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Capítulo 50

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«ENEMIGOS»

Me despierto desnuda, con una sábana blanca y lisa cubriendo mis piernas y cintura, de costado, sintiendo el ambiente frío en el estudio, la calidez de la luz solar atravesando el vidrio de la ventana, mis pezones aún erectos por los efectos que experimenté anoche con dos hombres, mi piel erizada y sensible, el deseo entre mis piernas que aún duele, el calor y los fluidos que debí haber limpiado ayer —por higiene—, pero que no hice. Lo admito, por flojera.

Lamo mis labios y entreabro la boca, soñando como un bebé. Respiro tranquilamente, como si acabara de descubrir la bendición de una buena y relajante siesta a mitad del día.

Me desperté hace horas... Bostecé mientras los veía como una colegiala enamorada hasta de las plantas de sus pies olorosos y sucios. Mi cabeza alternaba entre uno y el otro. Por un lado tenía a Donnie, un ajedrecista serio que finge ser un tipo rudo. Y por el otro tenía a Mike, un rubio de locuras bien planeadas que hace cualquier cosa para salirse con la suya. Pero ninguno de los dos termina de ser humano. No termino de leerlos. Todo el tiempo riéndose de la muerte, fingiendo ser los más fuertes del grupo, los más centrados. Y resulta que son todo lo contrario. Donnie es un imitador. Mike es un asunto pendiente que aún intenta descubrir quién es. Además de que es el más vulnerable de los cuatro.

Me desvelé vigilándolos. Quise saber más, preguntarles todo lo que mi paladar podría estarse guardando con respecto a Clint, Lisa y Beatriz. Pero por respeto al enfrentamiento que presencié entre ese pelirrojo barbón y mi rubio, no lo hice. Aún tengo el coraje atorado en la garganta por haber visto cómo trataba a Mike. Siento que debí hacer más. Siento que no lo lastimé lo suficiente para vengar a Mike. Siento que ahorcarlo con el cinturón de Allen no fue suficiente, para no hacerlo querer regresar jamás.

La madrugada me sentó de maravilla, pero me cobró las energías que debí seguir recargando hasta las nueve del día. Salió al revés el asunto: me quedé dormida a las nueve en lugar de seguirme derechita a intentar levantarme. Mientras mis pestañas bailaban y luchaban por mantenerse separadas de las bolsas creándose debajo de mis ojos, noté que los cuerpos de mis hombres comenzaban a despabilarse.

¿Por qué no me despertaron?

Me besaron, pero no para estimularme, sino para mimarme; compensar los dolores de mis muslos, piernas y pechos. Dios... Se sintió tan rico.

Abro los ojos y compruebo que ellos se han ido. Estoy sola en el estudio, aún con los destrozos del piano esparcidos por doquier. Me incorporo y levanto de las mantas para buscar mi ropa. Encuentro mis calzones y mi blusa y me pongo la delicada tela y mi ropa interior. Salgo del estudio y camino hasta dar con el origen del maravilloso olor a carne sazonada y verduras asadas. También escucho murmullos entonados de una melodía armoniosa y feliz, que vienen del mismo lugar que el aroma a delicia que me despierta... otra clase de apetitos.

Camino descalza y llego a la cocina. Ahí encuentro a Donnie, con los calzoncillos y pantalones puestos, con un mandil rosado que protege su torso del aceite y jugos que saltan del sartén en la lumbre. Está despeinado, tarareando, animado, bailando, tranquilo y muy despierto.

Es feliz...

Me encuentro sonriéndole a la imagen que proyecta el ajedrecista de piel morena y ojos candorosos. Me deslizo como un reptil, y apoyo mis codos en la isleta mientras lo miro con la misma satisfacción que sentí anoche.

Se da la vuelta y nuestros ojos se encuentran. No se asusta o le sorprende mi presencia. Me sonríe y escanea de arriba abajo, evaluándome como un hombre que sólo aprueba concursos de camisetas mojadas.

Pervertido y loquito; así me gustan.

—¡Buenos días! —me saluda un sonriente Donnie.

—Buen día —lo saludo con otra sonrisa.

Se inclina sobre la isleta y me besa. —¿Cómo dormiste?

—Mmm... Bien.

—¿«Bien»?

