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Capítulo 4

€ RET €

«UN RUBIO, UN MORENO, UN CASTAÑO Y UN RIZADO»

«Maldita sea, son unos psicópatas».

La sonrisa torcida del rubio, lo comprueba. La oscuridad en los ojos del moreno, lo comprueba. La pálida piel del castaño, lo comprueba. La demente atención del rizado en mí, lo comprueba.

Tengo a cuatro desconocidos, ocho ojos de diferentes colores, con intenciones desconocidas, puestos en mí. Un rubio: ojos azules. Un moreno: ojos café oscuro, casi negros. Un castaño: ojos verdes. Uno rizado: ojos ámbar.

Todos lucen extraños, enajenados, impetuosos, llamativos y penetrantes. Creepy. Y, por si fuera poco, los malditos enfermos son guapos a rabiar; y eso es aún más terrorífico que estar encarcelada por estos infames, porque... negarlo sólo me hará daño, caería sin paracaídas en sus trucos, en lo que sea que planeen hacerme durante mi estadía en esta maldita casa de los locos.

—Dios santo —musito mientras masajeo mis sienes.

«¿Por qué a mí siempre me tocan los locos?».

—¿Quienes son, con un carajo? —vuelvo a preguntar; no estoy para bromas. Podré estar medio ida y, tal vez aún sufro los efectos del cloroformo, pero puedo jurar que las palabras «novio... ssss» y «esposo... ssss» fueron mencionadas.

Ajá, así es, en plural... ¡PLURAL!

El castaño pone una mueca de desaprobación en los labios... que no contemplan sus ojos cuando me ve. Algo me dice que, muy en el fondo, le gustó mi lenguaje de niña maleducada.

—Cielos, Madame, ¿alguna vez, le han dicho a usted, que tiene boca de camionero?

Ese apodo, «Madame», lo escuché durante mi vaivén de los sueños a la realidad, ese y el de... ¿Belladona? Estoy segura de que el rubio me llamó «Belladona».

—No me llames así —le advierto, incorporándome y poniendo ambos pies sobre la alfombra.

—Te lo dije, Allen. Sabía que se iba a ofender. Tu "único" apodo, como tú lo llamas, es un nombre digno para un pomerania —le dice el rizado al castaño que, ahora sé, que se llama Allen, mientras pone comillas al aire cuando dice «único».

Qué nombre tan raro, como su portador.

—Pues el tuyo no tiene demasiado ingenio, Jared —lo contradice.

—Al menos tiene un significado mayor al tuyo, hermanito.

«¿Hermanito?».

—¿Dices que el tuyo es mejor que el mío porque carece de originalidad?

—Obviamente, «mi vida», es un apodo digno, para esta preciosa diosa, que el de Madame.

«¿Preciosa diosa? ¿Mi vida?».

—Te diré algo: Las amistades peligrosas, no tiene el crédito que se merece.

—¿«El crédito que se merece»? Creo recordar, que la nombraron una de las obras maestras de la literatura francesa del siglo XVIII. Sin mencionar las adaptaciones a la pantalla grande.

Ellos hablan y discuten como si yo no estuviera presente, como si su prisionera no tuviera cara de «¡¿What that fuck?!» mientras los escucho resolver sus problemas sobre quién tiene o no la razón, en esta discusión de nombres y libros, como si no acabaran de secuestrar a una de las herederas más billonarias de la última década, de robarme la libertad, de abusar de mí, como si esta situación fuera un día común y corriente para ellos, para esos cuatro psicópatas que no se parecen en nada y se hacen llamar hermanos.

«Malditos locos».

—Jared, deja de molestar a Allen —el rubio pone orden. Enciende el cigarro de sus labios y exhala el humo tóxico para sus pulmones—. Tenemos cosas más importantes que hacer ahora que Belladona está con nosotros.

