Capítulo 54
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«¿QUIÉN ERES?»
La oscuridad no es mi enemiga, pero tampoco mi fortaleza. Con el tiempo, puede que mis ojos se hayan adaptado a reconocer el entorno que esto signifique. Aunque aún no estoy segura del sentido que tenga.
No sé cuánto tiempo pasé inconsciente, atada de manos detrás de la silla en donde me sentaron, debajo de una gotera que me mantenía despierta y adolorida, provocándome estornudos y un inestable dolor de cabeza. Apestaba a drenaje, y el piso acaloraba las suelas de mis tenis. No podía ver nada. No distinguía un sonido o a una de las muchas personas que discutían cerca de mí.
La mayoría eran palabras inconexas que iban y venían y corrían por mi cerebro haciendo que me estallara el craneo del dolor. No entendía nada.
Lo único que entendí fue...
—Sí, señor. Aquí está.
—No...
—Han muerto.
—Como desee...
Sollocé cuando oí que ellos habían muerto.
No... No puede ser. Esos malditos bastardos locos no pueden estar muertos. Juraron estar conmigo eternamente. No pudieron ser tan crueles y haberme abandonado de una manera tan poco original como esa. Mike lo prometió. Y yo... le creí. Aún le creo. Aún creo en ellos a pesar de que no exista una posibilidad de que me encuentren a tiempo. Aún les creo. Esto no puede terminar así. No lo permitiré.
Me bajaron del vehículo a punta de pistolas, aún con el saco en la cabeza, y me sacudieron y condujeron a este lugar que tenía más escaleras de las que podría tener un edificio abandonado. Tampoco se oía mucha actividad a mi alrededor. Eran varios hombres y mujeres uniformados los que me obligaron a subir escalón tras escalón hasta encerrarme en este lugar al que me acostumbré aunque no quisiera.
Pensé en Mike, Donnie, Allen y Jared. Y en mi pequeño Alíen. Pensé en ellos para no cometer alguna imprudencia. No sabía en dónde estaba; si el suelo era inestable, si mi silla estaba suspendida por algún pedestal, si estaba rodeada de cuántos hombres... Nada. Lo mejor era no hacer nada por mucha impotencia que sintiera mi pecho cuando pensaba en quedarme quieta un segundo más, mientras oía y sentía el flash de una cámara fotografiar mi secuestro en esta silla.
Grité y gruñí. —¿Qué carajo? ¿Quién coño eres?
"Todo estará bien", pensé. "Voy a salir de ésta", me repetí mientras imaginaba un futuro en donde los seis viviéramos juntos como una familia.
Creo que fueron horas. Creo que fue un día. Creo que estuve muerta y me revivieron, sólo para volver a torturarme de nuevo con el filo de una daga sobre mi vientre desnudo que se encogía solo por un reflejo de protección contra el temor de un corte seguro contra mi frijolito.
Temí por la vida de mi bebé. No sabía que este pequeño Alíen significaba tanto para mí hasta que existió la posibilidad de perderlo cuando me apuntaron en la barriga.
Quería a este bebé. Quería verlo llegar al mundo. Una parte de mí se alegraba y entristecía cuando aún me sentía a salvo de no perderlo. Pero la otra mitad razonable de mí me decía que no duraría demasiado su estadía en mi vientre.
Oscuridad y nada más...
No sabía quién entraba a la habitación cuyo entorno desconocía por el saco en mi cabeza. No sabía quien jalaba una silla, arrastrando las patas por el suelo, y se sentaba delante de mí sin pronunciar palabra que delatara su presencia femenina o masculina en la habitación.
Era el jefe; estaba segura. Pero, ¿por qué aún no se presentaba o decía lo que haría conmigo? ¿Qué le impedía matarme? ¿Qué se lo impide?
Así pasé dos horas, con él observándome y sin emitir ruido alguno que no fuera el de su respiración. Era tranquilo, calmado, como si él acecharme lo mantuviera conectado con su humanidad.
Me dolía la piel de mis manos, los dedos me torturaban. Las correas lastimaron mis muñecas. Sentía una ligera humedad en mis manos; no creo que fuera sudor.
Fue ahí en donde decidí ser más valiente. En donde me dije que esperar sólo provocaría mi muerte. En donde morir sin intentarlo era peor que morir por alguna enfermedad terminal.
—¡Desátame para poder golpearte! —exijo en un grito.
—Relájese, señorita Heathcote. Nadie va a lastimarla.