Me rio, tímida. —Muy, muy, muy bien —le respondo, besándolo una y otra y otra vez.

Tomo sus mejillas y lo beso en la punta de la nariz, en las pestañas, en la frente, en el tabique de su nariz. Mis labios se dejan llevar sobre su rostro como si estuviera recorriendo con el dedo las líneas del mapa topógráfico en mi libro de Geografía. Me pierdo en sus ojos oscuros que absorben todo de mí. Me pierdo en sus espesas cejas que guardan más secretos de los que parece esconder a simple vista. Me pierdo en él como si me estuviera haciendo el amor.

Sus dedos gruesos y ásperos me acarician con ternura la mejilla y el labio inferior. —Qué preciosa eres —musita en mi nariz, cerca de mi aliento.

Sonrío y lo miro con ojos embellecidos por apreciar la sinceridad dentro de la oscuridad que abraza su mirada. Lo beso. Somos delicados con los labios del otro. Me dejo llevar y permito que tire de mí, que mi cuerpo rodee la isleta y me pegue a él como un imán. Permito que me saboree y que ocurra lo que de seguro quiso de mí cuando despertó.

Me quita la ropa interior. Me sienta en la isleta y él desabrocha el botón de su pantalón.

—Oh. Oh. Oh. Oh... —gimo en su oído mientras lo abrazo, mientras mi mejilla se mantiene junto a la suya, mientras sus embestidas me devuelven el alma al cuerpo, mientras la comida se quema y el horno pita en demencia.

Grito, y él me manda a callar con empujes más testarudos y apresurados que me hacen poner los ojos en blanco y echar la cabeza hacia atrás. Mis manos lo recorren. Lo exploro. Quiero gritar, seguir gimiendo, pero sólo puedo jadear. Jadeo y respiro con agitación mientras sus acometidas consiguen que llegue... que llegue... que llegue...

—¡Ah! Ah... Estoy a punto.

—Termina, amor. Termina para mí. Te quiero sentir —gruñe en medio del sudor y la excitación que le provocan los ruidos que hago.

Me derrito, y él se deja ir conmigo. Nos quedamos un rato así: abrazándonos, sintiendo el corazón del otro, queriéndonos, saboreando la piel del cuerpo al que decidimos unirnos. Beso el sudor de su hombro. Levanto la cabeza del hueco de su cuello y lo miro a los ojos. Me peino los rizos del pelo y me abanico con mi mano. Le sonrío y él a mí. Y, sin conocer el motivo que a ambos nos impulsa, pero comenzamos a reírnos. Nos reímos y besamos entre labios suaves que nos llevamos a la boca. Pasa mientras él sigue dentro de mí, mientras ese pedazo de sentido común, que aún está cuerdo en mí, corre el riesgo de quedar embarazada. Pero no protesto. No me muevo. Aún quiero sentirlo...

—¿Aún estás segura de no querer hijos?

—Mmm... ¿Qué? ¿Puedes leer el pensamiento?

—¿Estabas pensando en eso?

—Mmm... Sí.

—¿Sí qué, Ret?

—Si hubiera un bebé en camino... Bueno, digamos que la noticia no me desagradaría tanto.

Se ríe uniendo su frente a la mía. —Vas a ser la mamá más hermosa del mundo. Ya lo verás.

Hago un mohín con los labios. —Ojalá...

Se le descompone la cara. —¿Ah? ¿A qué te refieres?

Mierda.

—Ah... Nada. No me refiero a nada. Disculpa.

Intento irme, pero él me lo impide. —No. Quédate y dime ¿a qué te refieres? —No digo nada. Eso lo desespera—. ¿Por qué insinúas que no estarás cuando des a luz? ¿Qué? ¿Piensas que...?

De repente, sus ojos se agrandan como si hubiera visto un fantasma. Palidece. Algo dentro de él es trasparente y se encoge por el miedo. Se ovilla dentro de sí cuando se da cuenta de lo que mi comentario imprudente ha significado para mí por mi experiencia. Pero... para él significó suponer, o, prepararse para uno de los escenarios más traumatizantes de su vida. Oh, Dios, ¿qué hice?

—Ret, piensas que... ¿morirás? —Incluso decirlo en voz alta es una completa falta de respeto a lo que acabamos de hacer. Le duele, puedo verlo. No lo expresa, pero sé que es así. Ya lo voy conociendo.