¿Belladona? Así que fue él quien me drogó, a quien vi al final del pasillo, el que me dejó creer que era Carlos, mi novio, mi cariñito. Oh, Dios, no debo olvidar que también fue a él a quien le di el puñetazo de su vida, cuando intenté escapar de sus garras.

—Estoy de acuerdo con Mike. —Mis ojos caen en el moreno, al que escucho hablar por primera vez—. Concentrémonos en ella.

—Tiene razón —dice Jared.

El rizado es Jared. El castaño es Allen. El rubio es Mike. Y el moreno... es desconocido para mí, pero... ¡¿A mí qué vergas me importa el nombre de este animal?! Por mí, pueden arder en el infierno los cuatro.

—¿Qué es esto? —pregunto al fin, libre de drogas que puedan aturdirme, recargada y mejorada—. ¡¿QUÉ CARAJOS ES TODO ESTO?! —bramo, me levanto abruptamente del sofá y los encaro.

El rizado también se levanta, así como el moreno y el castaño... que intentan venir por mí con manos en son de paz, pero no avanzan más de dos pasos por mi beligerante cara de «Me tocas y te mato», y yo no bromeo cuando de mi vida se trata. El tal Mike es el único calmado del lugar, el que permanece reclinado en la pared, y disfruta de su cigarro como si fuera el coño más sabroso del mundo. En definitiva, él es el más inestable de los cuatro "hermanos", si es que se les puede llamar así.

Los de apariencia atractiva y miradas vacías, son propensos a enloquecer. Si no me creen puedo contarles todas las barbaridades que hizo mi padre, cuando falleció mamá.

Este sujeto cumple con todos los requisitos.

—¡¿Para qué me quieren?! —les pregunto, iracunda, y con un maldito nudo formándose en mi garganta.

«Maldición, Neferet, no te pongas a llorar ahora».

Llorar es para los cobardes, para los imbéciles, para aquellos que se rinden a la primera y dicen «No puedo», cuando siempre se puede si haces buen uso de tu ingenio e inteligencia.

«Siempre se puede, Ret. Siempre se puede».

Los cuatro hermanos se miran, ignoran mis palabras, mi presencia, mi desesperación y, oh, no, ¡a la mierda! Eso sí que no. Si hay algo que odio, además de las injusticias, o, las censuras en películas eróticas, es que me den el avión o me dejen en visto en WhatsApp. Eso sí no lo perdono.

Me armo de valor: aquí toda estoica y lista para lo que sea, mientras esos descarados se miran las caras de idiotas, como si ese fuese el paso a seguir por el rubio oxigenado de allá.

—¡Oigan, maniáticos! —Obtengo la atención de los cuatro, ¡al fin!—. Les estoy hablando... ¿Para qué me quieren?

La ira puede más que el miedo, eso me consta.

—Si esto es un secuestro, cosa que obviamente sí es, déjenme informarles que secuestraron a la chica menos indicada para recibir alguna especie de recompensa —digo—. Bruce Heathcote es multimillonario, pero desapegado a sus responsabilidades como padre; en pocas palabras: la tienen bien metida si creen que él va a pagar un mínimo dólar por mi rescate. Lo que ese hombre busca es deslindarse de su única hija; o sea, yo —me señalo—. Así que, en teoría, ustedes cuatro, perros locos, le hicieron el favor de su vida al quitar de en medio al único lazo familiar que le quedaba. Y si no me quieren creer, llámenlo ahora mismo y díganle que me tienen secuestrada, y lo que planean hacerme si no sigue sus instrucciones al pie de la letra.

Esos ojos azules, verdes, negros y ámbar son hipnóticos, engañosos, casi desastrosos; y los rostros de sus portadores son igual de insidiosos, como de seguro lo son sus apodos o palabras bonitas. No debo dejar que me engatusen con sus palabrerías. Todo lo tienen fríamente calculado, no debo subestimarlos. Fácilmente podría caer en alguno de sus juegos, si sólo fueran sus ojos los participantes. Pero las apariencias engañan, para bien o para mal, todos usamos una máscara que nos protege de los que están a nuestro alrededor; puede ser una palabra barata, una ira implacable, un trabajo agotador, o una obsesión por una persona. Pero todos usamos una imagen para engañar al enemigo, es requerido por supervivencia, para encarar a la humanidad. Y así, uno nunca sabe quién es bestia u hombre.

