Capítulo 57
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«¡ESTÁ VIVO!»
»No está muerto.
»No ha muerto.
»Clint no está muerto.
No murió.»
Me despierto sudando, gritando, alterada, con un aumento en mi ritmo cardiaco que golpea mi pecho como aporreamientos fúricos y enloquecidos a una puerta, con la sensación de sentir que algo o... alguien... está debajo de mi cama como un monstruo al acecho que sólo espera que duerma plácidamente para atacarme.
Hay alguien debajo de mi cama.
La urgencia en mi voz pidiendo auxilio altera a las enfermeras y doctores encargados de mí. Mi grito saca de su guardia a los agentes que antes protegían como búhos mi puerta y ahora se encuentran cerca del instrumental médico y el alboroto que produjeron mis pesadillas en el monitor.
—¿Señorita? —me llama una doctora que se quita un estetoscopio del cuello, y lo coloca con tiento pero también con valor sobre mi pecho—. ¿Señorita Heathcote? ¿Puede oírme, señorita?
Todos están a mi alrededor, atosigándome, casi encima de mí, molestándome, arruinándome, alterándome aún más de lo que ya estamos mi bebé y yo.
Si es que aún tenía un bebé.
Moriría si él o ella ya no estaba más en mi vientre. ¿Esa paramédica les habrá dicho a los doctores que estoy embarazada? ¿Pudieron salvarlo? ¿Tuvieron que sacrificarlo para salvarme a mí? ¡Oh, Dios, no! No quiero ni pensarlo. Ojalá no haya sido demasiado tarde. No sé qué haría si perdiera a mi pequeño Alíen; aún no lo conozco, y ya es el frijol más querido del mundo, mi bichito indeseable que pensé que me degradaría el cuerpo y limitaría mi calidad de vida. Ahora soy yo la que ruega que siga vivo. Que me rompiera la piel, dejara el cuerpo irreconocible o los glúteos llenos de estrías... ¡Todo!, con tal de que siguiera aún conmigo. Daría todo de mí para salvarlo. Sólo espero que aún no sea demasiado tarde.
—Señorita Heathcote, cálmese, todo está bien. Está a salvo.
Pero no. La sensación de intuir que algo no anda bien, aunque parezca que sí, no se va. Sé que no estoy fuera de peligro. No puedo bajar la guardia o no estar a la espera de un golpe que sé que vendrá. Es como si estuviera esperando que la cubeta de agua caiga sobre mi cabeza al atravesar la puerta que me libere de la paranoia. Pero no quiero liberarme de mi locura porque me mantiene realista. Yo sé que algo se me escapa, y no puedo deducir qué es.
Es muy frustrante. Mi consciencia y razonamiento se pelean y no hay tregua entre ellos.
Como lo que sucede a continuación: me hablan, me dicen sus nombres, me preguntan, me enseñan sus placas, pero no puedo hacer funcionar mis cuerdas vocales. No respondo a nada. La luz brillante de las lámparas en el techo de mi cuarto me atontan como los flashes a los peces bajo la superficie, y soy incapaz de seguir una silueta o formular una pregunta que pueda sacarme de mis dudas.
¿Adónde me trajeron? ¿En dónde estoy?
Es un hospital. Lo sé por el olor extraño y la presión en mi pecho que ejerce sentir el deseo de huir de los tratamientos o la inevitable muerte de un quirófano. Pero lo peor de estar consiente y adormilada, casi drogada, es el hormigueo en tus piernas; saber que no puedes utilizarlas para salir corriendo de tu atacante.
¡Está vivo! Yo lo sé. Sé que vive.
Sé que suena estúpido y a locura que lo piense o intente decírselo a alguien después de que yo misma presenciara los hechos; pero es verdad. Sé que Clint aún está vivo. No estoy loca. Estoy en mis cinco sentidos. Sé que su sangre estuvo en mi cara, que vi su expresión petrificada en esa pertubadora cara de ojos abiertos, que cayó de rodillas delante de mí y se desangró encima de esa alfombra mientras a mí me rescataban. ¡Yo lo sé! Pero... también que sigue con vida. De alguna forma él está vivo y quiere acabar conmigo.
Le dispararon en la cabeza. Murió. No puede hacerte daño. ¿Quién sobrevive a una muerte segura?
Mi razón intenta hacerme entender que no estoy en peligro, que nadie puede lastimarme. Es lógica. Pero mi instinto no me abandona. Sé que aún estoy en peligro de muerte. No puedo explicarlo, sólo lo sé.
