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Capítulo 38

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«SEMANA DEL INFIERNO:

(3.º) DÍA CON DONNIE»

Maldito, Donnie.

Tiene razón.

Parezco la puta representación de un ganso mientras camino. Me muevo como uno, y también meneo la cola como uno. Parezco borracha de medio tiempo en un espectáculo de bar, para hacerle gracia a los soldados. No puedo seguirle el paso escaleras abajo, y el dolor en mi trasero por sus embestidas no me la pone fácil. Me duele el culo. Mis rodillas están juntas, ¡y para colmo!, el ardor en mi sexo está matándome. Me quedé con ganas de más por sentir sus dedos.

Estoy incómoda.

—¿Estás bien? —me pregunta en una sonrisa torcida, como si supiera del alboroto en mi entrepierna.

—Sí —contesto, borde.

—¿En serio? Te ves frustrada... —comenta cínicamente, rozando la diversión.

—Estoy bien —espeto, negándome a darle el placer de saber en lo que estoy pensando.

Mi tacón está lastimando mi talón izquierdo, el maldito hueso que sostiene mi pierna. ¡No sé cómo putas madres se llama! Y el resto de mí teme colisionar en cualquier nanosegundo. ¡Demonios! Por primera vez, en dieciocho años de vida, necesito un descanso.

¡Carajo!

Debí haber traído la muleta conmigo.

—Espera... Espera —pido casi en un ruego, deteniéndome al pie de la escalera—. Necesito descansar.

Me siento en el último escalón, me quito las zapatillas y sobo con cuidado los juanetes. Las plantas de mis pies están quemándome. Un poco más y mis huesos se rompen.

—¿Te duele? —me pregunta luciendo ligeramente angustiado.

—No —replico, sintiéndome tan mal como haberme molestado, en escuchar la docilidad en su voz.

¿Quién se cree para preocuparse así por mí, cuando antes, sólo recibí de él su espalda?

No tiene derecho sobre mí.

Los ojos de Donnie se voltean como dos huevos cocidos; pero de una manera divertida, que me hace imposible enojarme con él.

—Ah, amor, ¿por qué te gusta molestarme?

Lo miro y lo pienso por segundos. La verdad, no creo que exista una respuesta correcta para su pregunta. Así que, supongo que me toca corresponder con él, usando lo obvio.

—Es mi deporte favorito —respondo con diversión.

Ríe por la nariz, y se cruza de brazos luciendo un aire despreocupado. Le queda esa pose de muchacho malo. Me mira como si no supiera qué hacer conmigo; cuando, en realidad, disfruta tanto como yo de nuestro juego, sobre quien molesta a quien durante más tiempo, antes de perder la cabeza.

—Ya somos dos.

Pongo los ojos en blanco al escuchar su confesión. Así que..., ¿a él también le gusta sacarme de quicio, eh? Es bueno saberlo. Y..., tiene sentido. Me gusta saber que estamos en la misma onda.

De un momento consentido a otro, las rodillas de Donnie flexionan y se arrodilla delante de mí, a milímetros de mis rodillas, haciendo que estas tiemblen al sentir su exhalación, cuando aproxima sus llenitos labios a mi erizada piel.

Se me acelera el pulso...

—¿Donnie? —pregunto en una inhalación.

Me besa. Primero lento, suave y sin un trazo fijo sobre mis muslos, degustando su agradable sensación.

Puedo escuchar los latidos de mi corazón en mis tímpanos.

—Donnie... —musito casi sin aliento.

Sus besos se detienen por segundos mientras pregunta:

—¿Quieres que pare?

Humedezco.

Debería debatir mentalmente los pros y contra de tenerlo tan cerca, creer que soy su juguete y sólo me ve como a una mujer con la que puede complacerse. Pero ninguno de esos argumentos surca mi mente. Mi razonamiento está resguardado bajo llave y no hace ni el intento de salir a pelear contra mis hormonas. Así que no, no tengo una conversación con parte de mis sentidos. En su lugar, me entrego con gusto a mis bajos instintos.

Niego débilmente con la cabeza, exaltada por el calor que produce mi intimidad. Estoy siendo satisfecha minuto a minuto, beso a beso. En verdad, no quiero que se detenga.

—No —susurro en un apuro, dejándome llevar por la pasión.

Su sonrisa pegada a mis muslos no me pone histérica; sólo excitada, muy excitada.

¡Estoy ardiendo!

Su camino de besos continúa por mi muslo interno hasta que...