Ellos podrán pasar desapercibidos en mi territorio, incluso delante de mí no podría reconocer la maldad que habita en cada uno, pero ahora estoy debajo de las máscaras, y lo extraño es que no me aterra.

Mike apaga su cigarro, alardea de esa serenidad que lo caracteriza, se despega de la esquina de esta ostentosa sala con una calma..., que no me la creo si no la estuviera viendo.

Se acerca a mí mientras habla, pero yo no muevo ni un músculo, plantándome como un árbol, firme y resistente, cuando mueve la boca y suelta la lengua:

—No queremos tu dinero.

Le sonrío, cínica, y aún envalentonada.

—Todos quieren mi dinero.

—Nosotros no.

—Pon un precio, y de mi puño y letra obtienes un cheque hoy mismo de cuánto crees que vales —respondo—. Tengo suficientes cuentas de ahorros para complacer a todo un ejército.

Planeaba usar ese dinero para viajar por el mundo, pero mi vida y seguridad son mi prioridad ahora más que nunca, no puedo perder el tiempo con sus juegos.

—Lo que queremos no es dinero, Belladona.

—Entonces ¡¿qué?! —me pongo al brinco—. ¿Qué quieren? ¿Dinero?, ¿joyas?, ¿una invitación de la reina? ¿Qué quieren, maldita sea? —exijo saber.

—A ti —contesta el moreno—. Te queremos a ti.

Mi mundo entero se detiene.

«¿Qué acaba de decir?».

—Queremos que nos quieras, nos ames y adores como nosotros a ti, porque... te amamos, Ret. Siempre lo hemos hecho, y siempre lo haremos. Desde que te vimos por primera vez, siempre has sido tú —prosigue el castaño.

—Enloquécenos, derrítenos, destrúyenos, arráncanos la piel si así lo deseas; pero ámanos, hazlo como si no tuvieras opción, o, no pudieras controlar tus impulsos. Ámanos, mi vida, porque nosotros sólo vivimos por ti, por tu vida, por tu piel, por tu olor, por una mirada tuya o una respiración —completa el rizado.

—Queremos que seas nuestra novia, futura esposa y madre de nuestros hijos —retoma la conversación el rubio—. Pero con una condición: no nos ofrezcas el mismo amor mundano que le diste al inútil de Carlos.

«Carlos...».

Eso me hace reaccionar, no sólo reaccionar, me vuelve loca, una maquiavélica mujer que toma hasta la última gota de su ingenio, para tener una chance de salir corriendo de esta cárcel, a la menor oportunidad posible.

—¿Desde cuándo...?

—Desde los diez años —me interrumpe el tal Mike—. Si te refieres a lo que es obvio que tienes en mente, la respuesta es desde los diez años.

—Jesús... —me llevo las manos a la cabeza.

—Oye, no te martirices, amor; Mike es el más inteligente de los cuatro, nadie puede con él. Yo le llamo a su intuición, su súper poder —dice el moreno.

«¿Súper poder? ¿Lee el pensamiento o qué?». Dios... Si lee el pensamiento puede que también sepa lo que planee hacer a continuación.

No puedo arriesgarme a perder más tiempo si es el caso. Tengo que actuar, ¡pero a la de ya!

Clases de defensa: activado.