¿Qué carajo pasa conmigo? ¿Cómo pude siquiera pensar algo así en un momento tan íntimo con éste?

Rompo en un sollozo que me corroe cada vena del cuerpo. Me llevo las manos a la boca y mis cejas se arrugan. Lo miro a través del temblor en mis párpados que amenazan con cerrarse y derramar mis lágrimas, gruesas y llenas de dolor, que quieren caer sobre sus pies y pedirle perdón. Perdón por haberlo hecho sentir que mi muerte fuera una posibilidad que acatar, como si fuera un escenario futuro e inminente, cuando en realidad no lo sabemos. No estamos seguros.

—Ret...

—Perdóname... —Es lo único que puedo decir. La emoción me puede—. Yo... No sé. A veces hablo sin pensar. Sé que tengo boca de camionero. Un carácter de mierda. Me aviento sin pensar en las consecuencias. Pero me arrepiento dos segundos después. Lo juro —termino llorando, estrechada en los brazos de Donnie. Me abraza con amor. Me abraza con fervor.

¿Qué hice para merecer un afecto de esta magnitud?

—Ret... Amor. Aún no vas a morir. No pasará. Tienes dieciocho años y cuatro novios que te adoran como si fueras su diosa.

—¿Qué? —me recupero. Sorbo por la nariz y me limpio las lágrimas con las yemas de mis dedos—. Disculpa, cariño. No aparento ser una diosa. Soy una diosa, nene. No por nada los traigo como locos.

—¿Crees que estamos locos? —me sonríe.

—Secuestro e intimidación —los enumero—. ¿Te parecen a ti acciones correctas para ligar?

—¿En este siglo, y con esta gente? —Lo piensa haciendo un gesto pensativo con su mentón—. Mmm... Sí.

La carcajada que expresa mi impresión de escucharlo hablar de estos temas como si fueran casuales me superan. Vuelve a acunar mis mejillas y a besarme. Pero la duda persiste. El miedo escondido en sus ojos me sonríe, pero no me invita a ayudarlo desaparecer. Supongo que de eso sólo puede deshacerse Donnie. Así como yo tengo que afrontar los míos por mi cuenta. La verdad, no es el temor a tener cicatrices o estrías lo que me impide querer tener hijos. Es el miedo a no despertar. Es el miedo a los escenarios que puedan darse. Me da miedo morir sin antes conocer a mi bebé. No quiero hacerle lo que me pasó a mí a una criatura inocente.

—¿Me perdonas? —le pregunto, cohibida.

—Mmm... —me tortura— Tal vez... ¿Si me das unos besos?

Le doy lo que quiere. Y lo hago de buena voluntad. Donnie me responde con suaves y lentos movimientos hacia mis caderas. Disfrutamos del uno y el otro una vez más. Encajamos perfecto. Estoy embelesada. Quizá por eso no escucho los pasos que provienen del segundo piso. No escucho cuando estos descienden de las escaleras y llegan al comedor, cruzan las puertas francesas y pisan la cocina. Jared nos encuentra. Nos ve. Ve mientras él me penetra, mientras nos entregamos, mientras nos dejamos llevar, ajenos a los ojos avellana que nos observan con deseo y ganas de... Ganas de... Ganas de...

—Muy buenos días a ustedes también. —Suelto un grito de sorpresa e inhalo y exhalo con dificultad cuando giro el cuello y miro al rizado de ojos lascivos—. ¿La están pasando bien?

Va casi desnudo, como Donnie. Su pelo está alborotado y apunta en todas direcciones. Está quitándose las lagañas y bostezando como un oso hambriento. El rizado nos mira como si fuéramos algo imperfecto a la imagen que de seguro montamos, pero no nos ignora. Es más, un destello de curiosidad despierta en sus pupilas.

—¿Eso es un sí?

Me relamo los labios y le sonrío, un poco nerviosa. —¡Buenos días!

—Buenas... —responde, receloso. Su mirada alterna entre uno y el otro, y me pregunta con voz esperanzada y también preparada para la desilusión acostumbrada que recibe de mí—: ¿Nos odias un poco menos que ayer?