Esa voz... Esa voz fue la misma que me dijo que si movía algún músculo me dispararía. Pero no es la del jefe que aún se mantiene en anonimato. No. Sé que ella no está a cargo de este secuestro. Podrá ser la intermediaria o la segunda al mando, pero no el jefe.
Sea quien sea. Sé que fue el sujeto que mandó aquella nota amenazante con ese paquete vacío. Pero ¿por qué...? ¿Por qué aún quiere seguir en las sombras? ¿Por qué no se anuncia de una vez y me da el clásico discurso de porqué estoy aquí?
Quizá porque... una parte de mí sí lo sabe. Después de todo fui yo quien robó la atención de Mike. Fui yo quien supo que sería madre. Fui yo quien lo expulsó y lo amenazó antes de muerte. Ese pelirrojo y esa Lisa Jones están detrás de todo esto. Son ellos. Lo sé. Pero perdiste la duda: ¿por qué no se presentan?
—¿Quién eres? —le pregunto a la mujer del intercomunicador.
—Teniente Spy, señorita Heathcote —se presenta.
—¿Y el nombre de él?
Oigo una risa femenina. —¿Porqué asegura que es un él, señorita?
Lo sabía. Después de todo es Lisa Jones la que me observa.
—¿O debería llamarla señora? Porque ahora no es la dulce pelirroja que salía con sus amigas y Carlos, ¿no es así? Ahora está creciendo en su vientre el bastardo de alguno de ellos, ¿verdad?
Se me sube la bilis por la garganta. Nadie insulta de ese modo a mi bebé. —¿Quién carajo eres?
—Ya le dije, señora. Soy la teniente Spy.
—¡No eres nadie! ¡Y tampoco tienes una mierda! —aúllo—. ¿Quién carajo eres y para quien trabajas? ¿Estás con Clint Cooper y Lisa Jones?
Oigo otra risa femenina. Sé está burlando de mí. —Ay, Ret. ¿Piensas que esto sólo se divide entre esos dos? Si supieras la historia completa entenderías cuál es el verdadero motor en tu precaria condición.
—¿A qué te refieres?
—Tic tac, Ret. Piensa en cuales quieres que sean tus últimas palabras.
—¿Cómo?
Alguien se levanta de una silla. Creo que es el jefe. Oigo que abren una especie de maletín y sacan un objeto que sólo hace chispas.
Oh, Dios...
—Oiga, espere... Espere, espere...
Sé lo que es y ocurrirá conmigo antes de que puedan poner sobre mi piel ese objeto con forma de linterna y activarlo. Grito. Mis músculos tiemblan y responden ante la descarga eléctrica que invade mi corazón, estómago, intestinos y puntas de los dedos. Recorre todo mi cuerpo y me inmoviliza al instante. Me asaltan las lágrimas cuando terminan, y un hilo de saliva escapa de entre mis dientes sin que pueda evitarlo. Me quedo muda. Estoy ida. No proceso la información que escucho a través de mi somnolencia.
—¡Guau, la perra fría es fuerte!
—¿Estás segura de que quieres continuar con esto?
—Sí. Unas cuantas descargas más no le harán daño. Ella aguanta. No tienes idea de lo perfecta y resistente que puede llegar a ser.
Otra descarga eléctrica corre por mi columna vertebral. Vuelvo a gritar y a llorar mientras recibo los volteos sobre mi piel.
Terminan, pero no me dejan en paz. Sus voces martillean mi cuerpo adolorido y a punto del colapso. Me acosan en mis sueños y en mi vaivén de cordura.
—Recuerda que tu plan no es matarla hasta que esté reunida con su padre.
—Sí. Lo sé —acepta a regañadientes como si estuviera haciendo una rabieta—. Bueno, otra y ya.
Lo vuelve a hacer. Esta vez es peor porque la gota que cae sobre mi cabeza me fríe el cerebro y contrae los músculos de mis piernas como si intentaran salir corriendo, pero sin poder tocar el suelo.
No puedo soportarlo más.
Mi bebé... Por favor, no maten a mi bebé.
Mi cabeza y párpados se rinden. No debería hacerlo, pero no hay otra manera. Me dejo ir. Caigo en la inconsciencia.
Y recuerdo...
Lo hago para mantenerme estable y con una pizca de esperanza. Dijeron que me matarían cuando mi padre esté aquí. Quizá tenga una posibilidad de escapar si juego bien mis cartas. Tal vez no es demasiado tarde...