Mike amaga con tomar mis manos; pero no se lo permito, me muevo a velocidad de guepardo y me adelanto a tomar las suyas y a retorcerle las muñecas, se ve obligado a hincarse, pero ni así deja que me salga con la mía. Sus hermanos saltan como gatos al auxilio del rubio; pero yo soy más rápida, y le doy una patada en el pecho que lo deja caer sobre su espalda y cabeza que truena el piso, y lo pone a gruñir de dolor. Saboreo mi pequeña victoria, pero no alardeo dado que el peligro aún es palpable en el aire.

—¡Hija de puta! —masculla, preso del dolor, tosiendo, y tocando el área afectada de su pecho. El moreno se arrodilla para ayudarlo—. ¡Mierda! —inhala y exhala con dificultad.

Como saltamontes brinco, y tomo el primer objeto que pueda usar como arma de defensa, un jarrón de flores que, afortunadamente, tiene agua suficiente para mis secuestradores, y rosas blancas con espinas en su interior.

—¡Baja eso! —me ordena el moreno.

Mi respuesta: les aviento las rosas y el agua medio sucia del jarrón, a los cuatro. Eso los distrae lo suficiente para correr, aún con el jarrón en manos, del sofá y rodee casi todos los muebles mientras me dirijo, veloz como un rayo, a la salida. Corro todo lo que mis desnudos pies aguanten. Me las ingenio para no soltar el jarrón en el proceso de mi escape; tengo planes para usarlo en el momento y lugar adecuado.

Llego a la puerta con la lengua para afuera, como los perros, pero descubro que ésta está cerrada con llave.

Maldita sea.

No abre.

No abre.

¡ÁBRETE, CARAJO!

—¿Buscas algo, Belladona? —La voz del rubio me obliga a voltear. El muy perro infeliz sostiene un juego de llaves que presume como trofeo en mis narices.

«Oh, carajo».

Grito, enloquecida, envuelta en frustración, golpeando con el puño cerrado la pared, y corro escaleras arriba antes de que a éste se le ocurra ponerme las manos encima, pero descubro que no viene detrás de mí, es más, su expresión burlona en los ojos me deja fuera de foco, pero no le doy tantas vueltas a su serenidad, y sigo corriendo. Pienso rápido, las puertas son inútiles en estos casos, usar una ventana como método de escape es lo ideal. Voy a acabar echa mierda por la caída, pero ya me ha quedado claro que aquí es correr o morir, y he decidido que no voy a morir como su prisionera.

«¡Son unos malditos locos!».

Quererme para ellos, cómo no. Van a violarme o a obligarme a permanecer varios días encadenada en el sótano, sin comida o agua, con tal de forzarme a tener relaciones sexuales con ellos uno por uno.

«¡NI MUERTA!».

Llego a la primera ventana que captura mi atención. Intento abrirla, pero la estúpida manija no gira. Le doy una patada al cristal, pero éste no se rompe o quiebra.

«¡Maldición!».

Grito, golpeo, pateo, trato de empujar o quebrar el cristal, pero nada. No se puede. Corro a las puertas que resguardan las habitaciones de este corredor, porque... tienen que haber ventanas, ¿no? La esperanza se esfuma cuando descubro que ninguna abre. Grito, presa de la cólera e impotencia, sin saber qué hacer. «Maldita sea. Maldita sea». Todas están cerradas con llave. Intento patear una de estas, pero la adrenalina ha disminuido, y al sobre extralimitar mis fuerzas, oigo como el hueso de mi tobillo se rompe. Aúllo de dolor. La desesperación y el pánico me invaden, caigo sobre mi trasero, sosteniendo mi lastimado tobillo, y el jarrón impacta contra el piso de madera. Estoy rodeada de pedazos de lo que fue una antigüedad, y, por si fuera poco, el maldito llanto hace su temida aparición.

No. No. No.

«No llores, estúpida. No llores».

Pero no puedo evitarlo, gimoteo de dolor, angustia, miedo y maldita incapacidad. Saltan las lágrimas como por arte de magia, y cada músculo de mi cuerpo está derrotado. Yo me siento derrotada.