Quizá sea porque aún siento el helado roce del cuchillo en mi barriga, el olor a drenaje como tapones en mis fosas nasales, el sabor metálico en mi boca y el vomito atorado en mi garganta seca.
Quizá sean sólo los inicios de un problema mayor que deberé tratar con el tiempo. Aunque no hubiera ocurrido nada grave como una violación o demasiados días sin alimento o agua, sé que esto me acompañará de por vida. La angustia nadie me la quita.
¡Al fin!, cuando los doctores y doctoras y enfermeras logran estabilizarme, y yo consigo serenarme con el recuerdo de Clint cayendo inerte y con un agujero en la frente, todo vuelve a la tranquilidad. Mi corazón bombea y truena, pero el monitor no consigue detectar mi preocupación porque me recuerdo en donde estoy y lo que supone regresar al ojo público.
No les conviene matarme aquí sin dejar cabos sueltos.
—¿Señorita Heathcote? —Abro los ojos, y descubro que el ajetreo de los médicos ha cesado. ¿Qué pasó? ¿Me desmayé o qué? Parpadeo para aclarar mis sentidos—. ¿Señorita Heathcote? —vuelven a llamarme.
Miro hacia donde el ruido demanda mi atención, y descubro a dos hombres de traje con perfiles imponentes y serios. ¿Policías? Lo que sé es que ellos estaban cuidando la puerta hasta hace poco. ¿Hace cuánto me llaman y esperan una respuesta?
—¿Señorita Heathcote, puede oírme fuerte y claro?
Por primera vez en dieciocho años de vida deseo estar sorda y muda. Mi lengua me estorba y mi saliva es inútil.
—¿Señorita Heathcote?
La impaciencia del detective es palpable. Se nota que no tiene hijos o una mujer que aguante sus exigencias. Si jode como presiona, ya me imagino el nivel de amargura en su sistema.
Sólo para callarlo, asiento en respuesta, pero no abro la boca. Este sujeto no me agrada. Y creo que su pareja se da cuenta de ello porque él es quien toma el mando.
—Señorita Heathcote, ¿se encuentra mejor?
Vuelvo a asentir. Lo hago de inmediato porque su trato me parece favorable y adecuado. Y sólo por eso decido que ya me cae bien.
—Señorita..., ah, ¿puedo llamarla Nefe...ret? —me pregunta—. ¿Lo estoy pronunciado bien?
—Sí... —musito con las cuerdas vocales desgastadas.
Me aclaro la garganta y una punzada de dolor me impide tragar. Siento que la bola blanca del billar obstruye mi tráquea. Agua. Necesito agua. Por fortuna, el detective que me agrada adivina mis pensamientos y me sirve en un vaso. Me ayuda a incorporarme y a beber. ¡Este hombre en definitiva se ganó su lugar en el cielo!
El trago me ayuda a deshinchar la agonía en mi garganta. Pero el reposo no es eterno, porque de nuevo, el detective amargura regresa al ataque.
—Señorita, ya que se encuentra mejor necesitamos que responda algunas preguntas —insiste.
—Sargento Morgan —lo detiene el hombre que no se ha separado de mi lado—. Neferet ha pasado por mucho. Secuestros y brutalidad. Ella necesita descansar.
—Yo opino que lo que la señorita Heathcote necesita es decirnos lo que sucedió. —El hombre me mira, y detecto una agresión distinta en sus ojos de las que conozco en sujetos peligrosos—. Cuéntenos qué pasó.
—Sargento... —le advierte el hombre, prudente.
—Silencio, Detective.
El hombre amable me mira y encuentro compasión y una disculpa brillando en sus pupilas. Está contra la espada y la pared. Si me defiende se arriesga a enfurecer al Sargento o a perder su puesto; pero no lo culpo. Es normal que tenga miedo. Además... Oh, bueno, como sea, no me interesa responder sus estúpidas de todas maneras. No tengo ánimos para relatar lo que viví y cómo conseguí estos golpes y hombro dislocado. Ni siquiera quiero levantarme o mirarme en un espejo.
—Señorita Heathcote. —Esta vez pronuncia mi apellido sin atisbe de treguas o indecisión—. Necesito que responda las preguntas que voy a decirle a continuación. ¿Está usted entendiéndome?