—Am... Sólo un poco —bromeo con él. Claro que ya no los odio, a ninguno, ni siquiera un poco.

Donnie me mira de reojo con una sonrisa de picarón, y yo a él del mismo modo. Se ruboriza hasta mi conciencia.

—¿Ya nos quieres? —me pregunta.

—Eh... ¿Creo...?

—Eso explica por qué Donnie tararea como un recién desflorado, y Mike no ha parado de sonreír.

—¿Mike... está... feliz? —le pregunta Donnie, fingiendo la emoción que debería sentir naturalmente, haciendo énfasis en sus palabras—. ¿Nuestro Mike?

Jared asiente y su hermano pone una expresión divertida en los labios, aún sin creer lo que dijo. Yo sólo sonrío escondiendo los labios, apenada y emocionada en partes iguales.

—Eso es un milagro —comenta Donnie, volviendo a concentrarse en la carne del sartén—. Ah, esto se arruinó.

—No importa. Lo arreglarás —digo.

—¿Y Allen? —nos pregunta Jared.

Mi ceño se hunde ligeramente. —¿No está en su habitación?

—No, no está.

—Quizás esté en el jacuzzi —sugiere Donnie.

—Voy a buscarlo. —Tomo la iniciativa.

—Si lo encuentras dile que aún me debe cinco dólares.

Detengo mis pasos, me volteo y lo miro con recelo. —¿Por qué te debe dinero?

—Ah..., hicimos una estúpida apuesta hace días. Yo gané y aún no me ha pagado.

Levanto mi bien depilada ceja en su dirección. —¿Algo de lo que deba enterarme?

Su rostro se descompone de poco a poco. —Ah... Sí. Bueno, no... Bueno, sí... Es que...

—¿Sí o no? —pregunto.

—Eh... —duda en responder con la verdad—, Sí.

Me cruzo de brazos y levanto el mentón. —¿Y de qué se trataba?

—Uf... Es que si te lo digo, te vas a enojar. —Se lleva la mano al pelo, de por sí despeinado, y se lo esponja aún más.

Suspiro y pongo los ojos en blanco. —Dímelo; si no lo haces la cosa será peor porque me terminaré enterando de otra forma —le aconsejo—. Se exacto.

Se estruja los dedos y no es capaz de sostenerme la mirada. Su desequilibrio me impacienta. ¿Es algo en verdad tan grave?

—Es que... Bueno, cuando te engañamos y saliste corriendo a encerrarte en tu habitación, Allen y yo estuvimos hablando y... bebimos y... Bueno, me apostó que no saldrías en meses. Y... yo le dije que lo harías en menos de una semana y... Bueno, ahora estás aquí. Estuviste cuatro días encerrada, mi vida. Pensé que tratar de convencerme a mí primero que tu enojo sólo tomaría días y no semanas... Ay, perdóname, mi vida. ¿Estás enojada? —me pregunta, aguardando y temiendo mi reacción.

—No. —Le sorprende mi respuesta meditada y serena. Sin pizca de rencor o maldad en el habla.

—¿«No»? O..., ¿es un "no demasiado"?

—Dejémoslo en: No. —Doy media vuelta y sigo mi camino hacia el patio trasero.

—Creí que iba a explotar o a volver a encerrarse en su habitación. —Oigo que le dice a Donnie.

Me imagino la sonrisa burlona y plena de mi moreno cuando le responde: —Te diría qué cambió su percepción. Pero... ya te lo dirá ella.

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Hace frío cuando abro y cruzo la puerta deslizable que da al patio trasero. No demasiado, pero sí es fresco el ambiente. Los dedos de mi pie patean sin querer un objeto que cae al suelo y rueda por las tablas del piso. Una botella de vino.

—¡Buen día, Madame! —exclama, sonriente, el castaño de lentes oscuros para el sol—. ¡¿Desea usted una rica margarita?! —Levanta su copa en mi honor desde el interior del jacuzzi.

—¿No es muy temprano para beber? —le pregunto, acercándome.

—No para mí —dice, bebiendo un sorbo.

—¿Qué haces aquí? Hace frío.

—¿Se preocupa usted por mí, Madame?

—Lo necesario —digo. Meto mis pies en los escalones del jacuzzi y le sonrío, coqueta—. Eres mi novio, ¿no?

