de mí. Si quiero idear un plan de escape, necesito toda la fuerza posible.
Tengo que salir de aquí.
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