Con mi dedo le indico que se acerque. El detective se hace a un lado y su sargento ocupa su lugar. El hombre amable nos mira con recelo. Le pido con el mismo dedo sano que se acerque aún más hasta que su cara está a centímetros y entonces... estrello mi puño contra su nariz en un acto audaz de tal forma que lo hago retroceder los pasos que avanzó, y soltar tremenda exclamación junto con una grosería..., porque el muy amargado realmente no se esperaba recibir de mi parte tremendo golpazo, cuando le pedí que se acercara.
—¡Oh, hija de...!
Se lleva las manos a la cara y sus dedos tocan con cuidado su tabique mientras se encoge por el dolor.
Ay, qué exagerado, no se la rompí.
—Sí, sargento —respondo, sonriente y con mi voz de siempre, la de buenos ánimos—. Ahora sí, ya me siento mejor. ¿Decía usted?
—Maldita... —lo oigo mascullar.
—Sargento, por favor, la señorita ha pasado por mucho —intenta ayudarme el detective, mostrándose firme y trazando una línea de benevolencia entre ambos.
—Sí, don amarguras, he pasado por mucho. ¿Que no ve cómo estoy sufriendo? —espeto, altanera y sin pizca de estar bromeando.
Su exabrupto provoca que de nuevo lleguen a mi cuarto enfermeras y doctores. Cada uno mira al sargento y la sangre que se acumula debajo de sus fosas nasales, y luego a mí.
Entonces, todo rastro de valentía se esfuma y la sangre de mis nudillos es gélida. Porque aquí y ahora, quien entra por esa puerta, es la persona que menos pensé que llegaría antes que mis amigas o Carlos, ni en un millón de años, porque ante mis ojos aparece la autoridad que pone la casa a temblar cuando se presenta, la que muchas noches provocó mi desvelo de angustias y llantos que lograba reprimir en el día, la que me desprecia y maldice cuando cree que no lo estoy viendo.
Es él. El mismo que sé que tuvo algo que ver con mi secuestro. El mismo que supo en dónde estuve estos tres meses. El mismo que le conviene más que esté muerta a que un día herede su empresa según lo que dictó el abogado de mamá en su testamento.
Y aun así no he conseguido odiarlo.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Relamo mis labios y aclaro mi garganta. Trago, y otra vez, la obstrucción con forma de bola de billar se presenta, salvo que esta vez es un nudo demoledor que amenaza con romperme el estómago. —¿Papá...? —consigo pronunciar.
Y él, como siempre, no me mira a los ojos. Me repele y evita, pero su figura no desfallece y lo hace notar cuando su presencia en mi cuarto intimida hasta al detective que se encuentra de árbitro entre su sargento y yo, cuando lo que debería estar haciendo es cuidar de que mi padre no saque su arma y me dispare aquí mismo. Es un hombre de nervios de acero, y es capaz de hacer cualquier cosa con tal de obtener lo que busca. No lo que quiere, porque esa persona murió hace años; dieciocho, sí somos exactos.
Los quejidos y reclamos del sargento me devuelven de mi ensimismamiento. Papá también deja de cabecear. —¡Su hija me rompió la nariz! —me acusa como lo haría un niño de primaria.
Pongo los ojos en blanco. No me importa que mi padre esté en la misma habitación que yo.
Bruce Heathcote sonríe con cinismo y niega con la cabeza mirando las manchas de sangre en las losetas que derramó Morgan (el sargento). —Ay, Neferet... —dice. Me mira, aunque no precisamente a los ojos, y añade—: Me alegra saber que mi heredera no ha perdido su agresivo carácter que atrae tanto como despide a mucha gente.
Levanto el mentón y le sostengo la mirada, luciendo precoz, sin miedo, como Bruce Heathcote en los negocios. Porque... lo quiera admitir o no, él fue quien me enseñó todo lo que sé.
Al sargento no le presta atención ni la enfermera que viene a revisar la mano que usé para golpearlo. No va encontrar evidencia porque soy una experta soltando puñetazos. Si no me creen pregúntele a un rubio, un moreno, un castaño y un rizado. Mis novios, los padres de mi hijo, los chicos que espero y rezo y tengo la esperanza de que estén vivos y sepan en dónde encontrarme.
—¿Señorita Heathcote, cómo se siente?
—Mucho mejor, muchas gracias.