Tal vez mis hombres lograron salir a tiempo de la casa y vienen a rescatarme. Tal vez incluso estén en camino. Tal vez pueda moverme. Tal vez no muera aquí. Tal vez mi bebé aún siga con vida. Tal vez es hora de pelear.
Pero no puedo. No puedo moverme. No puedo continuar. No puedo hacer más que recordar todos esos buenos y malos momentos que pasamos juntos.
Las risas...
Los chistes...
Las bromas...
El engaño...
Los días de aislamiento...
Los olores de nuestros cuerpos unidos...
La emoción del enamoramiento...
La confesión de Mike...
Su historia...
Oh, Mike...
Recordarlo es lo único que me sujeta a este mundo.
Recordar lo que me dijo...
Recordar la única vez en la que fue honesto conmigo aun cuando tenía días de conocerlo...
Vuelvo a revivir esa noche.
Terminamos de hacer el amor. Fue todo lo que alguna vez soñé cuando ambos estuviéramos en la misma onda. Porque lo amaba. Lo adoraba demasiado cuando estábamos juntos y a solas. No podía evitar no quererlo con la misma intensidad que a los seis años.
Ahora sabía que nos conocíamos desde niños. Ahora sabía que una persona en común nos conectaba como un hilo rojo.
Ella fue nuestra conexión. Ella fue Beatriz Young y Hannah Green. Me hubiera encantado conocerla cuando fue su madre, su maestra, la oradora en sus cabezas entre el bien y el mal.
Pero no pude. Porque murió.
Y finalmente pude conocer la historia que había guardado años en su interior. La historia de lo que pasó. La historia que lo puso en sincronía con mis rarezas.
Me lo contó todo cuando me acomodé en su pecho y escuché el suave latir de su corazón.
—No sé en dónde está mi madre biológica —empezó con el principio—. Nunca me ha importado de todas maneras.
—¿Recuerdas algo de ella?
—Sólo que le gustaba sacarse los dientes para pagar sus drogas. Y cuando se quedó chimuela, empezó a sacármelos a mí.
Me estremecí.
—Un día se fue y nunca regresó. Entonces entraron esos hombres y me llevaron al orfanato «Cuatro Estaciones». Ahí conocí a Max, Elias y Noah. Ellos fueron los únicos amigos que tuve y los que necesité para sobrevivir. Se convirtieron en mis hermanos. En mi familia.
—¿Sólo... entraron a tu casa y te llevaron lejos?
—Lo único que dijeron fue que conocían a mi padre. No tengo muchos recuerdos de él, excepto que quería a mi madre biológica como a ninguna. Y a mí. Me quería a mí. Siempre ponía Have You Ever Seen The Rain de Rod Stewart cuando bailaba con mamá. Lo recuerdo. Tenía tres años. Y cuando cumplí los cinco murió. Entonces mamá se vino abajo y yo con ella.
»Creo que no fue su culpa adormecerse para no pensar en él. Pero cuando ella se fue... esos hombres vinieron por mí. Fue como si sólo estuvieran esperando su oportunidad para raptarme. A veces creo que ellos tuvieron algo que ver con que mi madre no volviera a la casa esa noche.
Acaricié su pecho y lo besé. Eso le dio ánimos para seguir.
—Pasé unos años de mierda cuando estuve en el orfanato. No te aburriré con los detalles... Sólo te diré que perdí la virginidad a los once años con una mujer llamada Amanda Walter. Ella nos torturaba y mandaba a sus enfermeros para lastimarnos. Pero yo era su favorito. Yo le gustaba.
—¿Fue esa mala mujer la que te enseñó a tocar el piano? —le pregunté.
—Sí —me respondió—. Me enseñó todo lo que sé. Sufrió de artritis reumatoide cuando cumplió cincuenta años; por eso me instruyó y llamaba a las horas que ella deseaba para que tocara el piano en su oficina.
—¿Te violó?
—Algo así. Sonará enfermizo lo que te diré, Ret. Porque... a una parte de mí le gustaba sentir eso... Saber que podía causarle una sensación de ese tamaño a una mujer mayor.
—¿Te excitabas?
—Un poco... Tú me excitas más —dijo, y besó mi coronilla.
—No cambies de tema, Mike.
—Carajo, un poco de luz en la oscuridad nunca viene mal, Belladona. Oh... en fin... A los doce años todo mejoró porque te conocí. A ti y a Beatriz Young. Era enfermera. Fue tu niñera. Bueno, la niñera de un diablito rojo; así te apodaron todas tus tutoras antes de que Beatriz llegara y pusiera tu vida en orden. Siempre intentó hacer que tocaras el piano, pero a ti te aburría demasiado como para seguir con la siguiente lección.