«¿A quién pretendía engañar? ¿Qué pensaba?». ¿Golpearlos, salir invicta por la puerta, y correr por el bosque hasta buscar a una persona que se vea más o menos confiable? Sí, cómo no. Jajaja. Incluso puedo oír la risa interna de mi subconsciente.

Soy más bruta que Cindy Campbell en Scary Movie 1, 2, 3 y 4.

Moqueo, y me limpio con mis muñecas a escasez de pañuelos. Perfecto, lo que me faltaba. Aparte de llorona, patética. Mientras limpio la vergüenza reflejada en mi cara, un pañuelo aparece en mi campo de visión. Con recelo, miro el objeto a través de mis lágrimas y pestañas dentro de mis ojos, así como los dedos que sostienen el objeto delante de mi carota toda roja, hinchada y fea.

Descubro que es el tal Jared, mirándome con una sutil y amable sonrisa que me deja en jaque. «¿Amable?». ¿Por qué un trastornado sería amable con su víctima? Es obvio que los golpes en la cabeza, y la posible fractura de mi tobillo, están afectando la calidad de mi cerebro.

Cansada de todo, especialmente de tratar de huir, acepto de mala gana la bandera blanca y sueno mi nariz con ella. Se inclina ante mí, sobre su rodilla izquierda, y estamos casi a la misma altura.

Termino de secar mis lágrimas, limpiar mi nariz y sorber por ésta.

—¿Estás bien? —me pregunta suavecito, como si fuera una muñeca de cristal, o, me tratara como a una depresiva sin remedio. Y eso me encabrona.

Le lanzo una mirada asesina.

—¡No, no estoy bien! ¡No estoy para nada bien, cabrón de mierda! ¡Me tienen aquí en contra de mi voluntad, y tú te atreves a preguntar cómo me encuentro! ¡Imbécil!

Él, sin expresar alguna emoción negativa, amaga con acariciar mi mejilla; pero rehúyo de su tacto soltando un «¡No me toques!» digno de escuchar. Lo fulmino con la mirada, pero ni así parece obligarme a acercarme a su mano suspendida en el aire. Al parecer, él es el menos insistente de los cuatro.

Y hablando de esos desgraciados..., suben las escaleras con una bolsa de hielo, más pañuelos, agua, y lo que parece ser una caja de pastillas.

—¿Qué carajo? ¿Van a drogarme? —pregunto; la idea me repugna y sólo me empeora. Pero todos pasan de mí, y el malestar aumenta.

—¿Cómo está? —le pregunta el castaño, al rizado.

—Estable.

Intento levantarme, hacerles frente, golpearlos o dejarles en claro que no pienso soportar sus estupideces, pero el dolor en mi tobillo no me deja. Intento apoyar mi pie en el piso, pero es una causa perdida. Las malditas lágrimas regresan.

—Maldición —mascullo.

—¿Cómo ocurrió?

—Vete a la mierda —respondo.

—¿Cómo ocurrió? —le pregunta a su hermano.

—Intentó patear la puerta y la ventana de allí —señala con su dedo la estúpida ventana y la maldita puerta.

Jared puede ser el más estable de los cuatro; pero es leal a sus hermanos, más hacia el rubio de nombre Mike. Ahora que lo pienso, todos le hacen caso a Mike. No me extrañaría si me entero de que fue él quien planeó mi secuestro.

—¿En serio? —me mira—. Vaya, vaya, Belladona, debo dejar de subestimarte. Eres más impredecible de lo que aparentas.

—Jódete —espeto, y lo acribillo con los ojos; ¿qué más puedo hacer, para defenderme? No voy a dejarlo con la duda de si me venció o no.

Sus cejas pobladas y rubias se levantan al escuchar mi maldición.

—Tú tenías razón, Allen, tiene boca de camionero.

—Ay, sí, pero ¿qué le vamos a hacer? —dice el castaño, fingiendo desaprobación.