Esta mujer está de mi lado porque aparte de ser atenta y cortés conmigo, me sugiere reposo absoluto y... entonces ella hace un movimiento tierno sobre mi barriga... ¡que me devuelve el alma al cuerpo! Pero lo que lo confirma es lo que dice a continuación. —Descuida, querida, tu bebé y tú están bien. Sólo necesitan dormir. Cero disgustos.
Suspiro, agradecida con Dios, la suerte, el universo o el destino. Tuve muchísima suerte.
—Gracias...
Dice eso que ansié escuchar cuando me enteré de mi embarazo. —Felicidades —me susurra como un secreto travieso.
Le sonrío en agradecimiento.
Después de compartir esas palabras conmigo, les pide amablemente a todos que se retiren y me dejen descansar. Por suerte no menciona abiertamente que mi bebé también se encuentra bien, porque entonces ahí sí que mi padre me mata y sin remordimientos. Me da miedo la reacción de papá, aunque me valga un cacahuate su opinión. Extraño, ¿no? Pero ella es discreta, considerada, y eso me gusta. Además, tiene unos ojos oscuros tan bonitos que me resultan peculiares e interesantes.
La mayoría le hace caso y me dejan a solas, incluso el sargento Morgan se retira sin objeción con su pareja, aunque me dedica una última mirada de odio. Todos se van, excepto una persona que tiene su nombre y apellido bien reclamado.
—Señor Bruce Heathcote, usted también necesita irse. Su hija necesita reposo absoluto.
Ah, pero esta mujer de ojos bonitos también tiene su nombre y apellidos bien reclamados.
—Me quedaré —le responde—. A Ret no le importa, ¿verdad, hija?
La mujer me mira como si buscara mi aprobación. ¿Ella podrá ver la tensión que desprende la línea que nos une como padre e hija? Yo espero que sí. Mi enfermera, como ve que no doy señales de aceptar a mi padre, no me deja sola y le vuelve a pedir amablemente que se retire. Y él, como siempre, cuando sabe que está en aprietos, muestra una fingida sonrisa cortés que en realidad es una de dientes para afuera. Me pone en estado de alerta y aprieto consideradamente la mano de mi enfermera, porque lo que viene después o es una amenaza o una indirecta para alguna de las dos. Yo espero que me la dé a mí.
—Señor Heathcote, cuando su hija esté más descansada podrá venir a verla —intenta persuadirlo, pero es misión imposible.
—Quiero hablar con mi hija ahora. Estoy seguro de que ella tiene mucho que contarme —deja de vacilar y va al grano—. ¿Verdad, hija?
¿Mucho que contarle? Podría ser. Mi padre jamás acepta un «no» por respuesta de todas maneras.
La enfermera vuelve a mirarme. En ese momento dejo de apretar su mano y relajo mis músculos. La miro directamente tratando de presentarle calma con mis ojos, y ella parece tragárselo porque cede a dejarnos a solas por unos minutos mientras va a la cafetería por su almuerzo.
Cierra la puerta, pero no sin antes dedicarme una última mirada discreta de cómplice que yo correspondo con una sonrisa sutil. Entonces, se retira.
Estoy a solas con mi padre. El hombre que me ha odiado por años y que no soporta verme. Por segundos, ambos nos quedamos en silencio y la tensión e incomodidad crece con el pasar de las manecillas, hasta que él se dispone a hablar. Más bien: a poner por delante su posición como un hombre importante.
—Estás embarazada. —No lo pregunta, lo afirma. Lo que significa que uno de los doctores debió mantenerlo informado en todo momento. Lo que significa que sería una pérdida de tiempo fingir demencia.
Lo miro e intento no acobardarme. —Sí.
—¿De quién es?
—No lo sé.
—Neferet, déjate de estupideces y dime de quién es ese bastardo que esperas.
Se me sube la bilis por la garganta. Lo miro a los ojos con furia y las fosas nasales aleteando. No es la primera vez que escucho que alguien llama «bastardo» a mi bebé.
—¿Y tú? —espeto con poco respeto—. ¿Cuál es el verdadero nombre de esa tal Spy que me apuntó con un arma y me llevó a ese lugar de mala muerte?
—No te salgas por la tangente.
—Y tú no evites mi pregunta. —Entre nosotros se crea un silencio sepulcral—. ¿En qué momento, papá?
—¿A qué te refieres?
—¿En qué momento empiezas a planear mi muerte, papá? A mí no me vaciles o intentes engañarme como a tus empleados, sé que tú tuviste algo que ver con mi secuestro. Con ambos.