La magia se rompe, como el oxígeno al entrar en la estratosfera, cuando se aparta de golpe del sendero que lo conduce a mi sexo, y se incorpora sobre sus rodillas, alejándose de mi zona erógena.

Pero, ¿qué mierda?

Me bajo de la luna, y lo miro con cara de pocos amigos, a él y a su sonrisa de idiota petulante.

Su risa burlona me saca de mis casillas. Pero aún sigo sin entender qué pasa.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto en una excitación, como una completa psicópata del sexo.

—Gané —dice sin tapujos, haciendo que me sienta una burra.

La ira se convierte en vergüenza, y la vergüenza en rabia, y la rabia en odio.

¡Hijo de puta! ¿Cómo se atreve a dejarme con las ganas?

Se me llenan los ojos de lágrimas, pero me niego a derramarlas.

—¡Vete a la mierda! —espeto, furiosa.

Me levanto con frenesí, olvidándome del dolor en mis talones, mientras subo escaleras arriba, acordándome de todos sus antepasados y, maldiciendo el día en que me dejé engatusar por sus falsos tratos de preocupación.

¡Qué ciega estoy!

¡El sexo ya eclipsó mi cerebro!

¿El premio para la más bruta?

¡Aquí estoy!, nosemeamontonen.

Cierro la puerta tras de mí, agraviada e insultada, deslizando mi espalda contra la madera lustrada del interior de mi habitación, queriendo desaparecer por primera vez en años, ser tragada por un agujero negro o caer de cabeza a un pozo. Lo que sea con tal de jamás volver a salir de este cuarto.

Y entonces, mi cerebro hace click con mis memorias, dándome cuenta de un asunto sin terminar y algo muy importante. Si doy la cita por terminada, eso significaría que el trato se cancela. Y él... Él les dirá lo que pasó, y entonces... Entonces yo seré la que habrá arriesgado todo por nada, la que habrá lanzado una moneda al aire sin tener en consideración las consecuencias del azar. 50 a 50. Estoy demasiado cerca de obtener un día de libertad, buscar ayuda en esas veinticuatro horas, y hacer de todo mi autocontrol para no desfallecer ante las autoridades cuando les cuente sobre mi secuestro.

No puedo rendirme.

No ahora.

No llegué tan lejos para suicidarme.

Me levanto de mi patético estado, y abro la puerta de inmediato. La sorpresa en mis cejas y ojos es evidente, cuando enfrente de mí me encuentro a Donnie, a escasos centímetros de mi cuerpo, mostrando un aire angustiado y arrepentido, en lugar del relajado y dominante que conozco por costumbre.

Esto es raro. Me gusta, pero no deja de ser raro.

—Oye... —empieza a decir, pero yo lo interrumpo, poniendo un dedo contra sus labios, que a veces desearía arrancar con unas pinzas de presión.

—Olvídalo, con que hayas venido hasta aquí es suficiente disculpa. Sé lo que dirás antes de que puedas adivinarlo.

Sonríe, abatido; aún avergonzado por haberlo estropeado por minutos. Su mano quita con cuidado la mía, y la envuelve con sus gordos dedos, desapareciendo mi delgada mano contra su palma, llevándola a su pecho en un gesto protector. Pero para él. Creo que, este hombre de a veces pocas palabras, quiere decirme que su corazón está en mis manos ahora. ¿Podré hacer lo que quiera con algo tan poderoso como la devoción de un hombre?

—¿Tanto se me nota?

—¿El qué?

—¿Mi arrepentimiento?

Lo miro a los ojos, permitiendo que sus pupilas absorban las mías por escasos segundos, deleitándome con su aroma natural de macho alfa, antes de terminar de acercarme a él y envolver mis brazos alrededor de su cuello.

—Sí, y ahora quieres dejar de sentirte mal y darme algo de cenar. Muero de hambre.

Me sonríe con diversión, —Antes tengo que mostrarte algo.

—Uy, no creo que pueda dar un paso lejos de esta casa si no es en silla de ruedas —bromeo con él, recordándole la dolencia en las plantas de mis pies.

—¿Sabes por qué te di tacones de quince centímetros, en lugar de unas converses seguras? —dice, irónico, mientras me mira a los ojos.

—No sé; ¿por qué?

Sonríe, ladino, asegurándome que, lo que está pensando, no me gustará ni un pelo.

—Para poder hacer esto —dice, antes de cargarme cual princesa en apuros, estrechándome contra su pecho, en sus fuertes brazos.