Él también me sonríe. —¿Es usted mi novia, Madame?

—¿Quiere ser usted mío, Duque?

Me quito la blusa por arriba de la cabeza y la tiro por ahí. Una sonrisa de listo diablo crece en su boca. —Sabes que sí.

Observa con atención cada curva de mi cuerpo. Mira la piel suave que envuelve mis piernas. Los vellos que erizan mis muslos por culpa del frío. Mis rodillas extrañas. Mi pelvis afeitada. Mi vientre plano. Mis senos grandes y botones rosas sensibles por el frío y la luz del sol del medio día. Mi cuello. Mis hombros. Los rizos pelirrojos naturales y salvajes de mi pelo. Admira todo de mí.

Su pecho sube y baja y deja la margarita a un lado. —Bien, Madame, venga aquí ahora. Necesito hundirme en ese bonito templo en el que ha permitido que otros entren.

Me adentro en el jacuzzi y me siento en sus piernas. Tengo que separarme de él por segundos que me sacuden las hormonas. Allen se quita el traje de baño y los lentes oscuros. Sus ojos verdes están ligeramente rojos por el alcohol. Sus labios lucen hinchados y apetecibles. Se lleva uno de mis senos a su boca y me chupa como un bebé.

Sonrío, embelesada. Mi cabeza se echa hacia atrás y me dejo llevar por las sensaciones que trasmiten sus carnosos labios. Tomo sus mejillas y guío su boca a la mía. Su aliento embriaga mi garganta cuando nuestros labios se encuentran y exploran el territorio del otro. Me adora. Sus manos grandes y venosas sujetan mi cuello mientras me besa. Su lengua masajea la mía como si necesitara atesorar este momento para rememorarlo después.

Sus brazos me rodean y levantan. La punta de su pene se coloca en mi entrada y... me deslizo en un lento y suave movimiento hasta sentirlo dentro, llenándome, siendo todo mío y yo de él. Comienzo a moverme. De arriba abajo por su torso como si intentara trepar por su cuerpo. Sujeto su nuca, enredo mis dedos en su pelo castaño y lo acaricio con desespero mientras mis labios buscan los suyos.

Voy más rápido. Lo beso con rudeza. Allen atrapa mi labio inferior y me mira con esa fijeza que me obliga a someterme de un segundo a otro mientras hacemos el amor. Me muerde y suelta despacio mientras él me ayuda a embestirlo. Apoya sus codos en el borde del jacuzzi y deja que haga con este placer lo que me plazca. Lo complazco. Lo beso y continúo cogiéndolo como una salvaje.

—Oh, me cago en... —masculla y lo siento sacudirse en mi interior—. Oh... Carajo —puja con ímpetu y eso me da fuerza.

—¿Te gusta? —pregunto a trompicones—. ¿Te gusto, Allen?

—¡Maldita sea, sí!

Me abraza y embiste duro y rápido. Yo me muevo. Él se mueve. Algo dentro de mí se rompe y deja ir como él se viene dentro de mí. Me besa con calma los hombros desnudos, el valle de mis senos y el hueco en mi clavícula que a veces se llena y otras no por la falta de alimento. Su lengua limpia el sudor de mi piel, y mis dedos dibujan círculos sobre sus hombros.

—La amo, Madame.

—Y yo a usted, Duque.

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Risas y diversiones que recordar cuando seamos más grandes, más adultos, más viejos, menos dementes, menos desequilibrados, menos imprudentes. Envejecemos muy rápido, ¿no creen? Qué injusta es la vida.

Momentos que atesoramos cuando creemos que habrán menos como por los que nos dejamos llevar ahora. Momentos que son mágicos y simples a primera vista, pero por los que te permites embellecerte hasta encontrarte riendo, sudando de alegría, embriagándote de felicidad.

Es amor...

Miro a los cuatro hombres que son el inicio de mi segunda vida, con una sonrisa en la boca. Miro sus manos: decididas y sólidas. Miro sus bocas que se mueven y ríen mostrando esos dientes alineados y vivaces. Miro sus ojos de diferentes colores: expresivos y admirables. Y me pierdo en ellos. Me pierdo en el color, en el brillo, en lo dilatas que se ponen sus pupilas cuando miran mis ojos.