Mi padre me mira como si sus pensamientos lo tuvieran ensimismado.
—¿Cuándo conociste a Clint? —exijo saber—. ¿Tú conocías la existencia del orfanato «Cuatro Estaciones» cuando me mandaste a los seis años a vivir al bosque? ¿Sabías que Hannah Green, antes conocida como Beatriz Young, fue la mujer que contrataste para atenderme mientras tú hacías de las tuyas en los negocios? ¿Por qué carajos no me dejaste vivir ahí aun después del incendio? ¡Te convenía, maldita sea, alejarme de ti! ¿Por qué, papá?
—Porque eres mi hija.
—¡Hombre, gracias! ¡Estoy honrada de cargar con este apellido y ser tu hija, cabrón horroroso! —le grito, faltándole al respeto por primera vez en años.
Nunca le había dicho alguna grosería a mi padre, ni aunque la ocasión lo ameritaba o tuviera unas ganas de espetarle el mal padre que era, jamás lo he tratado de este modo. He de admitir que me siento mejor gritándole que fingir conformidad con sus palabras.
—Estoy harta de ti —prosigo—. Estoy harta de tus indirectas y mentiras y engaños. Y más que me trates como a una sanguijuela que sólo llegó a este mundo para arruinarte la vida. ¡Qué idiota soy! Yo siempre pensando que es porque me parezco a mamá, la razón por la que no quieres estar conmigo y hacer tu rol de papá. Pero la verdad, Bruce, es que es más simple explicar las causas de tu ausencia paternal que con un rencor del pasado... A ti sinceramente no te gusta ser «padre». Eso es todo. Nunca quisiste tener hijos.
Bruce se ríe con la nariz como un bufón. —Sí... Eso sí es verdad, hija.
De brazos cruzados se acerca a mi cama. —Es cierto todo lo que has dicho. Tu madre era la que quería tener hijos, yo no. Yo jamás te quise. Solamente la complací embarazándola porque no había nada que pudiera negarle.
Le sostengo la mirada, furiosa, levantando el mentón en un gesto audaz.
Se inclina y me sonríe con cinismo. —Te odio, estúpida y grosera malagradecida. Siempre te odié, incluso cuando estabas en el vientre de tu mamá.
—Eres un monstruo. He visto más humanidad en un perro hambriento que en ti.
—¿Monstruo? ¿Por qué no te detienes a observar todo el panorama, ingrata? Yo fui quien salvó tu vida. Dos veces. Te saqué de esa casa en donde abusaban de ti y te lavaban el cerebro con esa mierda del amor en cautiverio, volví a salvarte cuando Clint Cooper te raptó e intentó violarte, incluso ahora te estoy salvando la vida de la opinión pública. ¿Qué crees que dirá la gente de ti, cuando se enteren todos los medios de que te enamoraste de cuatro hombres que te trataban como a su juguete? ¡¿Eh?! Estúpida, estúpida, estúpida, niña. Y además de eso, embarazada —me señala con desdén.
—¡Claro! Porque a ti lo único que te importa es «el que dirán», ¿no? —lo desafío.
—A todos les importa «el que dirán», Ret.
—A mí nunca, Bruce. Si no me interesa ni tu opinión, ¿por qué crees que me va a interesar más la de un sujeto que ni conozco?
—No quiero escucharte más. —Me mira, pero no me intimida—. Tienes tres semanas de embarazo, Neferet —me toco la barriga en un instinto protector—. El doctor me recomendó no practicarte un aborto por el bien a tu salud física. Pero en cuanto esos moretones sanen y tu hombro esté mejor, nos desharemos de esa cosa.
—Si tú o alguno de tus secuaces me pone una mano encima, te juro que no me va a importar matarte con mis propias manos con tal de asegurar el bienestar de mi hijo. El que tú nunca me hayas querido, no significa que yo tenga que someterme a tus exigencias.
Quien toque a mi hijo lo mato.
—Soy una adulta. Ya he decidido que quiero a este bebé. Y ni tú ni nadie me lo va a quitar jamás. Yo lo voy a conservar, pese a quien le pese.
—¿Ah, sí? ¿Y con qué dinero? Soy capaz de desheredarte si vas en contra de mí. Incluso de hundirte, cerrarte puertas y cortarte la cara para que ni de puta puedas venderte.
—Haz lo que quieras, Bruce. Así como tú nunca me has querido, yo jamás me he interesado realmente por ti desde hace años.