—¡No, oye! ¿Qué haces? —me exalto, pero sin poder hacer nada para evitar que el moreno cese su tarea... ¡de llevarme a donde sea conmigo en brazos!

Le exijo que me baje, pero hace caso omiso a mis órdenes. Cuando menos lo espero, ya hemos salido al patio trasero, un sitio en donde nunca he estado, y me deja de pie en la cima de un lugar, perfecto para las maravillosas vistas que estoy presenciando.

Wooooowwww...

Éste es un paraíso.

Un jacuzzi, una mesa redonda, especial para desayunos, una sombrilla decorativa, una fuente con querubines, pegada a la pared delante de mí, y un bonito césped libre de flores para que uno pueda quedarse ahí a recostar.

Una sonrisa tímida se dibuja en mis labios, —Es hermoso —musito, viendo con aún más detenimiento, el lugar en donde nos encontramos.

Parece irreal.

Los labios de Donnie depositan suaves besos en mi sien mientras dice:

—No tanto como tú, amor.

Oh, carajo. Significa que escuchó mi ligero desliz.

Lo miro. Su boca está cerca de la mía, a escasos centímetros de mis labios. Me sonríe como queriendo o no besarme, mientras me abraza por detrás, juntando sus manos en mi estómago alborotado por mariposas. Su espalda es cálida y cómoda; su cuerpo encaja perfecto con el mío.

Rompe nuestro contacto; igual el físico, y... se separa de mí para quitarse el saco y la camisa, como el cinturón y las converses.

Yo me quedo ahí plantada como lela, mientras observo los atributos de su obvio ejercicio mañanero.

Ay, Madre Santa.

—¿Vienes, amor?

—¿Qué? —Me obligo a reaccionar—. ¿Adónde?

Mira el agua con obviedad, y después a mí con igual gesto de diversión.

Oh... No.

—Ah... No, no, no —empiezo a decir, presa de los nervios, creyendo que la risa gaznápira con la que lo enfrento, lo hará desertar de sus planes.

—¿Por qué no?

No funciona.

—Es un jacuzzi, amor. No el océano.

—Por mí como si lo fuera...

—¿Te da miedo el agua? —me pregunta, con el ceño ligeramente fruncido.

—No, pero... Bueno, es que nunca he... Nunca me he dado un chapuzón en uno de estos.

Su cara es un poema.

—¿Nunca has tenido un jacuzzi? ¿Ni siquiera en tu mansión?

—Me extraña que no sepas que no tengo un jacuzzi, si dices que investigaron todo sobre mí.

—Mike dijo que sí tenías. Por eso mandamos a hacer éste.

—Sí, pues, tu malvado hermano mintió. Otra vez.

Su expresión se endurece levemente, cuando digo lo que pienso del rubio.

—No hables así de mi hermano, Neferet —me avisa, con clara amenaza en el tono de su voz, acercándose a pasos cautos hacia mí—. Ya te lo he advertido antes, ¿no, amor?

Me cruzo de brazos, y reprimo un puchero. No dignificaré eso con una replica.

—¿Ret?

Se acerca a mí.

—¿Ret?

Carajo, él no me la pone fácil.

—¿Neferet?

—Sí, ya entendí. Joder —blasfemo, cuando lo tengo a centímetros de mí.

Me mira, y yo igual. Lo reto con la mirada, y él me sonríe con gusto.

—Diossss, eres una nena consentida. Muy necia y cascarrabias, pero eso no te quita lo hermosa.

Me abstengo de ponerle los ojos en blanco. Pero, al final, no lo resisto. Lo hago.

—No hagas muecas, amor. Te puedes deformar la cara.

—Eso no me preocupa —digo, haciéndome la interesante—. Hay gente que vive de eso. Cualquier cosa que digas es un mito.

—Uh, qué culta —se burla de mí, pero me aguanto las ganas de enseñarle el dedo de en medio... hasta después de voltearse, darme la espalda y caminar hacia el jacuzzi.

Ahí sí que me desahogo e incluso profiero un montón de groserías que no emiten ningún sonido y sólo se quedan atoradas en mi garganta.

Si tan solo fuera Mike...

Sin querer, recuerdo la primera vez que lo golpeé, lo mordí y le di de patadas a su torso. Creo que él ha sufrido más físicamente por mí que por ningún otro. O... otra; en este caso.