El moreno se arrodilla, justo como el rizado —quien aún se encuentra delante de mí—, y retrocedo por instinto como puedo, considerando que mi tobillo está matándome. Ya se está poniendo morado.

—Aléjate —ordeno; y obvio, él y... ninguno me hace caso.

—Déjame ver —pide/ordena, su tono autoritario no me gusta, y mis gestos se lo hacen saber—. Por favor —pide, cambiando rotundamente su actitud, mientras sus ojos se transforman en unos de cachorro; admito que luce adorable cuando quiere rogar.

—Está bien.

Cedo, para que deje de chingar, pero no bajo la guardia.

«Un segundo...

»¿Adorable?

»¿Qué...?».

¿Cómo puedo pensar que esta sabandija humana luce adorable? Pero, y después de un corto análisis, descubro que tal vez piense eso, porque quizá es lo que él quiere que crea.

Me ayuda a aliviar el dolor, lo que significa que también me dejo tocar por sus grandes y horrorosas manos de gorila. Observa con escrutinio mi tobillo, la delicadeza con la que sostiene mi hueso... Me deja en jaque, es demasiado para mi sensible cuerpo.

—Soy Donnie, amor.

—No pregunté tu nombre.

—¿Entonces por qué salivas?

Gruño.

—Estúpido.

Hace un movimiento arriesgado en mi tobillo, y se me escapa un ahogo de dolor.

—Maleducada.

Tarde, pero comprendo que lo hizo a propósito.

«Maldito».

El lugar que Donnie ocupa, es el de manipular a las personas; él es el manipulador del grupo.

—Mira nada más lo que te has hecho, amor.

Sí, en definitiva, él es un manipulador.

«¿Ahora qué?, ¿me hará creer que fue mi culpa?».

Le pongo los ojos en blanco.

—Esos gestos —me regaña el castaño—. Te estropearas la cara.

No digo nada, pero eso no calla mi mal de ojo, así que hago un buen uso de éste, y me aseguro de maldecir mentalmente a los cuatro idiotas delante de mí.

Pongo una mueca de dolor, cuando sus dedos tocan exactamente el punto en donde me duele. Eso detiene sus movimientos.

—¿Estás bien?

Asiento, temo soltar un quejido que me haga parecer más débil de lo que parezco. Mis inútiles huesos me dejan en evidencia. La calidez de una mano se posa sobre la mía, y mi rostro gira en esa dirección, distrayéndome del dolor que ejerce mi tobillo. Es Jared.

—Tranquila, mi vida —acaricia dulcemente mis nudillos—. Tranquila —me repite, siendo amable en el trato.

Lo miro, sus ojos ámbar y rizos oscuros, todo de él. Hay algo en el color de sus ojos que me resulta afectuoso, tierno, dulce; pero, a la vez, también algo siniestro, con pupilas de un animal enjaulado, que sólo ansía sed de carne viva y roja. Ellos tienen la oportunidad de devorarme si así lo deseara. No sé si eso lo vuelve el más peligroso de los cuatro, o, el de menor riesgo. Tengo que tener cuidado con él.

Aun así, su toque es natural, protector, la clase de contacto humano que necesitas antes de entrar a cirugía, o mejor aún, la clase de contacto que necesitas dentro de tu cuerpo cuando te están operando de alto riesgo.

Cuando iba con el doctor, Carlos estaba ahí para sujetar mi mano y darme ánimos; sin embargo, en este laberinto sin salida no existe mi Carlos, sólo viven aquí cuatro demonios que ahora analizan cada movimiento que hago, o, que podría hacer si la ocasión lo amerita, o, me dejaran sola.

Oh, no. Justo lo que temía si no conseguía escapar, ésta era una variable que no calculé; y vaya que hice mal en no tomarla en cuenta, en creerme invencible. Ahora, esos lunáticos no me dejarían sola, observarán cada rincón conmigo al lado y adiós privacidad.

«Menuda mierda».

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