Oh... Qué enferma estoy.

Si fuera una espectadora estaría dispuesta a intervenir y zarandear al personaje que interpreta mi papel, darle de cachetadas y zapes hasta sacarle esa idea loca de la cabeza en la que los guionistas la mantienen para perseverar contenta a la audiencia.

«No estás enamorada. No estás enamorada.» Aún escucho a la parte razonable en mi cerebro que lucha por mantenerme en la realidad. Pero la mando a callar. Lo hago porqué me da la gana. Lo hago porqué quiero formar parte de sus mundos. Lo hago porqué aunque no lo quiera admitir el sentido común de mi cerebro: estoy enamorada.

—¿Ret, todo está bien? —me pregunta Mike.

Termino de masticar mi pizza y bebo un poco de vino. —Sí. Todo es... —Lo medito y encuentro la palabra adecuada para describir este momento—: perfecto.

Le sonrío. Les sonrío a los cuatro. Ellos se miran y después me sonríen a mí. La comisura de mis labios está manchada de tomate y orégano. Jared me limpia con una servilleta debajo del labio inferior con delicadeza, como si estuviera aplicándome el lápiz labial.

Me muero por la ternura que desprenden sus ojos cuando nos encontramos. Sonrío de oreja a oreja y los músculos de mi cara me duelen. Floto en una nube y ambos nos besamos con la mirada.

Entonces..., tocan a la puerta, y el momento se rompe.

—¿Quién es? —les pregunto.

El ceño fruncido de Mike es la única respuesta que necesito para suponer que esa visita no traerá nada bueno. Y estoy de acuerdo. La última vez que alguien nos visitó inesperadamente nos destrozó; a Mike más que a nadie. Un mal augurio me recorre la espina dorsal cuando Mike se levanta, pone la camiseta y camina hacia la puerta de donde provienen los golpes bienintencionados a la madera.

Todo es normal. Todo es natural... Pero eso no atonta a Mike. Él es demasiado inteligente y precavido como para adiestrarlo con esos golpecitos dados a la puerta. Los pasos de Mike son calculados, silenciosos, meditados... Se detiene un momento, gira el cuello y nos mira por encima de su hombro con una advertencia en los ojos. —Jared, Allen, llévense a Ret de aquí.

—¿Qué? —digo—. ¿Por qué?

Jared se acerca a mí por detrás y pone sus manos sobre mis hombros como si temiera que fuera a escaparme en cualquier momento. —Ret... Por favor, mi vida.

—No... Quiero saber por qué. ¿Qué está...? ¿Quién está detrás de la puerta? —susurro en un grito.

—Ret, haz caso por una puta vez —me ordena Mike.

Eso me encabrona. Me libero del agarre de Jared y camino hacia Mike a paso decidido. Lo empujo con todas mis fuerzas y le doy de manotazos hasta que consigo moverlo. —¡Eres un cabrón! —espeto.

—Si ese es el precio por mantenerte a salvo, pues que así sea.

—No me des órdenes. Las odio.

—Y yo que me desobedezcan.

—Jódete.

Donnie me sujeta y aparta de él. Amago con gritar, pero Donnie cubre mi boca con su mano de gorila, impidiéndome pronunciar palabras o insultos dados hacia el rubio lunático.

Mike retoma su caminar. Pega la oreja a la puerta y sólo nos aborda el silencio helado de un mal presentimiento. Gira la manija. Abre la puerta con lentitud y... Nada. No hay peligro. Noto que sus hombros se relajan, pero su postura aún permanece en estado de alerta. Entonces mira abajo, a sus pies se encuentra una caja de tamaño considerable para sostener fácilmente.

¿Un paquete?

El rubio se inclina y toma la caja. Cierra la puerta y pone el seguro. Viene hacia nosotros y me mira con una mala cara de hastío. ¿Está enojado conmigo ahora? ¡¿De verdad?!

—Ábrelo, Mickey —dice Donnie.

Mi novio no se inmuta. —Primero llévatela de aquí —ordena otra vez, pero yo ya estoy hasta la coronilla de sus indirectas.

Libero la mano de Donnie de mi boca y hablo al fin. —Michael, deja de comportarte como un reverendo asno e inclúyeme en asuntos que sí me conciernen por derecho.