—Eso es lo único inteligente que has dicho hasta ahora —dice, airado y temblando por esa misma furia, antes de salir de la habitación.
Me acaba de romper el corazón la única persona que jamás pensé que lo haría: mi padre.
Mi rostro se contrae cuando él se va. Me muerdo el labio inferior tan fuerte que temo romperlo. Sollozo. Gruesas y lastimosas lágrimas caen de mis ojos y se deslizan por mis mejillas como una idiota que desperdicia su tristeza llorándole a quien no lo merece. Gimo con fuerza de dolor, y me cubro el rostro con ambas manos sintiéndome tan tonta y a la vez tan dolida. Moqueo y me abrazo a mí misma mientras miro con desconsuelo y nostalgia mi barriga, tocándola con tiento y ternura mientras sonrío y sigo goteando como una burra.
Tranquilo, pequeño Alíen, yo sí te amo.
No le haré a este bebé lo que me hicieron a mí.
Tocan a mi puerta, y me limpio con apuro las mejillas y debajo de los ojos mientras me sorbo la nariz y recupero el habla. —¿Se puede? —me preguntan detrás de la puerta.
Respondo que sí, y la enfermera de ojos amables a la que me aferré tanto aparece con una sonrisa linda en su rostro, y una charola de plástico con una tapa que no me permite ver la exquisitez que de seguro nos trae a mi pequeño Alíen y a mí.
—¿Puedo pasar?
Asiento en respuesta, y le sonrío tímidamente. —Sí, gracias.
—¿Cómo se encuentran? ¿Su padre ya se ha ido? —cerciora que sea así mirando a todos lados.
Eso me hace reír. —Sí. Ya se fue.
—Ah, qué bueno. No queremos malas vibras en este lugar. Tú y tu pequeño necesitan descansar, y... —Deja la charola sobre la mesita de tabla que saca de un extremo de mi cama—, un rico almuerzo.
Vuelvo a sonreír. —Gracias... Am... Disculpe, ¿señora...?
—Josefina —dice—. Pero todos me llaman Tita.
—Tita, qué bonito nombre —digo, y es verdad. Me gustan los nombres originales—. Muchas gracias por todo. Ha sido usted amable y valerosa conmigo.
—Eres una niña preciosa, Ret. Y apuesto mi receta de chocolate blanco que va a ser una niñita linda igual que tú, bonita.
—No lo sé. Cuando lo visualizo... veo a un niño. Un tierno niño... que tiene cara de Alíen. Por eso me refiero a él como «mi pequeño Alíen».
—A lo mejor es una pequeña Alíen, ¿no?
—Puede ser. Pero si es así, sería una niña muy fea.
—Bueno, la dejo. Tengo que ir a revisar otros pacientes. Por favor, almuerce. Devórelo todo.
—Gracias.
Me sonríe antes de irse bamboleando sus rizos. De espaldas... me recuerda ligeramente a alguien. Ella transmite un aspecto familiar para mí que me resulta único, lo noté en su espalda como en sus ojos, una ligera pizca de humanidad, comprensión y fuerza que me atrae como a un imán.
Bueno... Niego con la cabeza, olvidándome de todo, y concentro mi atención en la charola que me espera. Recobro mis energías y ánimos. Quiero alimentarme bien, estar fuerte cuando dé a luz a mi pequeño Alíen, o a mi pequeña Alíen... La idea de tener una niña también me gusta. Aunque, apuesto a que Donnie no le va a gustar demasiado la idea de tener una linda bebita, sé que igual será un padre maravilloso. Como Mike, Allen y Jared.
Suspiro y pierdo fuerzas, al recordar la última imagen de sus caras cuando me arrebataron de mi hogar a su lado.
¿Qué estarán haciendo mis chicos? ¿Cómo están? ¿En dónde estarán? Espero que estén a salvo.
Destapo la charola, y apenas lo hago, lágrimas de alegría saltan de mis ojos como por arte de magia mientras me rio como una posesa. Oh, Dios. La sonrisa que se dibuja en mis labios no cabe en mi rostro. Me llevo la mano a la boca, y mis dedos acarician mis labios entreabiertos de felicidad, cuando tomo con elegancia la preciosa belladona que se encuentra como único objeto en el plato.
La inspecciono. La hago girar lentamente. Y lloro y rio como una loca enamorada que sabe lo que este mensaje significa.
!Están vivos!
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