Mi mente viajó y escudriñó en mis memorias.
Sí... Tenía recuerdos de mí tocando con cansino las teclas del piano. Y también de las finas manos de una mujer que me ayudaban a tocar dos notas musicales.
—¿Lo recuerdas ahora? —me preguntó.
—Algo... Sólo un poco.
Mike no se rindió y continuó hablándome:
—Beatriz Young nos salvó la vida.
—Debió ser una madre fantástica.
—Tú también nos ayudaste... Me ayudaste. De no haber sido por ti nada habría pasado.
—¿Yo?
—Tú me diste la idea de envenenar a Amanda Walter. Con Belladonas que crecían en tu jardín, con esas flores salvajes y hermosas nos salvaste las vidas. Tú me diste tres, aunque yo volví después y te robé siete. No quería que esa maldita se levantara y tuviera una oportunidad de salvarse.
—¿Yo te di el veneno?
—Tú no sabías nada de la Belladona. Yo te la pedí y tú me la diste como un obsequio. Te dije que era para mi madre.
Puse los ojos en blanco. —Dios mío, desde pequeño eras un mentiroso y tramposo.
—Cuando maté a Walter, sentí que estaba siendo muy egoísta. No quería que sólo ella gozara sola. Quería que todos se unieran a la fiesta. —Hizo una pausa y prosiguió—: Por eso le prendí fuego a todos los rincones del orfanato. Quería olvidarme de todo. Quería que esos recuerdos se extinguieran.
»Como todos los que nos hicieron daño... Ahí estuvo mi error. Eso es lo que Jared no me perdona... Porque él lo vio, ¿sabes? Mi hermano vio todo lo que hice. Le hice a un enfermero que tenía dieciocho años —dijo haciendo énfasis en «Le hice» como si se arrepintiera de sus actos.
—¿Lo mataste?
—Tuve que hacerlo.
—¿Cómo pasó?
—Él estaba ahí, tirado en el suelo, agonizando por las quemaduras que tenía en su pierna. Porque salió con vida, atravesó las llamas y escapó. No llegó demasiado lejos, pero sí huyó.
—¿Y qué hiciste?
—Lo seguí. Lo perseguí hasta que sus pies le fallaron y cayó. Entonces él... empezó a soltar sobre su familia, sus hermanos, sus padres... Dijo que tenía una familia, que él era una persona y que sólo obedecía órdenes. Dijo que aún no quería morir... Y le disparé. Y cuando me di la vuelta para regresar a lo que quedaba del orfanato... Jared estaba ahí de pie, mirándome como si no me reconociera, como si yo le diera miedo.
Suspiró. —Eso me destrozó... —finalizó su historia, jugando con un mechón de mi largo cabello rizado.
Besé su pecho. —No fue tu culpa —le dije.
—Lo de mi madre, sí. Lo que le sucedió a esa enfermera, también.
—No, no es así. —Lo besé otra vez, deseando que me creyera—. No es culpa tuya. No lo fue.
—¿Aún quieres estar conmigo? —me preguntó como un niño indefenso.
Sonreí contra su imperfecta piel. —Sí... Siempre.
—Pero..., ¿acaso te dormiste? ¿Escuchaste todo lo que dije? —se sorprendió—. Yo... te manipulé, asesiné a sangre fría, te metí en un problema que no es tuyo... ¿Por qué quieres seguir conmigo después de todo lo que he hecho?
Lo miré seriamente, acaricié su rostro y pronuncié un sincero: —Porque no eres malo.
No lo era. Sólo estaba enojado con la vida. Y eso era normal. Y estaba bien. Estaba bien sentirse enojado, quejarse, sufrir, decir groserías, romper cosas, desahogarse, gritarle al viento... Todo eso era correcto. No siempre debemos ser positivos o pensar que las desgracias venían disfrazadas de milagros.
—Te amo. Y quiero estar contigo. Siempre.
Y sí quise en su momento y aún quiero.
Amo a Mike. A Donnie. Allen y Jared. Ellos son mi mundo ahora. Son mis personas favoritas.
Lo dije antes: nadie me obligó a hacer nada que yo no quisiera. Si estoy aquí ahora es porque mi voluntad me llevó adonde estoy.
Y no hay arrepentimientos cuando se trata del amor.
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