Se quita los calcetines y los pantalones. Está en bóxers delante de mí, unos holgados y azules que parecen pantaloncillos. Me muerdo el carrillo del labio, comiéndome internamente las ganas de echarme a reír, por verlo en una ropa interior de ese tamaño.

Nada me costaba seguir enojada con él. De hecho, nada me lo impide ahora. Puedo decirle que cambié de opinión, que necesito más antes de darle el beneficio de la duda. Pero no... No hay más tiempo, y necesito actuar ¡a la de ya!

Oh, lo tengo.

—Iré por mi traje de baño. —«Y me encerraré en mi habitación después», agrego para mis adentros.

—No importa, amor. Metete así —dice él, listo para introducirse al agua.

Ufff..., se ve deliciosa.

Pero, no.

Ni loca. No llevo puesto un sostén o ropa interior decente. ¿Qué piensa? ¿Que voy a dejar las tetas al aire? No me sentiré cómoda.

—¿Qué pasa? ¿Aún tienes miedo?

—No tengo sostén —digo, usando la primera excusa que se me ocurre, para no entrar en un espacio tan reducido con él.

—¿Y ropa interior, tampoco? —pregunta, burlón.

—No voy a meterme casi desnuda ahí contigo.

—Oh, vamos, amor... —me tienta, sonriendo como un príncipe encantador.

—No-oh —digo, y me cruzo de brazos para recalcar mi autoridad.

—Haré lo que quieras, dentro de los límites de este acuerdo, si te metes al jacuzzi conmigo.

Uy, tentador.

—Te prometo que te diré mi nombre real —dice entonces, consiguiendo toda mi atención.

Pero... aún no me fío del todo, —¿Cómo sé que me dirás la verdad?

—Porque, a diferencia de ti, yo sí confío en tu discreción. Sé que no le dirás a nadie lo que esta noche hablemos.

—Claro, como si tuviera a quien decírselo —mascullo para mí misma.

El agua a su alrededor se mueve, haciendo ruido como las olas del mar, cuando acerca y apoya sus brazos en el borde blanco del jacuzzi.

—¿Vas a entrar ya, amor?

—Sí —digo, escueta.

Me quito la ropa, bajo su atenta y feroz mirada, deseando ser menos cohibida cuando se trata de exponer mis pechos. ¿Cómo le hacen las actrices en películas subidas de tono? Hasta desnudos realizan. ¿El pudor en dónde quedó? Me encantaría ser así de valiente.

Me cubro los senos cuando el vestido se arremolina a mis pies.

—¡Ya, ven!

Entro al jacuzzi... con un poco de ayuda. Por suerte, no sobrepasa los límites de sus manos, y sólo las pone en donde debe para poder socorrer mis torpes movimientos.

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Los vapores del sistema de hidromasaje están alaciando los rizos esponjados de mi pelo. Me abrazo a mis rodillas, y mantengo mis nervios bajo control, mirándolo de vez en cuando con pena, delante de mí.

Está en una clásica postura despreocupada, apreciando mi postura oprimida por sus ojos, queriéndome en silencio.

—Perdóname por no usar condón. No pensé que fuera necesario.

—Si alguna vez me penetras... lávate bien el pene —le advierto—. No quiero contraer alguna infección.

—Oh... —fanfarronea con su mirada—. ¿Alguien es fan de Sue Johanson*?

—Es por higiene, gorila.

La cabeza y ojos de Donnie se voltean, echando su nuca hacia atrás, fingiendo cansino por escucharme hablar.

Mira las estrellas un momento, antes de regresar su atención a mí.

—¿Por qué dudas que alguna vez mi pene llegue a romper tu linda virginidad?

—Porque antes tendrías que pedirme permiso.

—¿Y tú respuesta sería?

—Obviamente: no.

Se ríe por la nariz, sabiéndolo todo de antemano como un adivino, —Ya querrás, amor mío. Ya querrás que alguno de nosotros te ayude a superar tus miedos.

—¿Miedo, yo? ¡Eso jamás!

—No quiero ofender tu inteligencia, Ret. Pero creo que ambos sabemos a lo que me refiero.

—Mike no me da miedo —aseguro con rigor.

Me mira siendo un imbécil condescendiente, —Debería darte miedo, Ret. Ten mucho miedo por tu vida mañana.

Un escalofrío me invade, pero le permito a mi voz expresar el miedo que poseo, —¿Qué crees que me obligue a hacer?

—¿Tú qué crees? —dice, sin tapujos en su razonamiento.

Oh, Dios.

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