La paciencia de Mike amenaza con desplomarse. —Ret...

—¡No! Esto me concierne porque soy la novia de cada uno. Ustedes me metieron en esto aunque no quisiera por voluntad, y he aprendido a manejarlo y a amarlos con todo y defectos dignos de una denuncia federal. Ustedes me hicieron suya. Mi cuerpo es una prueba. Todo lo suyo ahora es mío; me corresponde. Eso significa hacer un compromiso. Y yo tengo cuatro novios a los que el compromiso les queda muy grande, así que vayan haciendo un espacio para mí en sus secretos porque no pienso ser un juguete solamente. ¿Me entendieron?

Ninguno de los cuatro habla o se mueve. Así permanecemos por segundos que parecen minutos. Lucen desesperantes. Me exaspero y libero de los brazos de Donnie de una sacudida feroz. Exclamo una palabrota que me da un buen sabor de boca, y me dirijo hacia Mike. Tomo el paquete que no pesa absolutamente nada y lo abro con impaciencia rompiendo la cinta. No me importa si es una bomba, si se libera algún gas venenoso o es tóxico para mi piel. Lo único que sé es que no puedo soportarlo más: si me va a pasar algo malo que me pase ahora.

Unas manos se meten en mi campo de visión y me arrancan el paquete de un tirón brusco. La cara del rubio es una mezcla batida en licuadora entre la frustración, el miedo y la ira que no puede expresar con otras palabras que no sean:

—¡¿Has perdido la puta cabeza?!

Sonrío, cínica. —Sí, mi amor. ¿Cómo explicas que me dejara arrastrar por esta mierda aun con todo en contra?

—Vete a la mierda, Ret.

—Bonita tu forma de decir «Te amo», imbécil.

—Sólo cállate.

Sus ojos se dirigen al paquete. La anticipación me puede. Mi corazón se dispara. Mike lo abre y... Nada. Es un paquete vacío. No entiendo qué broma es ésta. O eso creemos hasta que encontramos el sobre en el que pone mi nombre completo sin rastro de quien lo haya escrito o enviado a nuestra casa.

—¿Qué carajo es esto? —masculla mi rubio.

—No lo sé —musito y niego con la cabeza mientras miro expectante la caja.

—¿Y la carta? —pregunta Jared—. ¿O resulta que también es un sobre vacío?

Y no. No lo es. No es una carta, es una nota. Una nota amenazante. Una cuyas palabras me pasmaron de las más horribles pesadillas.

Te voy a quitar lo que más adoras, perra fría. Ahora es un paquete vacío. Pero algún día te enviaré el corazón de uno de ellos envuelto en papel de Navidad y con listón para regalo.

Dejo caer la nota a mis pies cuando termino de leer sus escalofriantes palabras. Me llevo las manos a la boca y reprimo el sollozo de horror que pica mis amígdalas. Jared me abraza y reconforta. Allen levanta la nota a mis pies y la lee para sí mismo. Cuando entiende qué fue lo que me puso de este modo, se la entrega a Donnie y viene hacia mí para envolverme en sus brazos. Su hermano la lee e igual Mike. Sus expresiones me hacen sentir menos vulnerable porqué son el confort de mi angustia: miradas que matan. Ellos harían cualquier cosa por mí. Incluso morir.

—No llores, mi Belladona. Jamás permitiré que nadie arruine nuestra felicidad —me jura de una manera tan perturbadora que me calma los nervios y ansiedad que amenaza con destruirme.

—De acuerdo. —Le creo.

Me besa y saborea el sabor salado de mis lágrimas. Él me entiende. Yo lo entiendo. Lo entiendo todo de un modo retorcido y aprendido a la fuerza: tengo enemigos que quieren atacarme. Destruirme. Matar a mis hombres. Matar todo en lo que creo y considero mi nueva vida.

Alguien me quiere muerta. Alguien va a asesinarme. Alguien va a asesinar el futuro que quiero al lado de cada uno. Mis cuatro locos y perversos idiotas que no tienen más que su palabra para defenderme de hasta mis propios pensamientos. Mis cuatro chicos que amo más de lo que los odio.

Mike me mira y yo a él. Me promete incluso con sus ojos que haría hasta lo imposible por defenderme. Y yo... también se lo prometo a él.

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